Europa atraviesa una crisis de identidad que desborda lo coyuntural: ha dejado de reconocerse a sí misma. El continente que durante siglos moldeó el mundo mediante la conquista, el saqueo y la violencia colonial hoy se mira en un espejo que ya no le devuelve la imagen de su pretendida grandeza, sino el reflejo de su decadencia. Lo que fue el centro de los imperios se ha convertido en un espacio subordinado dentro del orden mundial. Su antigua supremacía política, económica y cultural se deshace lentamente bajo el peso de la dependencia estratégica respecto al hegemón estadounidense y de una estructura institucional construida para blindar los intereses del capital financiero en detrimento de los derechos sociales. Europa ya no dirige el curso del mundo: apenas administra su sometimiento.
Todo proceso de pérdida atraviesa etapas: negación, ira, negociación, depresión y, finalmente, aceptación. Pero Europa parece haber quedado anclada en la primera, en un estado de negación permanente de su propia decadencia. Esa negación adopta múltiples formas —económicas, sociales, culturales y geopolíticas— que conforman un relato que la clase dirigente intenta sostener para evitar lo inevitable: la ruptura con el mito de su centralidad histórica.
Europa se aferra al espejismo del Estado del bienestar como si aquel pacto social siguiera vigente. Sin embargo, el bienestar que se idealiza fue producto de una correlación de fuerzas irrepetible: la existencia del bloque socialista como alternativa real, el miedo burgués a la revolución y la fuerza organizada del movimiento obrero que impuso límites al capital. No fue una dádiva ilustrada ni un gesto humanista: fue una conquista bajo amenaza.
Ese pacto implicó un intercambio implícito: desmovilización a cambio de derechos. Pero incluso entonces, ese modelo descansó sobre el expolio del Sur Global. Las riquezas que sustentaron el bienestar europeo provenían, directa o indirectamente, de la extracción de recursos, la explotación laboral y las estructuras neocoloniales que mantenían dependiente a gran parte del planeta.
Cuando cayó la URSS y se disipó la amenaza socialista, el pacto se rompió. Desde los años ochenta, las burguesías europeas se alinearon sin reservas con el Consenso de Washington, adoptando políticas de desregulación, privatización y austeridad. Los tratados de Maastricht y Lisboa institucionalizaron la hegemonía del capital financiero, mientras la política económica se subordinó a los intereses de las grandes corporaciones y de los bancos.
Las consecuencias están a la vista: según datos oficiales de la Comisión Europea, en 2024 más de 93 millones de personas en la Unión —el 21 % de su población— estaban en riesgo de pobreza o exclusión social. Es decir, uno de cada cinco europeos vive hoy en la precariedad dentro del continente que aún presume de su “modelo social”.
La privatización de los servicios públicos se ha convertido en norma. En el caso español, Andalucía es un ejemplo elocuente: más de 300.000 mamografías derivadas a clínicas privadas bajo el argumento de la falta de medios públicos, mientras los errores en los protocolos de cribado han costado vidas. Así se materializa la falacia neoliberal: convertir la salud, la educación o la vivienda en mercancías y, después, llamar “eficiencia” al despojo. La Europa social ha sido devorada por la Europa de los fondos de inversión.
Europa también niega su nueva composición social. Insiste en imaginarse blanca, homogénea, cristiana y de clase media. Pero esa imagen pertenece al pasado —si alguna vez fue real—. Las migraciones forzadas por guerras, hambre y desposesión, muchas de ellas provocadas por el propio Norte Global, han transformado la realidad social europea.
La clase trabajadora contemporánea está formada por múltiples rostros, lenguas y experiencias, un mosaico donde conviven trabajadores migrantes sin derechos, falsos autónomos, repartidores digitalizados, camareras de piso, ingenieros precarizados y obreros industriales bajo convenios degradados.
Sin embargo, la política europea sigue construyendo su identidad sobre el rechazo a esa diversidad. La extrema derecha instrumentaliza el racismo y la xenofobia para dividir al proletariado, presentando al migrante como culpable de la crisis social. Y una parte de la izquierda liberal, atrapada en la retórica moral, responde con discursos humanitarios que eluden el núcleo material del problema: los migrantes no son víctimas ajenas, sino parte constitutiva de la clase trabajadora europea.
Son quienes sostienen la agricultura, la hostelería, la logística, el cuidado y la producción industrial; sin ellos, el continente se paralizaría. Negar su papel es negar la posibilidad misma de reconstruir una conciencia de clase. Solo reconociendo esa pluralidad como fuerza propia podrá emerger un horizonte emancipador común.
