viernes, 14 noviembre 2025

Perros atados con longanizas

Por Julio Casas

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Debe haber estado en barbecho, pero el viejo «con Franco vivíamos mejor» ha vuelto a germinar con fuerza. Ha descansado bajo tierra, ha chupado nutrientes de la ignorancia, del descontento y de la nostalgia impostada, y ahora brota robusto, fresco e insolente. Lo vemos a diario: en redes sociales, en vídeos virales, en foros donde cualquiera con conexión y poca memoria histórica se atreve a pontificar.

Pero el fenómeno ha mutado; ya no se trata de los viejos nostálgicos del brazo en alto y la misa obligatoria, sino de jóvenes nativos digitales que, sin haber olido nunca el tufo del franquismo, lo ensalzan como si fuera una especie de Edén productivista. Según estos nuevos revisionistas, aquello fue poco menos que la utopía nacional: no había paro, no había delincuencia, las calles eran seguras y todos comíamos filete diario y atábamos a los perros con longanizas. La España del champán y el pan de oro.

No quiero caer en el cliché de que «internet es lo peor», aunque a veces lo parezca. Pero sí es innegable que, frente a la avalancha de propaganda fascistoide que circula por redes, los datos y los argumentos históricos resultan insuficientes. No porque falten, sino porque los algoritmos no premian la verdad: premian el grito y la mentira redonda, la nostalgia empaquetada en memes.

Así que permítanme otra estrategia: una refutación desde la ojeada a la Historia y la memoria, desde la experiencia que nos da ser estudiosos de aquella época oscura y escalofriante, en su trasposición al terreno de lo cotidiano. Lejos de mí, la funesta idea de convencer a los conversos, pero quizá algún chaval despistado encuentre en esto un espejo donde contrastar tanta épica de cartón piedra.

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Cuando este villano que escribe, estaba políticamente aún sin cocinar, aunque con somera conciencia marxista, recuerda -vagamente-, haber escuchado aquel runrún de «con Franco vivíamos mejor» o «con Franco esto no pasaba». Por suerte, eran pocos los que lo decían, y casi todos de la misma estirpe: señoritos de finca, falangistas jubilados o, directamente, beneficiarios del régimen. Gente que en las viñetas de Los Santos Inocentes o en las canciones de Labordeta habría encajado como villanos secundarios.

Y ojo, qué en la cultura popular de la época, esas frases eran motivo de burla.  Mortadelo y FilemónForgesLa CodornizHermano Lobo… todos se reían del cuñadismo reaccionario antes de que existiera el concepto. El humor popular sabía perfectamente cuales eran los andamiajes intelectuales del franquismo: miseria, represión y hambre.

Ahí está la primera refutación. Si tan bien se vivía en la dictadura, ¿por qué toda la cultura —incluso la dirigida al público infantil— retrataba la penuria?. Carpanta, por ejemplo, el vagabundo de Escobar -que nunca logra comer-, es la radiografía del hambre institucionalizada.

Tanto es así, que la censura franquista obligó a Bruguera a prohibirle decir “hambre”: debía decir “apetito”. Porque, según el régimen, «en la España de Franco nadie pasó hambre». Qué ironía: tuvieron que censurar el hambre para que desapareciera.

Y no, no era una simple broma de tebeo. La miseria era el fondo cotidiano de todo. Las criadas explotadas de Petra, la anciana de Doña Tomasa realquilando cuartos para sobrevivir, los pícaros modernos que intentaban comer a base de trampas: toda la narrativa popular mostraba lo que el NO-DO negaba. Esa cultura “menor” fue el único espejo en la España de posguerra se reconocía, mientras el poder imponía misa, silencio y cartilla de racionamiento.

Si alguien prefiere los ejemplos “serios”, ahí está Berlanga, que sorteó la censura como un equilibrista para contarnos, en Plácido o El Verdugo, cómo se vivía realmente: familias enteras hacinadas, sueldos de miseria, hipocresía social, caridad de escaparate. El protagonista de Plácido —intentando pagar la letra de su motocarro en plena Nochebuena— representa a millones de españoles que sobrevivían entre la precariedad y el miedo.

