sábado, 8 noviembre 2025

El bufón imperial y su justicia poética

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El mundo vuelve a sacudirse con las salidas de tono del bufón narcisista de pelo anaranjada, que hoy ocupa la Casa Blanca. Donald Trump, presidente de los Estados Unidos y eterno frustrado del Premio Nobel de la Paz —distinción que considera un derecho natural—, ha vuelto a cargar contra uno de sus peones europeos: España. En una de esas declaraciones que oscilan entre la ofensa y el espectáculo, ha sugerido que “quizá deberíais expulsar a España de la OTAN” por no alcanzar el 5 % del gasto en defensa. Cinco por ciento, nada menos. Ya no basta con duplicar los presupuestos militares: ahora se exige vaciar las arcas públicas, desmantelar la sanidad y la educación para comprar más misiles “patrióticos”, drones, fragatas y bombas inteligentes destinadas —como siempre— a “defender la libertad”.

Lo más grotesco del asunto, si cabe encontrar humor en esta tragicomedia mundial, es imaginar a este personaje, que no deja de lamentar no haber ganado el Nobel de la Paz, indignado porque un pequeño país del sur de Europa no se arrodilla con suficiente fervor ante sus dictados bélicos. Trump, que confunde la diplomacia con la compraventa y las alianzas con contratos de armamento, ha tenido la ocurrencia de convertir a España en su nuevo enemigo imaginario. Y lo hace precisamente con el país que más se ha esforzado por demostrar obediencia a esa misma OTAN de la que ahora quiere echarnos.

Porque si algo define a la España contemporánea es la docilidad con que sus élites acatan las órdenes del imperio. Desde el final del franquismo, la clase dirigente ha mostrado una fidelidad casi religiosa hacia Washington. Y sin embargo, tras medio siglo de servidumbre, nos amenazan con la expulsión. Hay ironías que ni Quevedo habría concebido.

Conviene recordar cuánto trabajó la inteligencia norteamericana para moldear una España atlantista. Como documentó Alfredo Grimaldos, la CIA, con la ayuda de la socialdemocracia alemana de Willy Brandt y la Internacional Socialista, refundó el PSOE en Suresnes en 1974. Aquel congreso, presentado como una renovación democrática, fue en realidad una operación de ingeniería política destinada a neutralizar a la izquierda comunista y asegurar una “transición” dócil que culminara, cómo no, en el abrazo militar con el Pentágono. Felipe González surgió de aquella maniobra como el dirigente ideal: moderno, maleable y de buenos modales. Así se fabricó una izquierda domesticada, progresista en el gesto, neoliberal en la práctica y completamente sumisa en política exterior.

Pero incluso con el guion bien escrito, el pueblo no se rindió tan fácilmente. Tras cuarenta años de dictadura, aún persistía cierta conciencia crítica. En 1981, cuando Adolfo Suárez se resistía a formalizar la entrada en la OTAN, las tensiones alcanzaron un punto de ruptura que desembocó en el golpe del 23-F.

Como ha señalado Pilar Urbano, la negativa de Suárez a someter la soberanía española al mando norteamericano fue uno de los motivos de su caída. Un año después del golpe, España ingresaba oficialmente en la OTAN. Pura casualidad, por supuesto.

Todo el relato de la Transición, tan celebrado por sus cronistas, fue una operación geopolítica impecable: había que renovar las formas sin alterar el fondo. Se mantuvo la monarquía, se perdonó a los verdugos, se sacralizó el mercado y se amarró la política exterior al dictado de Washington. Los símbolos del viejo régimen se ocultaron, pero el nuevo catecismo atlántico se impuso: democracia vigilada, libertad bajo tutela. Décadas después, seguimos enviando tropas a guerras ajenas, comprando cazas innecesarios y firmando acuerdos que hipotecan nuestra soberanía, mientras los servicios públicos se deterioran.

Ahora, el propio Trump —jefe de un país donde las fábricas de armas dictan la política mundial— nos dice que no servimos para su club de mercenarios. Que gastamos poco. Que tal vez habría que echarnos. Y no puedo evitar sonreír. Porque si, después de todo el trabajo de la CIA, la socialdemocracia europea, el Rey —sobre todo el emérito— y el PSOE para llevarnos hasta este altar de obediencia, el sacerdote naranja nos considera indignos, entonces asistimos al más brillante acto de justicia poética de nuestro tiempo.

Si se recuerdan los años ochenta, cuando miles de hombres y mujeres llenaron las plazas gritando “OTAN NO, BASES FUERA”. Fueron insultados, vigilados y ridiculizados por advertir que aquello no traería ni paz ni independencia, sino subordinación y gasto militar.

Cuatro décadas después, el tiempo nos da la razón. La OTAN no es una alianza de democracias, sino la correa de transmisión del complejo militar-industrial estadounidense. Y España, lamentablemente, ha sido uno de sus discípulos más obedientes.

Por eso, cuando escuché a Trump decir que tal vez deberían echarnos, sentí una mezcla de incredulidad y alivio. Tal vez, sin proponérselo, el bufón imperial, —ese que sueña con el Nobel de la Paz—, termine haciendo el mayor servicio a este país en medio siglo.

Si logra que España salga de la OTAN, habría que premiarlo. No con el Nobel ni con el Pulitzer, sino con un Goya al mejor actor, un Cervantes por su talento para el absurdo y, si me apuran, con una ovación en la Maestranza de Sevilla. Sería, al fin, su primer acto verdaderamente útil y pacífico. Y habría que reconocérselo: por una vez, el bufón imperial habría hecho reír al mundo… y también, un poco, liberarlo.

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