jueves, 20 noviembre 2025

De luto

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(Nunca enterrador alguno
Conoció tan alto honor
Dar sepultura a quien era
Sepulturero mayor)

Españoles, Franco ha muerto. Así lo anunció, Carlos Arias Navarro -a sazón, presidente del Gobierno- en la televisión pública en 1975, con un temblor falso en la voz y un dramatismo que haría sonrojar a cualquier actor de serie turca. Casi medio siglo después, uno escucha aquella frase con una mezcla inevitable de sorna y alivio histórico. Sin embargo, aquí estamos, en pleno siglo XXI, obligados a seguir descosiendo los hilos de un cadáver político que, pese a su desaparición física, ha dejado una alfombra de herencias que aún pisamos sin querer. Es un poco frustrante: Franco murió, pero su sombra parece seguir pagando alquiler en muchas instituciones.

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Decir hoy “Franco ha muerto”, suena como anunciar que se ha acabado una película que la mayoría nunca quiso ver. Pero, cuidado: la cinta tuvo secuela, precuela, spin-offs y hasta cameos en debates parlamentarios. Porque el franquismo, más que una dictadura, fue una pedagogía del miedo, y esa clase magistral dejó apuntes que algunos repiten sin estudiar.

Por eso conviene recordar su muerte no como un hecho sentimental, sino como un punto de partida para analizar por qué seguimos discutiendo cosas que deberían estar más enterradas que el propio dictador.

Cuando Franco murió, buena parte del país guardó un luto que hoy vemos con una mezcla de incredulidad y ternura antropológica. Desde el presente, uno mira aquellas colas interminables ante el féretro y piensa: “si hubiesen hecho las mismas colas para exigir derechos laborales, igual hubiésemos salido antes del túnel”. Pero no; el régimen había entrenado a la población para llorar colectivamente. Era un ritual diseñado para reforzar la idea de que el dictador era el padre de todos, aunque más que padre parecía un tutor legal mal elegido.

Hoy cuesta imaginar un luto obligatorio decretado desde arriba sin que Twitter y TikTok ardan en llamas. La mitad del país pondría memes, la otra mitad pediría dimisiones y algún influencer compararía la situación con una campaña publicitaria. Aún así, en los setenta la obediencia era un músculo demasiado ejercitado. Franco murió, sí, pero el franquismo sociológico —esa mezcla de orden, miedo, nostalgia rancia y alergia a la democracia plena— siguió retoñando, como esas plantas invasoras que cortas, revientan y vuelven a germinar.

Con la perspectiva actual, podemos permitirnos ironías que, en noviembre de 1975, habrían costado una visita incómoda a comisaría. Por ejemplo: qué poético resulta que el dictador, que tanto presumía de fortaleza nacional, acabara convertido en una especie de centralita médica con más cables que un router. La metáfora es irresistible: un régimen sostenido por aparatos, literalmente. Y mientras España observaba en pantalla a un Franco agonizante, la televisión seguía empeñada en trasladar la idea de un líder eterno.

Al final, el único eterno fue el NO-DO, porque aún en 2025 seguimos viendo fragmentos cada vez que hay un documental sobre “la España de nuestros abuelos”.

La distancia histórica nos permite diagnosticar mejor la enfermedad. El franquismo no se limitó a fusilar opositores, censurar ideas y estrangular libertades: fabricó una cultura política basada en el miedo, la resignación y el paternalismo. Y aunque el dictador murió, esa cultura nunca pasó por una verdadera desinfección institucional.

La Transición hizo lo que pudo o menos, porque también fue un acuerdo tácito para no levantar demasiadas alfombras. Desde hoy, con perspectiva, podemos decirlo sin dramas: fue un pacto para cambiar lo justo y mantener lo esencial. Algo así, como esos estudiantes que copian solo la mitad del examen para no levantar sospechas.

Es por eso, que en pleno siglo XXI, seguimos encontrando rastros del franquismo donde menos te lo esperas. En el desprecio hacia la memoria histórica; en la resistencia a abrir fosas comunes; en la costumbre de algunos partidos de invocar “la unidad de España” como si fuera una marca de yogures caducados; en el rechazo visceral a cualquier avance feminista o social, que huela a irreverencia. Franco está muerto, sí, pero su manual de instrucciones sigue circulando en PDF por ciertos despachos.