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Mientras, las clases acomodadas organizaban campañas de caridad bajo el lema «siente un pobre en su mesa», metáfora perfecta del franquismo: sentar al hambriento un rato para no verle el resto del año.

Incluso las películas que pretendían ser propaganda del régimen, resultan hoy grotescamente autoincriminatorias. Basta con ver un maratón de cine en Trece TV: curas barrigones, señoritos engominados, criadas resignadas y jornaleros felices con su miseria. Esa era la España idílica del franquismo. Para nada, el país moderno que hoy, nos quieren vender los revisionistas de teclado, sino una finca con mayordomo, cura, maestro, patrón y Guardia Civil.

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Es la misma España en la que hoy, algunos se indignan porque el descafeinado socialismo «limita la libertad». En cambio, con Franco, las mujeres no podían abrir una cuenta bancaria sin permiso del marido. La censura dictaba qué libros se podían leer. Los sindicatos estaban prohibidos. Y las cárceles rebosaban obreros y estudiantes. Esa es la “libertad” que tanto echan de menos algunos.

El problema, claro, no es solo el revisionismo sino el medio que lo propaga. En las redes, el discurso dominante no es el del pensamiento crítico, sino del coach neoliberal y el influencer de gimnasio. Los nuevos franquistas no llevan correaje: llevan smartwatch.

Se presentan como emprendedores, como defensores del orden, como “gente que se esfuerza” frente a la chusma subvencionada. No hay camisa azul, pero sí culto al éxito individual, desprecio al débil y adoración al dinero. El franquismo reencarnado en versión startup.

Así que no, chavales: en el franquismo no se vivía mejor. Se moría peor. Se trabajaba hasta la extenuación por una miseria, se callaba por miedo y se rezaba por obligación. Se delataba al vecino, se pegaba a las mujeres y se fusilaba a los obreros. Eso era el orden, la prosperidad y la paz que ahora algunos idealizan desde sus cómodos teclados. Pero claro, es fácil hablar de “mano dura” cuando no eres tú el que la recibe en la nuca.

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Y si tanto les fascina el franquismo, que no lo busquen en los libros de texto edulcorados ni en los vídeos de youtubers fachas; que se den una vuelta por los pueblos donde aún quedan cunetas abiertas, que miren las manos de sus abuelos, agrietadas por años de trabajo sin derechos, o que visiten las fábricas donde todavía resuenan los ecos de los presos esclavos del “milagro económico” de López Rodó. Eso también fue el franquismo.

Es por eso que, cuando oigo a estos revisionistas de salón, a estos cachorros del capitalismo más hortera, repetir aquello de que “antes se vivía mejor”, me hierve la sangre. No solo por lo que ignoran, sino por lo que pretenden borrar. Lo que están diciendo, en realidad, es que el pueblo debe volver a su sitio: al miedo, al silencio, al vasallaje. Que sobran derechos, que sobra memoria, que sobra dignidad.

Pues no. No sobra nada de eso. Sobran ellos. Sobra la nostalgia reaccionaria, sobra el perdón para los verdugos, sobra el blanqueo de una dictadura asesina hasta su último minuto de vida. Que no nos hablen de prosperidad quienes nunca vivieron el hambre de sus mayores; que no nos hablen de orden quienes impusieron el terror.

Porque si de verdad quieren volver al franquismo, habrá que recordarles que no todos volveríamos al papel de víctimas. Algunos volveríamos con la memoria encendida, con la rabia heredada y con la certeza de que esta vez no pasarían tan fácil. Y si lo intentan, ya no les esperarán tebeos ni ironías: les esperará un pueblo con conciencia y con puños en alto, dispuesto a recordarles que la historia no se repite… si hay quien la defienda.

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