lunes, 29 diciembre 2025

El umbral de la pobreza: ¿Realidad o manipulación estadística?

Por Julio Casas

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Un debate recurrente entre la ciudadanía es la veracidad de la estadística oficial; no se trata de una desconfianza abstracta, sino de una sospecha que nace de la experiencia cotidiana. El caso del IPC es paradigmático: mientras los datos oficiales hablan de contención o moderación de precios, muchas personas comprueban cada día que llenar la cesta de la compra resulta cada vez más caro. Esa distancia entre números y realidad material abre una pregunta más amplia: hasta qué punto las estadísticas reflejan la vida concreta de la mayoría social o, por el contrario, la reinterpretan en función de intereses políticos y económicos.

El artículo de la economista Utsa Patnaik, en el que cuestiona las cifras del Banco Mundial —BM, en adelante— sobre la reducción de la pobreza extrema, permite abordar esta cuestión con mayor profundidad. Año tras año, el BM presenta informes que celebran un supuesto éxito histórico: la pobreza extrema estaría desapareciendo del planeta. Sin embargo, el análisis detallado de su metodología muestra que no estamos ante una simple discusión técnica, sino ante una forma concreta de construir una narrativa sobre el funcionamiento del capitalismo contemporáneo.

Más allá de otras estadísticas internacionales, como las elaboradas por la FAO en materia de subalimentación, malnutrición infantil o inseguridad alimentaria, conviene centrar la atención en tres aspectos fundamentales: cómo se define y se calcula el umbral de la pobreza; cómo esa definición se convierte en verdad oficial y consenso académico; y qué función cumple todo este entramado estadístico en la legitimación del orden económico vigente.

El cálculo del umbral de la pobreza extrema parte, según explica Patnaik, de una cesta de consumo fijada en un año base. Esa cesta recoge una serie de bienes considerados mínimos para la supervivencia y se valora en moneda local. El importe resultante se convierte después en dólares internacionales mediante la paridad del poder adquisitivo, una herramienta que pretende igualar el poder de compra entre países y que se presenta como más “realista” que el tipo de cambio de mercado. A continuación, se lleva a cabo un promedio entre países y se establece un umbral mundial de pobreza extrema; el vigente, con base en 2021, se sitúa en 3 dólares diarios por persona.

El proceso no termina ahí. Ese umbral mundial se reconvierte posteriormente a moneda nacional, dando lugar al umbral de pobreza extrema de cada país. De este modo, se obtiene una cifra aparentemente objetiva, comparable y científicamente sólida, que permite afirmar cuántas personas viven por debajo de ese nivel. El problema es que esta apariencia de neutralidad técnica oculta una serie de supuestos discutibles que rara vez se ponen en cuestión en el debate público.

El primer gran problema es que la cesta de consumo base se define una sola vez y queda prácticamente congelada en el tiempo. En el caso de la India, que Patnaik analiza con detalle, dicha cesta data de 1973. Esto implica asumir que las necesidades básicas de una persona extremadamente pobre son las mismas hoy que hace medio siglo; como si no hubieran cambiado los precios relativos, los hábitos alimentarios, las condiciones de vivienda o el acceso a servicios esenciales. La pobreza queda así anclada a una fotografía histórica que no se actualiza en términos reales.

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El segundo problema es aún más profundo y tiene que ver con el proceso de actualización monetaria. El valor de la cesta se ajusta mediante índices de precios nacionales; después se convierte a dólares internacionales; más tarde se promedia a escala mundial; y finalmente se reconvierte a moneda local utilizando índices generales de precios. Cada uno de estos pasos introduce distorsiones, de modo que el importe final acaba teniendo una relación cada vez más débil con la cesta de consumo original. En la práctica, el umbral monetario se aleja progresivamente del consumo real necesario para sobrevivir.

Los datos de la India ilustran con claridad este mecanismo. En 1973, 49 rupias mensuales permitían una ingesta de 2.200 calorías diarias y situaban la pobreza extrema en torno al 56 % de la población. En 2011, el umbral se elevó a 816 rupias mensuales, pero la ingesta asociada descendió a 1.775 calorías, mientras la pobreza extrema se reducía al 26 %. En 2022, el umbral se fijó en 1.860 rupias mensuales y la pobreza extrema cayó hasta el 5 %. Sin embargo, según Patnaik, con esa cantidad apenas se podrían adquirir unos pocos litros de agua embotellada barata, sin posibilidad real de cubrir el resto de necesidades básicas, desde la alimentación hasta la vivienda o la energía.

Esta dinámica revela una paradoja central: el umbral monetario aumenta, pero el consumo real asociado disminuye. Bajo la apariencia de una mayor exigencia económica, se produce en realidad una flexibilización extrema de lo que significa ser pobre. Cada vez se necesita menos consumo efectivo para dejar de ser contado como pobre, y eso permite presentar una reducción estadística de la pobreza sin que las condiciones materiales de vida mejoren.

