lunes, 22 diciembre 2025

Contra el letargo cultural

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Resulta sugerente recordar una observación del geógrafo brasileño Milton Santos: antes de cualquier iniciativa colectiva hay siempre un proceso de reflexión. Dicho de otra manera: la conducta social nunca surge de la nada, sino que expresa modos de pensar acumulados, ideas sedimentadas y visiones del mundo que una comunidad comparte, discute o acepta sin grandes tensiones. Con esa premisa in mente, conviene mirar nuestro presente y preguntarse por qué buena parte de las acciones —o inacciones— colectivas parecen guiadas por un clima mental adormecido, entregado casi sin resistencia a lo anecdótico, lo trivial y lo emocionalmente morboso.

En los últimos años, la expansión de un tipo concreto de entretenimiento televisivo y mediático ha favorecido esta deriva. No se trata solo de programas dedicados al llamado corazón o al amarillismo: es todo un modelo narrativo orientado a convertir la intimidad ajena en espectáculo rentable. La disección obsesiva de la vida privada de celebridades —estrella fugaz o personaje consolidado, da igual— ofrece un producto cultural cuyo propósito central no es informar, sino entretener a través del escándalo, la humillación pública, el conflicto sentimental y la sobredosis emocional. El resultado es una industria que multiplica el acceso del espectador a un universo rosa cuyo mensaje implícito consiste en anestesiar cualquier inquietud crítica. El horizonte de ese mercado no es fortalecer ciudadanos, sino espectadores dóciles.

Si aceptamos que lo cultural moldea lo político, esta frivolidad termina derramándose con suma facilidad sobre la vida cotidiana; lo que empieza como curiosidad mediática acaba colonizando conversaciones familiares, tertulias improvisadas y espacios de socialización informal. Lo que antes fue debate social pasa a convertirse en comentario sobre cuántas veces pestañea una figura televisiva o sobre la inminencia del ingreso en prisión de una artista. Estos desplazamientos, repetidos hasta la saciedad, van sustituyendo la preocupación por problemas estructurales —desigualdad económica, degradación institucional, mercantilización del espacio público o empobrecimiento educativo— por un catálogo de distracciones emocionales.

Lejos de ser un fenómeno superficial, este proceso responde a parámetros ideológicos profundos. Encaja con la lógica del pensamiento único neoliberal: un modelo que privilegia la pasividad, desalienta la organización crítica y fomenta la percepción de que la política es una farsa para especialistas o una disputa de personalidades. Cuando esa lógica se mezcla con los rasgos específicos de pequeñas comunidades —territorios donde la escala relacional es reducida y donde todo se sabe y todo se comenta— el resultado puede ser un patrón de comportamiento social dominado por el rumor, la sospecha, el cotilleo y la intromisión sistemática en vidas ajenas.

No se trata de demonizar la comunicación cotidiana, sino de analizar cómo se transforma en mecanismo reproductor de hábitos mentales empobrecedores. En entornos locales, la conversación interpersonal, que podría servir para compartir diagnósticos sobre los desafíos comunes, acaba convertida en vehículo para reforzar prejuicios o para recrearse en microescándalos sin trascendencia. De este modo, los intercambios que articulan la vida diaria —charlas en la plaza, sobremesas familiares, espacios asociativos o reuniones improvisadas— funcionan como un reactor cultural: pueden producir pensamiento crítico y cooperación o, por el contrario, alimentar la indiferencia, la burla, la desconfianza y el rechazo hacia cualquier forma de intervención transformadora.

Conviene entonces detenerse en un punto relevante: la llamada historia de los pueblos no está compuesta únicamente por fechas gloriosas, héroes de bronce o acontecimientos épicos. Las comunidades no se definen por la enumeración de sus hijos ilustres ni por la mitificación de gestas locales, sino por el capital cultural cotidiano, por la constelación de prácticas, recuerdos y relatos que se transmiten oralmente y que moldean la sensibilidad colectiva. La historia, en este sentido, es un proceso dialéctico y continuo, alimentado por pequeñas experiencias que generan sentido compartido.

