Hay figuras que no nacen de la historia, sino del algoritmo. Vito Quiles pertenece a esa fauna de personajes manufacturados en el laboratorio mediático del capitalismo digital, donde la notoriedad sustituye a la verdad y la provocación se erige en criterio de éxito. No es un accidente, sino un síntoma: el resultado visible de una sociedad enferma de espectáculo, donde la política se disuelve en entretenimiento y el pensamiento se reduce a clics, likes y visualizaciones. Quiles no surge del fragor de la militancia ni del estudio de la realidad social, sino del ruido, de esa energía bruta del resentimiento que el sistema sabe canalizar con precisión. Es, en suma, una criatura de época: hijo bastardo del franquismo cultural que nunca murió y del capitalismo de plataformas que lo resucita bajo nuevas formas. A su alrededor se construye una estética de la impostura: la del joven irreverente que desafía al poder, cuando en realidad sirve a los poderes más viejos; la del “reportero valiente” que denuncia censuras imaginarias mientras se convierte en altavoz de los verdaderos censores.
Lo que hace Quiles no es periodismo, sino agitación reaccionaria. Sus vídeos no informan, sino que excitan; no buscan la verdad, sino la fricción; no pretenden esclarecer la realidad, sino incendiarla. Como todos los bufones del poder, cumple una función precisa: desviar la atención de los conflictos materiales, de la lucha de clases real, hacia una guerra cultural prefabricada, en la que, los enemigos no son los bancos ni los empresarios que precarizan la vida, sino las feministas, los migrantes o los movimientos de izquierda. Es la misma estrategia de siempre, actualizada a la era digital: sustituir la contradicción capital-trabajo por una contraposición moral, identitaria, visceral. Y lo hace con el lenguaje de la calle, con la estética del “antisistema”, apropiándose de los códigos de la juventud para dirigirla hacia la reacción. Ahí reside su astucia y su peligro.
Porque Quiles no se presenta como un reaccionario, sino como un rebelde. Pero es un rebelde de derechas: un individuo que se indigna contra el síntoma, pero adora la enfermedad.
Walter Benjamin advirtió que el fascismo convierte la política en espectáculo; hoy podríamos decir que el capitalismo digital ha convertido el espectáculo en política. En ese escenario, la figura de Quiles encaja como un guante. Su “rebeldía” no consiste en pensar, sino en provocar; su “denuncia” no ilumina, sino que confunde; su “valentía” no desafía al poder, sino que lo distrae, lo refuerza, lo legitima. Y es precisamente esa paradoja —la del bufón que se cree héroe— lo que hace de él un fenómeno contemporáneo. Como buen producto mediático, su valor no radica en lo que dice, sino en la atención que genera. Cada insulto, cada enfrentamiento, cada teatro frente a un policía o un militante de izquierdas es convertido en mercancía viral, en fetiche digital que reproduce el modelo del consumo inmediato: indignación rápida, desahogo y olvido. Lo que Marx llamó “fetichismo de la mercancía” se ha transformado en el fetichismo del contenido.
La extrema derecha ha comprendido esta lógica y la explota con precisión quirúrgica. Quiles no necesita argumentos sólidos ni coherencia ideológica; le basta con modular las emociones correctas en el momento oportuno. Su éxito no proviene de la razón, sino del resentimiento. Su “periodismo” consiste en ponerle rostro al miedo y darle micrófono a la frustración, presentándolas como coraje y patriotismo.
En este sentido, es el eslabón perfecto entre la vieja reacción y la nueva maquinaria del capital digital. En la España de hoy, donde el franquismo sociológico nunca desapareció del todo y donde el neoliberalismo ha disuelto los vínculos de clase, figuras como Quiles encarnan una falsa disidencia: un simulacro de rebeldía al servicio del orden.