Podría pensarse que todo esto es simplemente un error metodológico o una limitación técnica. Sin embargo, el problema se agrava cuando se observa la complicidad activa de los gobiernos en este modo de registrar la realidad. Las principales potencias económicas —Estados Unidos, la Unión Europea, China, Rusia o la propia India— participan en los organismos internacionales y aceptan sin grandes objeciones estas cifras. No es casualidad: existe una clara comunidad de intereses en ofrecer a la ciudadanía un relato optimista sobre la evolución social.

Resulta políticamente rentable que una institución presentada como independiente, como el Banco Mundial, certifique que la pobreza extrema se ha reducido de forma drástica. Para un gobierno, poder señalar que su país ha avanzado en la “lucha contra la pobreza” gracias a informes avalados internacionalmente es un recurso de legitimación de enorme valor. La estadística se convierte así en un instrumento político de primer orden, aunque se disfrace de objetividad científica.

Este marco metodológico no solo es aceptado por los gobiernos, sino que también se consolida como estándar dentro de la comunidad académica. Una de las razones es que el Banco Mundial produce y controla una enorme cantidad de datos con procedimientos homogéneos que facilitan la investigación comparada. Para muchos investigadores, trabajar con esas bases de datos resulta cómodo, eficiente y, sobre todo, reconocible dentro de los circuitos académicos dominantes.

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Además, el BM no se limita a producir estadísticas; también invierte en encuestas, sistemas nacionales de información y capacidades técnicas en los países periféricos. Integra a los académicos en la producción del marco interpretativo mediante programas de investigación como el KCP, becas como la McNamara, estancias de investigación, revistas propias y extensas series de working papers. Todo ello genera una red de dependencia intelectual y profesional que reduce el espacio para la crítica de fondo.

El resultado es que las objeciones metodológicas quedan relegadas a los márgenes, mientras el núcleo del enfoque se reproduce sin grandes cuestionamientos. No se trata tanto de una censura explícita como de un consenso construido a través de incentivos, prestigio y recursos. La crítica radical a la medición de la pobreza acaba siendo percibida como excéntrica o ideológica, mientras la metodología dominante se presenta como sentido común científico.

Para comprender por qué el Banco Mundial tiene interés en mostrar resultados tan positivos, es necesario recordar qué es esta institución y para qué fue creada. Surgida en la conferencia de Bretton Woods en 1944, bajo la hegemonía de Estados Unidos, el BM forma parte de la arquitectura financiera internacional diseñada para organizar el capitalismo de posguerra. Está dominado por el capital de las grandes potencias, se financia mediante deuda en los mercados internacionales y obtiene rendimientos de los préstamos que concede.

Aunque se autodefina como una organización sin ánimo de lucro, su función no es erradicar la pobreza, sino gestionarla de forma compatible con la estabilidad del sistema. La reducción estadística de la pobreza cumple aquí un papel clave: transmite la idea de que el capitalismo global, con todos sus desequilibrios, avanza en la dirección correcta. El sufrimiento social se convierte en una anomalía residual, no en una consecuencia estructural.

Como señala Patnaik, la lógica es comparable a afirmar que los saltadores de altura mejoran porque se baja la barra. Cada vez hay menos personas que no superan el listón, pero no porque salten más alto, sino porque la exigencia es cada vez menor. En el caso de la pobreza, el efecto es aún más perverso: al reducir el consumo real necesario para sobrevivir, se reduce también el número de personas que logran hacerlo. La pobreza “desaparece” porque desaparecen los pobres, no porque mejoren sus condiciones de vida.

Cuando el Banco Mundial afirma que la pobreza mundial desciende, lo que realmente está diciendo es que el sistema capitalista funciona y que sus mecanismos de ajuste son eficaces. Las estadísticas que respaldan esta afirmación no son neutrales: están producidas por la propia institución, avaladas por los gobiernos y legitimadas por una comunidad científica que, en gran medida, depende de sus recursos. El resultado es una poderosa maquinaria ideológica que convierte la contabilidad del sufrimiento en una prueba de éxito.

Frente a este panorama, la crítica no puede limitarse a señalar errores técnicos; debe cuestionar el marco conceptual que define qué cuenta como pobreza y quién tiene el poder de establecer esa definición. En este sentido, sigue siendo imprescindible una crítica científica de la realidad social y del conocimiento que la sostiene, como la iniciada por Karl Marx en su Crítica de la Economía Política. Solo desde ahí es posible desmontar la apariencia de neutralidad de unas estadísticas que, lejos de describir el mundo tal como es, contribuyen activamente a justificarlo y legitimarlo.

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