Un grupo humano consolida su identidad porque se reconoce en un legado simbólico: rituales festivos, formas de organización, memoria de resistencia, creación de espacios públicos para la palabra y la participación. Por eso puede decirse que un pueblo sin cultura difícilmente podrá reivindicar una historia plena. Sin esa densidad simbólica, la memoria queda vaciada y la identidad se convierte en eslogan sin sustancia.

Es habitual reducir el término “cultura” a una acumulación de datos, a un depósito de información almacenado en bibliotecas o en entornos digitales. Pero la cultura, entendida como fuerza viva, exige imaginación y creatividad. Sin esa doble vertiente —memoria y proyección— la palabra queda mutilada. La cultura no se limita a describir lo que somos: permite ensayar lo que podríamos ser; no solo registra lo heredado, sino que invita a inventar.

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Los beneficios de ese proceso son abundantes. A nivel individual, cultivar la imaginación ensancha la autoestima, disipa temores infundados y combate la apatía intelectual. A nivel comunitario, fortalece la cooperación y reduce el impacto de hábitos corrosivos. Entre los vicios más arraigados que prosperan en entornos culturalmente empobrecidos destacan el miedo y la desidia emocional; ambos suelen desembocar en envidia, rencor y chisme. Esas pulsiones, lejos de ser inofensivas, producen desgaste psicológico y alimentan dinámicas de autodesprecio colectivo. Donde predomina la envidia aparece con facilidad la ridiculización del vecino; donde se instala la sospecha se degrada la confianza, y sin confianza ninguna comunidad puede articular proyectos conjuntos.

Otro fenómeno preocupante surge cuando el empobrecimiento cultural se combina con la represión de pulsiones naturales. El resultado es un clima de hipocresía social donde se condena cualquier diferencia, se vigilan los comportamientos ajenos y se produce una especie de cerrazón mental incapaz de tolerar la pluralidad. Ese hermetismo social —a veces vestido de moralidad— cierra la puerta a la creatividad y perpetúa rutinas psicológicas desgastadas.

Frente a estos diagnósticos, cabe ensayar una propuesta alternativa: abandonar el temor a pensar, cuestionar y aprender. Sacudirse los complejos no implica convertir a todos en expertos universitarios; significa legitimar la curiosidad, estimular el deseo de conocer y reconocer la cultura como herramienta emancipadora. No se trata de exhortar a una minoría ilustrada, sino de convertir la búsqueda de sentido en práctica común.

Promover iniciativas culturales —lecturas compartidas, debates públicos, talleres creativos, espacios comunitarios de aprendizaje, recuperación de la memoria oral, investigación local— favorece la aparición de sujetos activos y no meros consumidores de espectáculo. Esa promoción puede contribuir a escribir la historia cotidiana de forma consciente, ampliando la percepción colectiva del tiempo presente.

Este impulso cultural ayudaría a desactivar los viejos fantasmas que paralizan: el fatalismo, la idea de que nada puede cambiar, el conformismo que convierte la precariedad en destino inevitable. La cultura, entendida como ejercicio permanente de interrogación, combate el dogma, cuestiona lo establecido y abre la puerta a la imaginación política.

En definitiva, si aceptamos que la desmovilización emocional es uno de los riesgos más extendidos en nuestra época y que el amarillismo funciona como una herramienta de desarme simbólico, entonces urge recuperar la capacidad de análisis y la posibilidad de construir significados colectivos. No podremos revertir la tendencia de la noche a la mañana; sin embargo, cada gesto dirigido a fortalecer la sensibilidad crítica —por pequeño que sea— sirve para resistir la fragmentación social.

La pregunta final es sencilla, aunque incómoda: ¿queremos ser público hipnotizado o comunidad consciente? Si optamos por lo segundo, será imprescindible sustituir el rumor por la palabra razonada; la burla por el reconocimiento; la competitividad trivial por el esfuerzo colaborativo. De ese modo, la cultura dejaría de ser objeto exótico para convertirse en herramienta cotidiana, una palanca capaz de reactivar el pensamiento colectivo y desmontar la pasividad social.

Solo así podremos afrontar el desafío pendiente: crear cada día nuestra propia historia, sin delegar el relato en la industria de la distracción y sin permitir que la pequeñez de lo anecdótico sustituya la grandeza de lo común.

Lokinn

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