No hay que engañarse: Quiles no representa un movimiento de base ni una corriente ideológica profunda, sino una estrategia comunicativa. La derecha reaccionaria lo sabe y lo utiliza. Es un operador, un multiplicador de ruido, una herramienta para colonizar el espacio simbólico donde se forman las percepciones colectivas. Gramsci lo advirtió con claridad: quien controla el sentido común controla la hegemonía. Y hoy ese sentido común se fabrica en pantallas, en el tiempo de los vídeos cortos, en la fugacidad del escándalo. Quiles es el soldado menor de una guerra mayor: la del capital por apoderarse de la atención popular, por impedir que la indignación se organice en conciencia y la conciencia en poder. El algoritmo es su partido, la viralidad su doctrina y el escándalo su catecismo.
El fenómeno Quiles revela una tragedia generacional: la de una juventud que ha heredado la precariedad, el nihilismo y la orfandad política, y que encuentra en estas figuras una identidad prefabricada. Jóvenes que podrían haber sido militantes, sindicalistas o intelectuales críticos, son convertidos en fans, en consumidores de un espectáculo donde la rebeldía se vende empaquetada en formato audiovisual. Así se domestica la ira social: se estetiza, se monetiza, se trivializa. Donde antes había conciencia de clase, hoy hay un “influencer”. Donde antes había organización, hoy hay engagement.
La fuerza de la reacción contemporánea no reside tanto en su ideología como en su capacidad para ocupar ese vacío emocional que la izquierda institucional ha dejado. Y Quiles, con su mezcla de cinismo y victimismo, lo llena a la perfección.
Jean-Paul Sartre describió al reaccionario como aquel que “elige el odio porque le da un sentido”. Esa frase parece escrita para Quiles y sus seguidores. En su discurso no hay proyecto, sólo enemigos. No hay propuesta, sólo miedo. No hay pensamiento, sólo la gratificación inmediata del desprecio. Es el odio como identidad y la provocación como refugio. Pero detrás de esa máscara agresiva hay una profunda dependencia del mismo sistema al que dice combatir. Quiles vive de lo que denuncia, se alimenta de la exposición que dice detestar, y su éxito es, en último término, la prueba del triunfo del capitalismo sobre la cultura política: la sustitución de la verdad por el rendimiento, de la militancia por la marca, del pensamiento por la pose.
Ante este escenario, la izquierda transformadora no puede limitarse a indignarse. Debe comprender las condiciones materiales que producen a los Quiles del presente: la privatización de la comunicación, la destrucción de la educación crítica, el vaciamiento simbólico de la política. No se trata de combatir al bufón, sino al palacio que lo contrata.
La batalla cultural no se ganará con más ruido, sino con pedagogía. No se trata de producir contrafascismo de consumo, sino de reconstruir el tejido cultural de la clase trabajadora. Rosa Luxemburgo recordaba que “quien no se mueve no siente las cadenas”. Hoy habría que añadir que quien sólo se mueve frente a una pantalla no las romperá jamás.
La tarea es dura, pero ineludible: reconstruir un lenguaje emancipador, reapropiarse del espacio digital sin caer en su lógica mercantil, y recuperar la dignidad del pensamiento frente al espectáculo. Quiles pasará, como pasaron otros provocadores al servicio del orden. Pero lo que no pasará es la necesidad de un antifascismo alegre, lúcido, organizado; un antifascismo que no sólo se defienda, sino que proponga, que construya, que vuelva a entusiasmar. Porque el fascismo, incluso en su versión de youtuber o streamer, sigue siendo lo mismo: una fábrica de muerte simbólica, una máquina de uniformar almas y devorar conciencia.
Y frente a esa máquina, la única respuesta verdadera es la vida organizada, la palabra consciente, la alegría colectiva. Algún día, cuando la pantalla se apague y el ruido se disuelva, no quedarán los nombres de los bufones, sino las voces de quienes aprendieron a cantar juntos, a pensar juntos, a luchar juntos.
Ese será el apagón definitivo del fascismo: no un silencio impuesto, sino un amanecer compartido donde el pueblo, dueño de su palabra y de su destino, no necesite más payasos para entender quién manda y quién obedece.



