(…) porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.
García Márquez, Cien años de soledad).
Como un inmenso Macondo, el pueblo español gira desde hace décadas en el mismo carrusel de desencantos, seducido por promesas de un porvenir propio que nunca llega. La historia nacional parece escrita con tinta invisible por manos extranjeras: los ciudadanos votan, se movilizan, discuten, pero el guion permanece inalterable.
Cada elección reescribe las formas, nunca el fondo. España, atrapada en un bucle de espejismos, vive una suerte de realismo mágico neoliberal: nada cambia, aunque todo parezca transformarse.
PP y PSOE son nuestros Aurelianos y José Arcadios: dos ramas de una misma estirpe condenada a reproducirse en el poder. Se alternan en la gestión del Estado, heredan siglas y cargos como herencias familiares y, aunque se presenten como enemigos irreconciliables, comparten la misma devoción por un designio mayor. Ambos sirven a un poder superior: la Unión Europea, con sus cadenas fiscales, y la OTAN, con sus guerras ajenas. Esas dos estructuras, que no elegimos, dictan desde sus pergaminos —tratados, pactos de estabilidad, planes de ajuste, créditos de guerra— el destino de los pueblos que aún se atreven a creer en su soberanía.
La tragedia del bipartidismo español es la misma que la de los Buendía: la repetición interminable del error. En el imaginario popular, los de la franja roja se perciben como más sensibles, dialogantes y modernos; los azules, en cambio, encarnan la crudeza del viejo conservadurismo y se enorgullecen de su rancio autoritarismo.
Pero la diferencia es puramente estética, casi folclórica. En el fondo, ambos defienden un mismo modelo de país: un capitalismo periférico, dependiente, cimentado sobre la precariedad laboral, el turismo masivo y la especulación inmobiliaria.
Ayer mismo, los intérpretes rojizos de esta comedia buscaron su dosis de aplauso en dos escenarios de máxima visibilidad: las manifestaciones andaluzas por la crisis sanitaria y las concentraciones valencianas por el aniversario de la DANA. En ambas lograron reforzar su imagen de defensores del Estado del bienestar, alimentando el mito del “progresismo de gestión”. Pero tras los discursos quedan los cuerpos: los centenares de muertos y los miles de personas abandonadas en cada catástrofe, los pacientes que descubren que su salud se negocia en los despachos, los jubilados empujados a la pobreza y los jóvenes condenados al exilio laboral. Lo que se vende como compromiso social no es más que marketing político: un teatro de emociones que oculta la continuidad de las políticas neoliberales.
Las dos patas de este tándem comparten una alineación esencial: ambas han hipotecado la soberanía nacional ante las exigencias macroeconómicas de la Unión Europea y la estrategia geopolítica de la OTAN.
Los gobiernos cambian, pero las órdenes de Bruselas se cumplen con puntualidad religiosa. Las cifras del déficit son el nuevo catecismo; los intereses de la deuda, la liturgia cotidiana de un Estado arrodillado. Y mientras los ministerios celebran condecoraciones y campañas de imagen, las clases trabajadoras sostienen, con su esfuerzo y su resignación, los pilares de una economía que no les pertenece.
La corrupción, más abultada y grotesca en la derecha, pero presente en toda la estructura institucional, no es un accidente del sistema, sino su expresión natural. Se castigan los sobres y los comisionistas, pero nunca se cuestiona la corrupción estructural que legitima la desigualdad, privatiza los servicios públicos y subordina el interés general al beneficio privado. Esa corrupción invisible —el saqueo cotidiano de la riqueza común— es el verdadero delito que ambos partidos comparten y silencian.
¿Cómo se sostiene semejante farsa? Como en Macondo, donde la peste del insomnio hacía que la gente olvidara el nombre y la función de las cosas, nuestra realidad está envuelta por la niebla ideológica que borra la memoria colectiva.
La prensa, convertida en portavoz del capital, se encarga de administrar el olvido. Son los nuevos alquimistas del relato: transforman la injusticia en gestión, la guerra en solidaridad y la obediencia en responsabilidad de Estado. Así, quienes aplaudieron a Zelenski en el Congreso, firmaron los créditos de guerra o comerciaron con los ejecutores de un genocidio, pueden presentarse como guardianes de la moral democrática. Y los pocos que señalan el engaño son tachados de populistas, de extremistas o incluso de reaccionarios.
El truco del realismo mágico neoliberal radica en la capacidad del PSOE para reinventarse como si fuera otro sin dejar de ser el mismo. Bajo el mando de Pedro Sánchez, el partido ha perfeccionado la narrativa del “protector del bienestar”, proyectando una imagen de competencia técnica y sensibilidad social que, sin modificar las estructuras de fondo, logra desactivar la protesta. Su mayor éxito no ha sido transformar nada, sino convencer a la gente de que algo cambia. Es un ilusionismo político: mientras las reformas progresistas se anuncian a bombo y platillo, las decisiones reales se negocian en despachos donde no entra el pueblo.
Aún así, la profecía ya está escrita: ningún gobierno nacido de este sistema se atreverá a desafiar los mandatos de sus amos externos ni a cuestionar los fundamentos del capitalismo que lo sostiene. La soledad que padecemos no es la de un pueblo aislado, sino la de una democracia sin soberanía, condenada a repetir el ciclo de promesas y traiciones que alimenta el bipartidismo y últimamente a la extrema derecha, que surge como fisura imperceptible de ese mismo neoliberalismo bipartidista.
Frente a ese destino circular, sólo el resurgir de esa otra izquierda —una izquierda marxista, consciente de clase, organizada desde abajo y libre de los complejos del reformismo— podrá romper el hechizo. No se trata de una izquierda que aspire a administrar mejor el capitalismo, sino de una que se atreva a combatirlo; que devuelva la política a los centros de trabajo, a los barrios, a las fábricas y a las calles. Una izquierda que entienda que la emancipación no se vota cada cuatro años, sino que se construye colectivamente cada día, en cada huelga, en cada asamblea, en cada acto de solidaridad.
Una izquierda, que deberá romper con la sumisión a la Unión Europea, denunciar la farsa democrática que impone la OTAN, al tiempo que, recuperar la independencia política frente al capital financiero y mediático. Tendrá que rescatar la palabra “socialismo” de la caricatura en la que la han convertido los socialdemócratas, devolverle su contenido revolucionario y construir poder popular más allá de las instituciones.
Porque la historia aún no ha terminado. En este Macondo ibérico, aún puede nacer un último Aureliano que, en lugar de resignarse a leer los pergaminos del poder, los queme. Y en ese fuego —el de la conciencia de clase, la organización obrera y la esperanza colectiva— puede renacer el pueblo soberano, dispuesto a escribir, por fin, su segunda oportunidad sobre la tierra.



