La Dirección General de Seguridad, la temida DGS de la Puerta del Sol, no fue un simple edificio gris donde se tramitaban detenciones. Fue el centro nervioso del terror franquista, la institución donde la dictadura convertía la violencia en trámite, la tortura en método y el miedo en herramienta política.
Entender lo que significó aquel lugar es imprescindible para defender hoy la democracia. Y lo es aún más cuando fuerzas como VOX y amplios sectores del Partido Popular intentan reescribir, relativizar o directamente blanquear la brutalidad de aquel aparato represivo. No es un debate académico: es nuestra capacidad colectiva de reconocer el origen real de ciertas formas de poder, que siguen presentes, de manera más sutil, en la vida institucional española.
En la DGS se golpeaba, se amenazaba, se torturaba y se trataba a la ciudadanía como enemigos internos. Por allí pasaron militantes del PCE, de las CCOO, estudiantes, obreros y vecinos cuya única “culpa” era pensar, reunirse o soñar con un país distinto. La violencia no era un exceso: era rutina. No había un día sin gritos en sus sótanos ni noche sin interrogatorios interminables. El franquismo convirtió aquel edificio en un símbolo de impunidad total. Y, lo más grave, cuando la dictadura terminó, quienes allí torturaron conservaron su placa, su pensión y, a menudo, su prestigio institucional. Esta continuidad explica muchas sombras de la democracia posterior.
La represión en las oscuras dependencias de la Dirección de Seguridad estaba diseñada para quebrar no solo cuerpos, sino movimientos enteros. El PCE y la izquierda organizada fueron los objetivos prioritarios porque representaban el mayor y mejor desafío al orden franquista. La clandestinidad, la propaganda obrera, las reuniones en casas humildes, las huelgas en fábricas: todo ello era percibido como una amenaza que debía aplastarse con un mensaje claro: “si te organizas, acabas aquí”. Ese “aquí” era el siniestro edificio de la Puerta del Sol. Y el miedo, que cientos de miles conocieron de cerca, moldeó un país entero.
Resulta imposible hablar de lo que representaba la Dirección General de Seguridad, sin señalar que la Transición se construyó sobre una peligrosa renuncia: no depurar, no juzgar, no señalar públicamente a los responsables. Esa renuncia permitió que estructuras policiales, judiciales y políticas heredadas del franquismo. siguieran operando con normalidad.
Y es ahí donde aparece un actor político que rara vez se quiere colocar en esta macabra tragicomedia: el Partido Popular. No por un capricho ideológico, sino porque su origen orgánico proviene de Alianza Popular, el partido fundado por siete ministros de Franco. Ese dato no es anecdótico: forma parte del entramado de continuidad institucional que permitió que la DGS no fuera condenada con la claridad que merecía.
Durante décadas, el PP ha bloqueado comisiones de investigación sobre crímenes franquistas, ha ridiculizado las políticas de memoria, ha mantenido condecoraciones a torturadores y ha protegido silencios, que deberían haber sido rotos hace mucho tiempo.
Cuando la derecha conservadora exige “pasar página”, en realidad pide no leerla. Y esa actitud no es inocua: alimenta el terreno para que VOX pueda dar un paso más y reivindicar abiertamente el relato franquista.
VOX no disimula: ha llamado “leyenda” a los testimonios de torturas, ha elogiado al franquismo como un periodo “de paz” y ha atacado todas las leyes de memoria democrática. Su discurso no nace de la nada: es el resultado de décadas en las que la derecha institucional evitó confrontar la verdad sobre el pasado. Alí donde el PP levantó muros de silencio, VOX coloca ahora altavoces. Y ambos comparten el mismo objetivo político, con distinta intensidad: convertir la memoria democrática en un campo de batalla en el que, el antifascismo sea desprestigiado y la historia distorsionada.
La DGS debe entenderse también, como un laboratorio de represión que extendía su influencia más allá de sus muros oscuros y mugrientos. Desde allí, se organizaban infiltraciones en sindicatos, seguimientos a dirigentes vecinales, listas negras laborales y campañas de intimidación contra estudiantes y obreros. Aquello no era un aparato improvisado: era una estructura diseñada para sostener un sistema económico basado en la obediencia de la mayoría y la riqueza de unos pocos.
Las grandes familias del régimen, los altos mandos militares, la oligarquía empresarial y los políticos franquistas —muchos reconvertidos después en rostros moderados— se beneficiaban de esa maquinaria. Por eso resulta tan grave que hoy el PP, en sus pactos con VOX, acepte su relato sobre la memoria, asuma sus categorías y reproduzca su discurso.
Cuando el PP vota en ayuntamientos y autonomías para retirar placas en homenaje a víctimas del franquismo, cuando ridiculiza la búsqueda de desaparecidos, cuando acusa de “revanchistas” a los quieren ir en busca de la verdad y la justicia, está actuando como parte de un entramado político que conecta pasado y presente. No es simplemente una coincidencia: es continuidad ideológica. La Dirección General de Seguridad, no se conserva como edificio, pero su sombra continúa viva en los discursos que relativizan la violencia institucional del franquismo.
La izquierda transformadora, especialmente el PCE, fue perseguida con saña porque representaba una alternativa de esperanza, una forma de organización popular capaz de desafiar al poder. Esa misma izquierda es hoy blanco de ataques constantes por parte de VOX y, de manera más sutil, del PP.
No se trata de una cuestión moral: se trata de una coherencia histórica. El franquismo consideraba a la izquierda como el enemigo. Y las derechas actuales herederas de esa visión, aunque la actualicen con etiquetas nuevas: “filoetarras”, “comunistas”, “radicales”, “anti-España”. Las palabras cambian; el propósito no.
El edificio de la Tortura —hoy transformado, neutralizado y disfrazado de normalidad institucional— debería ser un espacio de memoria activa. No un símbolo limpio. No un rincón confundido entre oficinas.
Un país serio no esconde los lugares donde se torturó: los señala, los explica y los convierte en advertencia. Porque la democracia no se defiende solo votando: se defiende sabiendo de dónde venimos y reconociendo a los que tratan que tratan que olvidemos todo un símbolo de tortura, palizas y represión.
Así que, cuando VOX reivindica el franquismo y el PP diluye la memoria, lo que realmente está ocurriendo es un intento de reocupar el espacio simbólico que la DGS representó: un lugar donde el poder se ejercía sin límites y donde la disidencia se castigaba con violencia.
Hoy los métodos son distintos, claro, pero la lógica política de fondo —negar derechos, criminalizar movimientos sociales, atacar a sindicatos, deslegitimar la protesta— suena demasiado familiar.
El final necesario es este: si permitimos que VOX marque el ritmo del debate histórico y que el PP actúe como su facilitador institucional, estaremos dejando sin respuesta la pulsión autoritaria que ya conocimos hace no tanto. La DGS no es una reliquia del pasado: es un espejo que devuelve preguntas incómodas. ¿Qué Estado queremos? ¿Qué memoria defendemos? ¿Qué tipo de democracia estamos dispuestos a sostener?
Nombrarla como pieza esencial del franquismo, es un acto de justicia para quienes resistieron y un acto de defensa frente a los que quieren que volvamos a mirar hacia otro lado.
La memoria antifascista no es revancha, ni obsesión, ni capricho: es la barrera más eficaz contra los viejos poderes que aún hoy, bajo nuevas siglas, quieren reescribir el país desde la impunidad.






