Tal vez fue así. Son las seis de la mañana, de una mañana gris cenicienta, de un abril a contrafuero, de 1939. Un ejército de nuevos adeptos se amontona a las puertas de la Tipografía Moderna, en Valencia.
Los mozos apenas han tenido tiempo de cambiar el mono azul del Sindicato de Artes Gráficas por el verde caqui con el que los ha uniformado la comisión depuradora. Recorren imprentas y diarios con el fin de hacer tabla rasa, de liquidar hasta los últimos indicios de un tiempo pasado que se han empeñado en violentar, en hacer desaparecer; en quemar en el abismo, hasta el olvido. Es Joaquín Entrambasaguas el censor, el que encabeza todas esas “bocas cenicientas de rencor, hambre, muerte, pálidas de no cantar, no reír; resecas de no entregarse al beso profundo”. [i]
Sobre los estantes todavía huelen a tinta fresca resmas y manos sin cortar de “El hombre acecha”. Se ha ordenado, condenado a un fuego desatado, que quede arrasado, que no retoñen aladas de savia sin otoño reliquias de ningún cuerpo, no quieren que los hombres asciendan y desciendan sobre la piel del mundo alados de coraje; no quieren Pueblo, chorro que quieren cegar, estrangular; no quieren que se sepa que no es estéril la firmeza de un hombre desarmado, que por la libertad se sangre, se luche, se perviva [ii]; no quieren que se hable de “Los hombres viejos”, brutal alegato contra las viejas costumbres de privilegios e imposturas, de poderosas imágenes que igual despiertan la rabia contenida que la adornan con una sonrisa:
“Porque sabed: llevamos mucha verdad metida
dentro del corazón, sangrando por la boca:
y os vencerá la férrea juventud de la vida,
pues para tanta fuerza tanta maldad es poca.” [iii]
Dos aprendices de cajista se apresuran hacia donde quedó su último trabajo. Sienten simpatía por el poeta del pueblo y han leído sus versos animados por el maestro. Pensaban que esas cosas no eran para ellos, que no entenderían apenas, pero se han emocionado, se han encontrado con lágrimas rodando de rabia, de esperanza, hasta de orgullo. La vida los ha empujado a cambiar de bando, pero no olvidan quien son, de donde vienen:
“Tened presente el hambre: recordad su pasado
turbio de capataces que pagaban en plomo.
Aquel jornal al precio de la sangre cobrado,
con yugos en el alma, con golpes en el lomo. [iv]”
Hay que destruir, pero también salvar y entre los interiores de sus monos amplios aciertan a recuperar dos capillas [v], ya listas para su revisión final. Es su modesto homenaje, su breve acto de valentía, de rebeldía a su manera. La barbarie acecha, “con un rencor eterno, blanco, mortal, hambriento, silencioso, sombrío” [vi], que “quiere cegar los mares, sepultar los amores y va elevando lentas y diáfanas barreras, estatuas silenciosas y vidrios agresores”. [vii]
De esta forma, el poemario pudo llegar hasta nuestros días de mano en mano, Cossío [viii] de por medio, aunque permaneció sin ser publicado hasta 1981. ¡Cuánta fortuna! Hasta poder encontrar a un Miguel menos revuelto, más descorazonado, con un ardor más matizado, tal vez gastado y cada vez más necesitado, pero no menos generoso:
“Ayudadme a ser hombre: no me dejéis ser fiera
hambrienta, encarnizada, sitiada eternamente.
Yo, animal familiar, con esta sangre obrera
Os doy la humanidad que mi canción presiente” [ix]
Por entonces, ya ha perdido a su primer hijo, Manuel Ramón, con apenas diez meses, un 19 de octubre de 1938 [x]: El hijo primero /primera alegría. /Primer desengaño./ Primer ataúd/ que estrecho en mis brazos …
“Muerto mío, muerto mío:
nadie nos siente en la tierra
donde haces caliente el frío.”
Y ha nacido Miguel Manuel, su Manolillo, una mañana fría, un 4 de enero de 1939: Se puso el sol./ Pero tu temprano vientre/ de nuevo se levantó/ por el Oriente.
Una nueva causa por la que luchar, porque la guerra está perdida y solo queda rondar peligros y soñar con un futuro en paz. No obstante, Miguel presiente y escribe en su dedicatoria a Pablo Neruda [xi]:
“Pablo: Un rosal sombrío viene y se cierne sobre mí, sobre una cuna familiar que se desfonda poco a poco, hasta entreverse dentro de ella, además de un niño de sufrimiento, el fondo de la tierra.”
Pronto se encontrará con su destino, “Un hombre que ha soñado con las aguas del mar/ y destroza sus alas como un rayo amarrado,/ y estremece las rejas, y se clava los dientes/ en los dientes de trueno” [xii], pero que no pierde su dignidad, que perdura hasta encontrarnos, “porque un pueblo ha gritado ¡libertad!, vuela el cielo. Y las cárceles vuelan” [xiii] y, así, vernos concernidos.
“Cierra las puertas, echa la aldaba, carcelero.
Ata duro a ese hombre: no le atarás el alma.
Son muchas llaves, muchos cerrojos, injusticias:
No le atarás el alma.” [xiv]
[i] Tomado de la dedicatoria a Pablo Neruda del poemario “El hombre acecha”.
[ii] Imágenes tomadas de diversos poemas de “El Hombre acecha”: “Pueblo”, “El vuelo de los hombres”, “El herido”.
[iii] Estrofa del poema “Los hombres viejos” en “El hombre acecha”.
[iv] Primera estrofa del poema “El hambre” en “El hombre acecha”.
[v] Una capilla es la edición previa a la revisión final del autor y el editor, ya con formato de libro pero sin encuadernar.
[vi] Tomado del poema “El soldado y la nieve” en “El hombre acecha”.
[vii] Del poema “El soldado y la nieve” en “El hombre acecha”.
[viii] Se especula, con no pocos argumentos, que pudo ser José María de Cossío, amigo de Hernández y antiguo empleador suyo, pero cercano al nuevo régimen de Franco, el que conocía de la existencia del poemario y maniobró para poder hacerse con él y conservarlo.
[ix] Última estrofa del poema “El hambre” en “El hombre acecha”.
[x] A su primer hijo dedicó el poema “Hijo de la luz y de la sombra” y otros recogidos en “Cancionero y romancero de ausencias”.
[xi] En la dedicatoria a Pablo Neruda de “El hombre acecha”.
[xii] Estrofa del poema “Las cárceles” en “El hombre acecha”.
[xiii] Últimos versos del poema “Las cárceles” en “El hombre acecha”.
[xiv] Del poema “Las cárceles” en “El hombre acecha”.