Oswald era un personaje peculiar. Era el director de la Orquesta Internacional de Tánger, la que noche tras noche actuaba en el Club Europa. La orquesta estaba formada por una docena de músicos de varios paÃses y su repertorio era un conglomerado de ritmos latinos con arreglos jazzÃsticos, hechos por el propio Oswald, en los que a veces colaban pasodobles españoles, viejas «chansons» francesas e incluso algún tema tradicional magrebÃ.
El Club Europa estaba situado en los bajos del Hotel Europa, y era en realidad una prolongación de este. El singular edificio era una peculiar y armoniosa mezcla de estilos, tanto en el interior como en el exterior. Si exteriormente era un edificio de estilo colonial con detalles árabes y una austera decoración, en el interior se combinaban estos estilos además con detalles Art Nouveau en una caótica y ecléctica paleta decorativa.
Allà solÃamos alojarnos los europeos que vivÃamos en Tánger de una manera más o menos estable, y por lo tanto éramos el grueso de la clientela habitual del Club. El resto de clientes se componÃa de hombres de negocios y exiliados europeos que por aquellos tiempos -después de la invasión de Polonia y la terrible guerra que vino a continuación- iban y venÃan tan deprisa que pasaban a nuestro lado sin que pudiésemos llegar a conocerlos a todos. Esa situación terminó por crear un ambiente enrarecido que en alguna ocasión llegó a hacernos vivir momentos tensos. No obstante, la música y el ambiente del local nos sumergÃan en un mundo de placeres, alcohol y sensualidad que hacÃa que nos olvidáramos efÃmeramente de la terrible situación internacional.
Fue una noche de esas, de excesos etÃlicos, que la volvà a ver – después de casi un año y en el Club Europa-. Inmediatamente volvieron a mà todos los fantasmas del pasado. Una extraña sensación se apoderó de mÃ. La cantidad de alcohol que llevaba dentro y los recuerdos que tanto me habÃan atormentado durante mucho tiempo me condujeron a un estado de excitación descontrolada. Quizá no estaba preparado para una situación asà y por eso decidà marcharme por la puerta trasera que comunicaba con el hall del hotel, pero antes de poder perderme ella me cortó el paso. Con su encantadora sonrisa y más bella que nunca, me besó y me dijo:
-«Que alegrÃa volver a verte querido Daniel, sabÃa que el periódico te habÃa enviado aquà y tenÃa la esperanza de volver a verte». –No recuerdo las palabras exactas, pero es lo que más o menos me dijo- «Pero, no te marcharÃas ya, ¿verdad? No te lo permito, tómate una copa con nosotros. Ven, querido, te presentaré a mis amigos». -Después de tanto tiempo lo ocurrido aquella noche sigue siendo para mà una especie de broma onÃrica que no recuerdo con claridad.
El grupo humano que componÃa lo que ella llamaba sus amigos era de lo más curioso: una princesa rusa; un viejo play-boy italiano; Hassan el cacique local y un diplomático suizo que hablaba con un sospechoso acento alemán. Un patético y decadente muestrario de lo que podÃa reunirse en la ciudad aquellos dÃas. Inmediatamente mi cabeza comenzó a viajar del pasado al presente en una macabra carrera. No sé cómo pude excusarme, pero me escapé de aquella mesa escuchando su voz sin saber bien qué decÃa.
Salà al frescor de la calle sin subir a la habitación y me puse a deambular caminando directamente hacia el malecón sin que en mi mente estuviera programado el recorrido. Mi idea era simplemente dar un paseo nocturno para aplacar, en la medida de lo posible, el malestar que me aquejaba. Sin embargo, me descubrà caminando rápido, casi a la carrera, como si llevara prisa por llegar pronto a algún lugar. Asà fue como me encontré en una zona del puerto con fama de peligrosa incluso de dÃa. El recorrido era habitual para mà y jamás tuve ningún incidente. El alcohol siempre me ha regalado elevadas dosis de temeridad y quizá esa autoconfianza se trasmitÃa. El caso es que nunca llegué a sentirme atemorizado cuando paseaba por ese barrio conflictivo.
El calor que sufrÃamos durante el dÃa a esas alturas del año -finales de junio– derivaba al anochecer en una temperatura bastante fresca, favorecida por los vientos atlánticos. SabÃa que los dÃas claros se veÃa la costa española, pero aquella noche se me mostró como una alucinación. Ver la costa española movió un resorte en mi cerebro liberando todo lo que habÃa tenido arrinconado tanto tiempo.
Enseguida empezaron a pasar por mi mente todos los recuerdos de mi estancia en España cubriendo la información para mi periódico de la guerra civil, cómo la conocà a ella y nuestra intensa relación. Después vino el desencanto, sus relaciones con otros hombres de dudosa procedencia y el sufrimiento que ello me producÃa. Ante el estancamiento de la contienda y mi penosa situación personal volvà a ParÃs, donde poco tiempo después la volvà a encontrar.
De nuevo más bella y terriblemente perversa, seguÃa teniendo dudosas amistades y eso la hacÃa aún más extrañamente atractiva para mÃ. Nuestra relación comenzó de nuevo en ParÃs, como si jamás hubiese sido cortada, y de nuevo me sumergà en su universo de placeres, cayendo otra vez en el peligroso juego al que la pasión por ella me arrastraba. De pronto desapareció de la ciudad sin dar explicaciones -de nuevo- y poco a poco de mi vida con un terrible dolor acumulado.
Luego llegó la publicación de mi primer libro y su relativo éxito, la propuesta de mi corresponsalÃa en Tánger, la cual acepté muy gustoso, pues los alemanes habÃan comenzado la invasión de Francia. Después vino mi gradual entrega al mundo de los placeres y la vida mundana. Algo habÃa muerto en mÃ, simplemente me dejé llevar y la ciudad hizo el resto, hasta esa noche en que todo se desató.
Aún hoy no logro explicarme cuál fue el motivo que me hizo reaccionar, quizá fue la música de la orquesta de Oswald, mezclada con los sonidos de canciones árabes que salÃan de todos los rincones de la ciudad. Recuerdo, sin embargo, cómo el húmedo y salado viento provocó un estado de increÃble serenidad en mi espÃritu y una cordura que hasta entonces nunca habÃa sentido.
Al dÃa siguiente recogerÃa todas mis cosas, me unirÃa a un grupo de exiliados republicanos españoles y me irÃa a Francia, a mi querida vieja Europa, a contribuir a parar el fascismo. DejarÃa atrás ese paraÃso hedonista y por fin harÃa algo con mi vida. Aquella mágica noche perdà todos mis miedos.