viernes, 26 diciembre 2025

Los mensajes del Rey

Por Julio Casas

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Cada Navidad, el jefe del Estado aparece en nuestros salones con un discurso medido, solemne y aparentemente neutro. Se presenta como una voz serena que llama a la concordia, al respeto institucional y a la convivencia. Sin embargo, para una parte significativa de la sociedad, especialmente desde la izquierda transformadora y republicana, esos mensajes navideños del rey no son inocuos ni meramente simbólicos. Son, en realidad, una pieza más del engranaje ideológico que sostiene un orden social profundamente desigual y una forma de Estado heredada, no elegida y blindada frente a la crítica popular.

El mensaje navideño del rey se construye siempre sobre una idea central: la unidad. Unidad de España, unidad entre generaciones, unidad frente a los problemas. Pero esa palabra, repetida año tras año, funciona como un comodín que evita nombrar los conflictos reales. Porque no hay unidad cuando millones de personas viven con salarios precarios, cuando el acceso a la vivienda es un privilegio y no un derecho, o cuando territorios enteros sienten que su voz política es ignorada o reprimida. Hablar de unidad sin hablar de desigualdad es, como mínimo, una forma elegante de mirar hacia otro lado.

Desde una perspectiva republicana, resulta imposible separar el contenido del mensaje de la figura que lo emite. El rey no es un ciudadano más que opina; es el símbolo de una institución que no ha pasado por las urnas. Su autoridad no nace del voto popular, sino de una herencia directa del franquismo, legitimada durante la Transición sin un debate real sobre el modelo de Estado. Por mucho que se intente presentar la monarquía como un elemento moderno y neutral, su origen y su función siguen estando ligados a la preservación del statu quo.

En los mensajes navideños se habla con frecuencia de esfuerzo, sacrificio y responsabilidad colectiva. Se apela a que “todos” arrimemos el hombro en tiempos difíciles. Sin embargo, rara vez se menciona a los que cargan de verdad con ese esfuerzo. No se habla de las grandes fortunas que eluden impuestos, ni de las empresas que precarizan el empleo, ni de un sistema económico que concentra la riqueza en pocas manos. El “todos” del rey es un “todos” abstracto, que diluye las responsabilidades concretas y convierte las injusticias estructurales en problemas casi naturales.

Otro rasgo habitual de estos discursos es la insistencia en el respeto a la Constitución y a las instituciones. Desde luego, el respeto a las normas democráticas es importante. Pero la izquierda transformadora no puede aceptar que la Constitución se convierta en un texto sagrado, intocable, cuando fue redactada en un contexto de fuertes limitaciones democráticas y cuando contiene elementos claramente desfasados. Defender una Constitución viva implica reconocer que puede y debe cambiarse, incluido el título artículo que consagra la monarquía como único modelo de Estado.

El rey suele presentarse como garante de la democracia. Esta idea, repetida hasta el cansancio, merece ser cuestionada. La democracia no necesita tutores hereditarios; necesita participación popular, control del poder y derechos sociales efectivos. Cuando el monarca se arroga el papel de árbitro o garante, se está reforzando una visión infantilizada de la ciudadanía, como si el pueblo necesitara una figura superior que le marque el camino. Debemos decir que, desde la fundamentación republicana, consideramos la soberanía reside exclusivamente en el pueblo, no en una familia.

Especialmente significativo es el silencio. En los mensajes navideños del rey hay temas que rara vez aparecen: la memoria histórica, las víctimas del franquismo, la impunidad de los crímenes de la dictadura. Este silencio no es casual. La monarquía actual es heredera directa de aquel régimen y cualquier cuestionamiento profundo de ese pasado pone en riesgo su legitimidad.

Por eso se habla de futuro sin cerrar las heridas del pasado, de reconciliación sin verdad ni justicia.

