El proceso de Bolonia, impulsado por la Declaración de Bolonia de 1999, introdujo cambios significativos en la titulación universitaria europea con el objetivo de armonizar los sistemas de educación superior en el marco del Espacio Europeo de Educación Superior (EEES) y promover la movilidad de estudiantes y profesionales; lo que supuso una transformación más o menos profunda del sistema universitario español.
En síntesis, se introdujo un sistema de tres ciclos que buscaba la separación entre los estudios de profesionalización y los que iban dirigidos a formar a los investigadores. De esta forma, se implantaron de forma generalizada los estudios de Grado (4 años), para tener su continuidad con los de Máster (1-2 años) y Doctorado (hasta 4 años).
Por otra parte, con el fin de consolidar un espacio común para el reconocimiento de las titulaciones en Europa, se sustituyó el sistema tradicional de créditos por un sistema de equivalencias y transferencias, el Sistema Europeo de Transferencia de Créditos (ECTS, siglas en inglés), en el que 1 crédito equivale a 25 horas de aprendizaje y labores del estudiante.
En este misma línea, el conocido como Plan Bolonia, llevó a cabo una renovación de los planes de estudio, con la finalidad de hacerlos más flexibles, enfocados en el desarrollo de competencias y, sobre todo, más alineados con el mercado laboral. Para algunos críticos, esta flexibilidad ha supuesto un gran esfuerzo por parte de los departamentos universitarios, que se han burocratizado en una espiral más centrada en el diseño que en la profundidad en determinados campos de estudio. En este sentido, el debate sigue presente para cuestionar que una formación excesivamente centrada en competencias de corte profesional se lleve a cabo en detrimento de la formación integral de los universitarios.
La consecuencia de todo este proceso es que las universidades han alcanzado grandes niveles de autonomía para diseñar sus propios planes de estudio (aunque sujetas a la aprobación y supervisión de las agencias de calidad nacionales o regionales), para promover la innovación y la adaptación de su oferta formativa a las necesidades locales o de su territorio de influencia, especialmente en las universidades de corte provincial o regional, como la nuestra (UCLM). No obstante, esto también suscita discusión con relación a los riesgos que esto supone en cuanto a la estandarización y a la calidad, incluso por la dificultad que supone a los estudiantes para su movilidad entre universidades, fuera de los programas institucionales; incluso para el reconocimiento automático de títulos de un país a otro.
No obstante, a la vista de estos 25 años, se puede comprobar que esta transformación de la universidad española ha sido compleja y no exenta de dificultades como las que se derivan de la interpretación de la calidad en términos mercantilista asociados a métricas y rankings, la financiación insuficiente, la precarización del personal docente e investigador o la multiplicación de las universidades privadas, cuestión esta que debería hacer saltar las alarmas sobre la calidad, el mercadeo de títulos, especialmente para estudios de postgrado; en definitiva, sobre la equidad en términos de acceso a la educación superior.
Con la aprobación de la Ley Orgánica del Sistema Universitario (LOSU), en 2023, parece que se cierra el ciclo de reformas de la universidad española para acometer algunas de las cuestiones pendientes del proceso de Bolonia. Principalmente, para equiparar la docencia con la investigación y la transferencia de conocimiento, en línea con el objetivo de poner el promover una educación superior centrada en el estudiante y en los procesos de enseñanza-aprendizaje en los que se ve inmerso. Por otra parte, como consecuencia de lo anterior, para reforzar la figura del docente, articulando una carrera académica que permita mayor estabilidad.
En definitiva, han transcurrido 25 años desde aquella revolución que transformó el panorama universitario, que abrió nuevas oportunidades, pero que mantiene retos que siguen pendientes para hacer de la universidad pública el espacio para el conocimiento y la formación crítica; alejada de los riesgos de la asfixia financiera y de un mercantilismo que nos distraiga de los objetivos principales; una universidad más abierta y menos endogámica, alentadora del cambio social. En el contexto europeo, a pesar del éxito de programas como Erasmus y Erasmus+ que han favorecido la movilidad entre estudiantes y profesorado, en la práctica, un desarrollo bastante desigual del proceso Bolonia en los distintos países todavía no ha permitido una convergencia real y efectiva de los sistemas universitarios en Europa.