martes, 4 noviembre 2025

La traición a lo concreto

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Asistimos a un terremoto político que sacude los cimientos de toda Europa y que en España adquiere una dimensión especialmente reveladora. El auge de la extrema derecha no es un fenómeno espontáneo ni el resultado de una conspiración abstracta: es el fruto maduro de una larga degeneración política, económica y moral. Mientras la derecha clásica, con el Partido Popular como mascarón de proa, ha consolidado su papel como garante de los intereses del gran capital, la izquierda institucional —aquella que se dice heredera de la tradición obrera y socialista— ha renunciado a su tarea histórica. Ha traicionado lo concreto: la vida material de millones de personas.

En su lugar, ha abrazado una estética progresista desvinculada de las necesidades reales de las clases populares, un progresismo de laboratorio, cómodo para las élites, inservible para el pueblo trabajador.

La izquierda socialdemócrata, domesticada por décadas de gobernanza neoliberal, dejó de ser una fuerza de transformación para convertirse en una pieza más del engranaje de la globalización capitalista. En España, el PSOE representa este fenómeno con claridad meridiana. Su historia reciente es la de un partido que asumió como propio el discurso de los mercados, la disciplina fiscal impuesta por Bruselas y la subordinación geoestratégica a la OTAN.

Gobernando o en la oposición, su horizonte se ha reducido a gestionar el capitalismo con rostro amable, mientras las condiciones de vida de la mayoría se deterioran sin freno. Su contribución a la desmovilización popular ha sido inmensa: al prometer reformas que nunca llegan, al diluir toda alternativa en un lenguaje vacío, ha inoculado el escepticismo y la apatía en quienes antes creían posible el cambio.

En paralelo, el espacio a su izquierda, lejos de construir una alternativa coherente, se ha fracturado hasta el absurdo. Las siglas se multiplican, los proyectos se personalizan, las disputas internas ocupan más energía que la tarea esencial: organizar al pueblo trabajador. El espejismo de Podemos como ruptura del régimen del 78 se disipó con rapidez, atrapado entre el electoralismo, la presión mediática y la falta de anclaje en la realidad material del país. Donde debía levantarse un movimiento popular con vocación de poder, se instaló la lógica de los platós y las encuestas.

Mientras tanto, los barrios obreros, los pequeños municipios, los sectores precarizados y la juventud sin futuro se quedaron sin referente. Esa orfandad política ha sido ocupada por la reacción.

Vinícola de Tomelloso

El crecimiento de Vox no es una anomalía: es la consecuencia natural de la descomposición del proyecto socialdemócrata y de la impotencia de las fuerzas que se dicen de izquierda para ofrecer una salida real al malestar. Vox se alimenta de la frustración de amplias capas populares que perciben —con razón— que nada cambia gobierne quien gobierne. Su discurso, brutal y simplista, encuentra eco allí donde la izquierda ha desaparecido. Y el Partido Popular, bajo una apariencia moderada, actúa como el hermano mayor de esa extrema derecha, integrando su agenda cultural y económica con el mismo objetivo de clase: mantener el dominio de las élites económicas, desactivar toda organización popular y perpetuar un modelo de país subordinado, desigual y dependiente.

La raíz del problema no es moral ni cultural: es material. La vivienda se ha convertido en un lujo inalcanzable; los salarios no cubren el coste de la vida; la sanidad pública se degrada a pasos agigantados; la educación deja de ser una herramienta de emancipación para convertirse en un negocio.

Ante ello, la izquierda institucional ofrece declaraciones, diagnósticos y promesas, pero no respuestas. Ha sustituido la política por la gestión, la ideología por la comunicación, la lucha de clases por la política identitaria. Y así, ha abandonado el terreno donde se decide todo: el de la reproducción material de la vida. Mientras millones de jóvenes asumen que jamás podrán tener una vivienda o un empleo estable, los gobiernos progresistas hablan de “resiliencia”, “transición verde” y “digitalización”, conceptos que sirven para maquillar la continuidad de un modelo que solo beneficia a las grandes corporaciones.

El neoliberalismo ha sido tan eficaz que ha conseguido colonizar el lenguaje de sus opositores. Hoy, buena parte de la izquierda reproduce sin pensar las lógicas del capital: externalización, competitividad, meritocracia, crecimiento ilimitado. No se cuestiona el sistema, solo se busca hacerlo más amable.

Lokinn

Pero no hay capitalismo “amable” posible. Mientras las rentas del trabajo se hunden, las grandes fortunas multiplican sus beneficios. Mientras los agricultores y ganaderos se arruinan por las normativas impuestas desde Bruselas al servicio del “capitalismo verde”, los fondos de inversión se apropian de la tierra, del agua y de la energía. La llamada “transición ecológica” es, en realidad, una nueva fase de acumulación capitalista disfrazada de sostenibilidad.

En este contexto, la izquierda transformadora debe levantar la bandera de la concreción. Significa recuperar la centralidad del trabajo frente al capital, del pueblo frente a las élites, de la soberanía frente a la subordinación. No se trata de un romanticismo obrerista, sino de comprender que sin base material no hay libertad posible.