Vinícola de Tomelloso

Cuando se abordan conflictos territoriales, el tono suele ser paternalista. Se llama al diálogo, sí, pero siempre dentro de los límites marcados por el propio Estado. No se reconoce el derecho a decidir, ni se acepta que haya proyectos políticos legítimos que cuestionen la estructura actual. El mensaje es claro: se puede hablar de todo, siempre que no se ponga en cuestión la unidad ni la monarquía. Este marco reduce la democracia a un espacio muy estrecho, donde las decisiones fundamentales ya están tomadas de antemano.

La izquierda transformadora, también señala la desconexión entre el discurso y la realidad material. Mientras el rey habla de empatía y cercanía, la institución monárquica sigue rodeada de privilegios, opacidad y falta de rendición de cuentas. Los escándalos económicos que han salpicado a la Casa Real no han sido abordados con claridad ni con asunción real de responsabilidades políticas. Pedir confianza sin transparencia es una contradicción difícil de sostener.

El lenguaje del mensaje navideño está cuidadosamente elegido para parecer moderado y sensato. Una moderación que es, en sí misma, una postura política. Es la política de la estabilidad entendida como inmovilidad, del consenso entendido como silencio de los de abajo. No se trata de incendiar nada, nos dicen, sino de conservar lo que hay. Para quienes sufren exclusión, precariedad o falta de derechos, ese llamado a la calma suena más a resignación que a esperanza.

En definitiva, los mensajes navideños del rey no son una simple tradición ni un gesto amable de fin de año. Son un acto político en toda regla, cuidadosamente diseñado para legitimar un orden social y constitucional que protege a los de arriba y exige paciencia a los de abajo. Bajo un lenguaje aparentemente conciliador se esconde una defensa firme de la continuidad: continuidad de la monarquía, de los privilegios heredados, de un modelo económico injusto y de una democracia limitada por marcos que no se pueden cuestionar sin ser señalados como peligrosos o irresponsables.

Es por eso que, desde la tradición de la izquierda transformadora republicana, es necesario decirlo con claridad: el problema no es solo el contenido de estos discursos, sino la propia existencia de una jefatura del Estado no elegida. No hay mensaje que pueda ser verdaderamente democrático cuando quien lo pronuncia no responde ante la ciudadanía. No hay llamamiento a la igualdad creíble cuando se hace desde una institución basada en la herencia. Y no hay apelación honesta al esfuerzo colectivo cuando quien habla nunca ha tenido que rendir cuentas ni someterse al veredicto de la soberanía popular.

La monarquía no es un simple adorno del sistema, es una pieza clave de su blindaje. Sirve para cerrar debates, para marcar límites infranqueables y para recordar, año tras año, que hay cuestiones que no se votan. Frente a los problemas reales de la mayoría social —precariedad, vivienda inaccesible, deterioro de los servicios públicos, crisis territorial y ecológica—, el mensaje del rey ofrece palabras suaves y soluciones abstractas, pero nunca cambios estructurales. Es una retórica que calma conciencias, no que transforma realidades.

Por eso, la crítica no basta si no va acompañada de una propuesta clara. Y esa propuesta pasa por abrir un proceso democrático real que permita decidirlo todo, también la forma del Estado. Una república no como fetiche, sino como proyecto de igualdad política, de soberanía popular y de control efectivo del poder. Una república donde nadie esté por encima de la ley, donde las instituciones se deban al pueblo y no a la historia, y donde la democracia no sea un decorado, sino una práctica cotidiana.

Seguir escuchando cada Navidad al rey hablar en nombre de todos y todas, sin haber sido elegido por nadie, es aceptar como normal una anomalía democrática. Romper con esa normalidad no es radicalismo; es sentido común democrático. Y quizá el mejor mensaje para el futuro no sea uno pronunciado desde un palacio, sino el que construya una ciudadanía consciente, organizada y dispuesta a decidir su destino sin tutelas, sin herencias y sin silencios impuestos.

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