En el tablero geopolítico contemporáneo, pocos conflictos revelan con tanta crudeza la hipocresía de la comunidad internacional como el del Sahara Occidental. Es una herida abierta en el flanco noroccidental de África, un recordatorio permanente de cómo los principios del derecho internacional pueden ser sacrificados en el altar de la realpolitik y de los intereses económicos o estratégicos más inmediatos.
Allí, un pueblo con voluntad propia y una identidad sólida, el pueblo saharaui, resiste desde hace décadas frente a un aparato político y militar que busca negar su derecho más elemental: la autodeterminación. Y todo ello, sucede bajo la mirada cómplice de democracias que presumen de defender libertades, pero actúan con un cinismo que roza lo grotesco. El principal beneficiario de esta arquitectura de injusticia es el Reino de Marruecos, convertido en la potencia ocupante de un territorio pendiente de descolonización según las Naciones Unidas.
Para comprender la dimensión de esta tragedia político-histórica es imprescindible comenzar por España, no como un actor más, sino como la potencia administradora que nunca dejó de serlo, según el derecho internacional. Esa condición, aunque sistemáticamente borrada de los discursos oficiales, sigue en pie. El problema es que Madrid ha actuado durante décadas como un poder ausente, atrapado entre la cobardía política, los cálculos diplomáticos y el oportunismo. La Marcha Verde de 1975 y los Acuerdos Tripartitos de Madrid, firmados mientras agonizaba la dictadura y Juan Carlos asumía su papel en la jefatura del Estado, fueron el punto de inflexión.
España entregó de facto el territorio a Marruecos y Mauritania; lo hizo sin legitimidad, sin consulta a la población saharaui y en contradicción abierta con la legalidad internacional. Esa traición fundacional no fue un error aislado, sino una elección estratégica en un contexto de transición interna y presiones externas. Hoy, casi medio siglo después, el legado envenenado de aquella decisión continúa determinando la política exterior española.
El actual Gobierno ha consumado un giro radical alineándose con la tesis marroquí de la “autonomía” bajo soberanía del reino alauí. Y lo ha hecho justificándose con fórmulas vacías –“la propuesta más seria, creíble y realista”– que no engañan a nadie. El cambio no responde a una voluntad de reconciliación histórica, sino a la presión continua de Marruecos, que combina instrumentalización del flujo migratorio, relaciones económicas asimétricas, operaciones de influencia y una penetración política cada vez más visible en las altas esferas españolas.
Las sospechas de espionaje mediante el software Pegasus, los vínculos opacos entre élites empresariales y políticas de ambos lados del Estrecho y la cercanía estable entre las casas reales actúan como lubricantes de una dependencia que compromete la soberanía española para tomar decisiones libres. El resultado es una política exterior sometida a chantajes y presiones que se pagan con un precio moral altísimo: la renuncia a la defensa de un pueblo hermano y a la propia dignidad democrática.
Si España abrió la puerta, el Consejo de Seguridad de la ONU terminó renunciando a su papel. La MINURSO, misión creada en 1991 con un mandato claro –organizar un referéndum de autodeterminación–, se ha convertido con los años en una estructura burocrática sin brújula ni horizonte político. Tres décadas después, el referéndum sigue bloqueado. Marruecos, apoyado sistemáticamente por Francia y tolerado por los principales actores internacionales, ha vetado cualquier avance, saboteado todos los intentos de actualización del censo y reducido el mandato de la misión a la nada.
La última resolución del Consejo, con las abstenciones calculadas de Rusia y China, y con Argelia ausente en señal de rechazo, profundiza la sensación de que la comunidad internacional ha dejado de preocuparse por el derecho para centrarse en la estabilidad de un régimen aliado.
El mensaje es demoledor: el derecho de un pueblo puede posponerse indefinidamente si afecta a intereses estratégicos de potencias con asiento en el Consejo. Marruecos, con un régimen autoritario encabezado por Mohamed VI y una élite extremadamente rica y opaca, utiliza el Sahara como una herramienta de cohesión nacionalista y como una carta geopolítica de primer orden.
La comunidad internacional, con su inacción y su complacencia, legitima no solo la ocupación, sino la lógica de que la fuerza y la demografía pueden imponerse sobre la legalidad.