Mirar desde el presente nos obliga también a revisar el mito del “orden” y la “estabilidad” que tantos nostálgicos reivindican hoy sin ponerse colorados.

Desde nuestra perspectiva, resulta casi cómico: ¿qué estabilidad puede reclamar un régimen que dejó al país económica, cultural y democráticamente atrofiado? Eso sí, pantanos inauguró unos cuantos; lo justo para que hoy sigan apareciendo en memes donde se compara su obra hidráulica con la de los gobiernos actuales. Si hubiese habido Twitter en los cincuenta, el hashtag #FrancoInaugura estaría más visto que el del Benidorm Fest.

Pero repasemos el legado desde otro ángulo. ¿Qué diría hoy un sociólogo que aterrizara del futuro y examinara nuestro presente?.

Quizá concluiría que el franquismo fue un sistema pensado para producir ciudadanos obedientes, desconfiados de la política, recelosos de los movimientos colectivos y propensos a aceptar la autoridad sin demasiada crítica. Y quizá también observaría que parte de esos rasgos aún sobreviven: en la polarización crispada, en el “que lo decidan otros”, en la alergia a los conflictos sociales. El franquismo dejó cicatrices invisibles que todavía condicionan nuestro comportamiento colectivo.

Desde el presente podemos reírnos del dictador porque ya no puede encarcelar a nadie; pero la risa tiene que ser pedagógica, no evasiva. Reírse de su voz engolada, de su torpeza militar convertida en mito, de su obsesión por controlar hasta el último cartel de cine… sí, claro que sí.

Pero también hay que señalar, con la misma claridad, que su régimen fue una maquinaria de represión sistemática. Y que si hoy discutimos con naturalidad sobre derechos civiles, feminismo, memoria democrática y pluralidad política es precisamente porque hubo quienes, jugándose la vida, se enfrentaron a aquel viejo régimen.

El humor es un arma política, aunque la memoria se revele como un deber. Desde hoy podemos mirar atrás y decir sin miedo que la muerte de Franco no fue un final, sino un punto y seguido incómodo, que todavía hoy estamos escribiendo.

Podemos igualmente, analizar cómo los viejos poderes se adaptaron al nuevo escenario sin perder demasiados privilegios; cómo la élite económica, judicial, militar y mediática recicló sus lealtades con la habilidad de un camaleón; cómo el relato oficial convirtió la Transición en un cuento de hadas donde nadie tenía culpa y todos eran héroes.

Y, sobre todo, desde el presente podemos decir lo que entonces no se podía: que el luto verdadero no fue por ÉL, sino por quienes no pudieron ver llegar la democracia; por quienes murieron en cunetas, cárceles o exilios; por quienes fueron silenciados mientras el régimen se autopromocionaba como salvador.

Esas heridas siguen abiertas, picando cual aguijón de avispa y aunque algunos insistan en taparlas con adhesivos de “no reabrir el pasado”. Con todo, el pasado, cuando no se repara, vuelve siempre con factura y acuse de recibo.

Hoy, mientras ciertos discursos reaccionarios vuelven a tomar fuerza —con la misma estética rancia mas con redes sociales—, es más necesario que nunca recordar que la libertad no se hereda: se defiende. Y defenderla implica señalar que Franco murió, pero que sus herederos ideológicos, con voz de mítico diccionario escolar, aún intentan colarse por las rendijas del sistema.

Así que, desde el presente, podemos decirlo sin solemnidad: Franco ha muerto. Y menos mal. Lo que no ha muerto es el antifascismo, ni la lucha por una sociedad más justa, ni la obligación de recordar para que el pasado no se repita disfrazado de futuro.

Que descanse quien quiera. Nosotros seguimos en pie o sentados, pero nunca arrodillados. Si algo hemos aprendido después de tanto tiempo, es que la democracia se construye todos los días, incluso cuando Feijóo y los Abascales, insisten en traer fantasmas del pasado para asustarnos.

Y si aún así, quieren que guardemos luto, que sea por la memoria que aún falta, no por un viejo dictador momificado que ya sobra.

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