Las soluciones no vendrán de los think tanks ni de los despachos de Bruselas, sino de la reconstrucción del poder popular desde abajo: sindicatos combativos, cooperativas, movimientos vecinales, organizaciones de campesinos, asociaciones feministas que no hablen solo en nombre de las minorías urbanas, sino de las mujeres trabajadoras que sostienen la vida cotidiana.

La izquierda transformadora ha de romper su dependencia respecto a la institucionalidad burguesa. No puede seguir confiando en que las reformas parciales dentro del marco neoliberal vayan a producir cambios estructurales. La experiencia demuestra que el Estado, tal como está configurado, actúa como garante de los intereses del capital y no como mediador neutral. La tarea no es gestionar mejor el capitalismo, sino erosionar sus cimientos: recuperar la soberanía económica, controlar los sectores estratégicos, reindustrializar el país con planificación pública, garantizar vivienda y energía como derechos, no como mercancías. Esa es la concreción que la socialdemocracia ha traicionado.

A nivel internacional, el sometimiento de Europa a la lógica militar de la OTAN, ha supuesto la renuncia definitiva a cualquier política autónoma. España, como tantos otros países europeos, se ha convertido en peón de los intereses estadounidenses, participando en un juego geopolítico que nos empobrece y nos arrastra hacia una confrontación sin sentido. El giro belicista de la izquierda gobernante —alineada con el complejo militar-industrial— marca el punto más bajo de su degradación. En lugar de promover la paz y la cooperación entre pueblos, se asume sin crítica el relato de los bloques, el de un Occidente “libre” frente a un “enemigo autoritario”. Pero la guerra, además de destruir vidas, destruye economías, derechos y soberanías. El caso de Robert Fico en Eslovaquia es revelador: por defender una posición de paz, ha sido demonizado por las élites mediáticas europeas. La nueva religión atlantista no tolera disidencias.

En España, tanto el PP como Vox representan la expresión nacional de esa deriva autoritaria del capitalismo en crisis. El primero se viste con el traje de la responsabilidad institucional, pero gobierna al dictado de los mismos intereses que dictaron las reformas laborales y los recortes en servicios públicos. El segundo actúa como catalizador emocional del malestar, canalizando la rabia de los de abajo contra los más vulnerables: inmigrantes, mujeres, trabajadores públicos, mientras oculta su programa económico profundamente antisocial. Ambos partidos, más allá de sus formas, convergen en un mismo proyecto: desmantelar lo que queda del Estado social, consolidar la impunidad del poder económico y blindar el régimen del 78 frente a cualquier impulso democratizador.

Frente a esa alianza reaccionaria entre la derecha política y la izquierda domesticada, urge una reconstrucción de la izquierda transformadora sobre bases nuevas. No basta con invocar al pueblo: hay que organizarlo. No basta con criticar al capitalismo: hay que proponer alternativas tangibles. Recuperar la planificación económica como herramienta democrática; nacionalizar sectores estratégicos como la energía, la banca y las telecomunicaciones; garantizar una renta básica que libere a las personas de la precariedad; crear una fiscalidad progresiva que financie los servicios públicos; impulsar la soberanía alimentaria y energética como condición de independencia nacional. Son medidas concretas, posibles, si existe voluntad política y poder popular suficiente para sostenerlas.

Esa izquierda transformadora debe recuperar también el lenguaje. No el de las consignas vacías, sino el de la claridad material: hablar del precio de la vivienda, de la factura de la luz, del horario de los trenes, de los contratos temporales, de los pueblos vaciados. El lenguaje de la vida cotidiana es el terreno donde se gana o se pierde la hegemonía. Mientras el progresismo oficial habla en clave tecnocrática o moralista, la extrema derecha se apropia del sentido común de la gente.

La tarea de la izquierda no es despreciar ese sentido común, sino transformarlo, dotarlo de conciencia y horizonte.

El futuro dependerá de si somos capaces de construir ese nuevo sujeto político del trabajo, que no dependa de las élites ni de los vaivenes electorales, que sepa unir a los de abajo más allá de las diferencias culturales o territoriales. La soberanía popular no es un lema: es el poder efectivo de decidir sobre lo que producimos, consumimos y distribuimos.

Europa, si quiere sobrevivir como espacio de civilización social, deberá romper con la lógica neoliberal y belicista que la está hundiendo. España, si quiere ser libre y justa, deberá volver a hablar en nombre de su clase trabajadora, no de los consejos de administración ni de los lobbies de Bruselas.

La traición a lo concreto ha sido la traición al pueblo. Recuperar lo concreto —la vida, el trabajo, la dignidad— es la condición primera de cualquier proyecto emancipador. Nada está perdido mientras haya quien se niegue a aceptar la miseria como destino y el sometimiento como normalidad. La historia, siempre, ofrece segundas oportunidades a los pueblos que deciden luchar por ellas.

En este contexto, Izquierda Unida y el Partido Comunista de España -liberados de las atadura de Sumar y de las fiebre tifoideas de Podemos-, se revelarían como el sujeto idóneo para organizar esas luchas de segunda oportunidad.

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