Porque Marruecos no se limita a ocupar: coloniza. Lo hace siguiendo un manual de colonialismo demográfico que ha sido aplicado en otros conflictos. Miles de colonos marroquíes han sido trasladados al territorio desde los años ochenta, incentivados con subsidios, beneficios fiscales y acceso a vivienda. El objetivo es evidente: alterar la composición de la población y desdibujar la presencia saharaui. Se pretende que, llegado el hipotético día del referéndum, la identidad misma del pueblo originario haya sido diluida por una mayoría artificial. A esto se suma la explotación sistemática de recursos naturales –fosfatos, pesca, energía eólica– en abierta violación del derecho internacional, una explotación que alimenta a empresas europeas mientras margina aún más a los saharauis.
Paradójicamente, Marruecos intenta presentarse ante África como un país clave para la estabilidad regional. Pero la realidad es otra: está fuera de la onda panafricanista y anti-neocolonial que recorre el continente. Es una monarquía anacrónica, un aliado fiel de Francia y Estados Unidos en un contexto donde ambas potencias pierden legitimidad en gran parte de África. A esto se suma su normalización de relaciones con Israel, consolidada durante la administración Trump a cambio del reconocimiento estadounidense de su supuesta soberanía sobre el Sahara.
La alianza entre el proyecto colonial israelí en Palestina y la ocupación marroquí del Sahara Occidental revela la dimensión geopolítica del conflicto: dos políticas de ocupación que se avalan mutuamente y se integran en un mismo entramado estratégico liderado por Washington.
Frente a este panorama, el Frente Polisario decidió en 2020 poner fin al alto el fuego tras el ataque marroquí en el paso de Guerguerat. Fue el punto de ruptura tras casi treinta años de negociaciones estériles. La vuelta a las hostilidades no fue un capricho, sino la consecuencia inevitable de un proceso diplomático vaciado de contenido. El Polisario ha recordado a la comunidad internacional, que ningún pueblo está obligado a resignarse a su desaparición. Con todo, la responsabilidad de asumir su responsabilidad, los actores que durante décadas no hicieron nada, se muestran ahora alarmados por la escalada bélica. El cinismo es absoluto: los que bloquearon la solución política, se sorprenden ahora de que las víctimas se nieguen a desaparecer en silencio.
Sin embargo, más allá de los gobiernos, hay una corriente profunda de solidaridad que no se ha interrumpido. En España, especialmente, el vínculo con el pueblo saharaui permanece vivo. Los programas de acogida de niños, las asociaciones de amistad, las caravanas solidarias y el trabajo de miles de activistas muestran que existe una conciencia popular, que no acepta la traición oficial.
En esta conexión humana, hay una verdad que la política institucional quiere esconder: la causa saharaui es justa y su lucha es un espejo en el que España contempla sus propias contradicciones democráticas.
El paralelismo con Palestina es inevitable. En ambos casos, hablamos de pueblos desposeídos, ocupaciones prolongadas, estrategias de colonización demográfica y una comunidad internacional que mira hacia otro lado mientras la legalidad se vulnera.
Defender al pueblo saharaui no es simplemente un gesto de solidaridad; es una posición contra un orden neocolonial que pretende decidir quién tiene derecho a existir como pueblo y quién no. Es también una defensa del derecho internacional entendido no como un instrumento al servicio de los fuertes, sino como un marco de justicia universal.
La salida a este conflicto pasa por una serie de pasos imprescindibles: que España asuma de una vez por todas su responsabilidad legal e histórica como potencia administradora; que se exija la celebración del referéndum comprometido; que la MINURSO recupere su mandato político y deje de ser un cascarón vacío; y que la comunidad internacional deje de premiar la intransigencia de Marruecos.
La paz solo será real si reconoce la soberanía del pueblo saharaui; cualquier solución basada en la imposición está condenada al fracaso. Mientras esa justicia no llegue, la resistencia saharaui seguirá recordándonos que la dignidad no puede comprarse ni aplazarse.
Su lucha –política, diplomática, cultural y, cuando no queda otro camino, también armada– es la afirmación de un principio elemental: ningún pueblo puede ser borrado de la historia sin pelear por existir. Y es en esa suerte de espejo, en el que debemos mirarnos para decidir qué lado de la historia queremos ocupar: el de quienes aceptan la injusticia como norma o el de quienes creemos en la emancipación de todos los pueblos de la Tierra, sin excepción alguna.