La unidad de clase no nacerá de la nostalgia por un obrero europeo imaginario, sino del reconocimiento mutuo entre quienes hoy sostienen la vida en condiciones de explotación globalizada.
Tras la Segunda Guerra Mundial, Europa selló su destino: renunció a su soberanía en nombre de la reconstrucción y del miedo al socialismo. Washington ofreció dinero y protección militar, y las élites europeas aceptaron el precio. Así nació la dependencia estructural que hoy se expresa en tres planos: la OTAN como garante militar, la Unión Europea como instrumento económico y la subordinación financiera al capital estadounidense.
La financiarización ha vaciado la capacidad de decisión política. Fondos de inversión como BlackRock o Vanguard influyen de manera directa en las políticas energéticas, de vivienda y de pensiones en países como Alemania, Francia o España. Estos actores no elegidos gobiernan desde la sombra, controlando sectores estratégicos mientras las instituciones europeas actúan como administradores obedientes.
Europa ya no define el sentido de su crecimiento ni el destino de su riqueza: se ha convertido en un protectorado económico del capital global con bandera estadounidense. A nivel militar, la subordinación es aún más obscena.
La Unión Europea ha aceptado convertirse en brazo logístico y financiero del complejo militar-industrial estadounidense. Bajo el pretexto de la guerra en Ucrania, se impulsa un keynesianismo de guerra que legitima el gasto armamentístico como motor de crecimiento. La rusofobia actúa como cemento ideológico, justificando una escalada que solo beneficia a las corporaciones de defensa y a los especuladores energéticos.
Europa persiste en imaginarse como potencia civilizatoria, aunque su poder real se haya reducido a una sombra. Mantiene el gesto arrogante del colonizador incluso cuando sus colonias ya no lo reconocen. Francia, en el Sahel, ha visto derrumbarse su dominación neocolonial; su reacción ha sido culpar al “antimperialismo ruso” en lugar de asumir la resistencia popular africana.
En América Latina, los capitales europeos siguen explotando recursos bajo las mismas lógicas extractivistas de siempre, disfrazadas de “cooperación” o “inversión sostenible”. Pero la hipocresía alcanza su punto máximo en el silencio cómplice ante la agresión estadounidense contra Venezuela y el conjunto de América Latina.
Mientras Washington amenaza militarmente en el Caribe, Bruselas calla, demostrando que su política exterior no responde a los pueblos europeos, sino a la estrategia global de su amo. Dentro de sus fronteras, Europa reproduce su colonialismo en clave interna: los países del Este funcionan como periferia económica, fuente de mano de obra barata y territorio de experimentación para políticas ultraliberales.
A cambio, se les permite ejercer de vanguardia ideológica del anticomunismo y del nacionalismo reaccionario, útiles para sostener la narrativa occidental frente a Rusia y para reforzar el miedo como herramienta de cohesión.
Quizá el gesto más trágico de Europa sea negar que otra Europa es posible. Se presenta como faro moral, modelo de democracia y bastión de los derechos humanos, mientras en sus fronteras se ahogan migrantes y se levantan muros de alambre.
Las instituciones legislan para garantizar la evasión fiscal y la acumulación obscena de riqueza, pero criminalizan la protesta social o el sindicalismo combativo. El continente que se reivindica “civilizado” expulsa a quienes huyen de guerras que él mismo financia, y participa activamente en el genocidio del pueblo palestino mediante la complicidad y el silencio.
Aceptar la realidad implicaría una ruptura política y cultural con las élites que han secuestrado el proyecto europeo. No son los pueblos quienes deciden, sino los capitales. Ellos dictan la austeridad, definen los tratados, fijan los precios de la energía y diseñan la arquitectura institucional que impide cualquier transformación real.
La “democracia europea” es, en esencia, una administración tecnocrática de la desigualdad. Sin embargo, bajo la superficie aún late otra Europa: la de los pueblos que resisten.
Quienes se niegan a ser cómplices del genocidio en Gaza, quienes exigen justicia climática y soberanía popular, quienes entienden que el futuro no está en el rearme ni en la obediencia, sino en la reconstrucción de una comunidad política desde abajo. Esa Europa insurgente —plural, mestiza, obrera y consciente de su historia— es la única que puede ofrecer una salida digna.
Europa solo podrá renacer cuando rompa con quienes la niegan; cuando deje de servir al capital y recupere su poder desde los pueblos. No hay esperanza en la nostalgia, sino en la ruptura.
Y esa ruptura comienza cuando el espejo, por fin, se hace añicos y lo que queda frente a él —el pueblo europeo en su diversidad y su lucha— decide mirarse de nuevo, no para lamentar su pasado, sino para construir un futuro de emancipación.



