La vida de uno, la de usted, incluso la mía aunque eso no importe, transita entre sueños y ambiciones salpicadas de fracasos y decepciones. Es lo que hay, y aunque no esté escrito, lo mandata un destino que no podemos comprender.
Vaya por delante que yo no soy crítico gastronómico aunque le ofrezca ahora una crítica gastronómica. Ni siquiera lo pretendo. Pero sí me gustaría que entendiera que las líneas que vienen a continuación son una radiografía fiel de lo que siente un comensal cuando un gran chef le pone de comer sin pretensiones, porque ya tiene todas cumplidas.
Porque no sé si usted, alguna vez, se ha preguntado qué piensa su madre mientras hace sus croquetas, o su tortilla, o cualquiera que sea el mejor de sus platos, cuando lo cocina para sus hijos. Cocinar para alguien, y es una opinión, es el mayor de los signos de respeto que nadie puede expresar por la vía de la comunicación no verbal hacia el resto del mundo. Hasta se puede pedir perdón con un plato bien hecho. Se puede pedir hasta matrimonio.

Quiero, en este punto, hablarles de Rubén Sánchez. Lo de menos, créanme, es que ya haya conseguido su ansiada Estrella Michelin en el restaurante Epílogo de Tomelloso, la cual no necesitaba aunque sí pretendía, por cosas de justicia, quizá por cosas de ego. Yo qué sé.
Para seguir avanzado en este relato necesito hacer un poco de historia. Conocí a Rubén Sánchez en septiembre de 2019, donde asumió la responsabilidad de poner a la cocina manchega en lo más algo de la constelación impuesta por el lobby de la guía francesa de los neumáticos. Algo que, ya conseguido, no ha alterado ni un poquito el resultado de lo que sale de sus pucheros. Yo les cuento.
Los cocineros son complicados. Ahora se hacen llamar ‘chefs’, fíjense que tontería. Quise ir a Tomelloso a probar qué salía de sus sartenes después de haberse dibujado la dichosa estrellita en el delantal cinco años después de abrir puertas, por ver si es que ahora cocina mejor de lo que lo hacía cuando los franchutes le daban la espalda. Y resulta que cocinaba igual de bien.
Rubén es un tipo alto. Fuerte, más fuerte del brazo derecho que del izquierdo, condición conseguida a base de agitar cacharros en la cocina con su mano natural. Tiene todo lo bueno y todo lo menos bueno de un manchego de pura cepa: lo que atesora de cariñoso, le sobra de presumido. Y, les avanzo, con toda la razón en cada una de estas acepciones.

Si usted va a Epílogo, va porque sabe a dónde va. No es un restaurante a pie de calle en el que uno entra por casualidad. Nadie entra en Epílogo buscando un menú para salir del paso en Tomelloso. Pero lo mejor de su nombre es la idiosincrasia de antónimo que reside en su lexema. Porque Epílogo es solo el principio, es solo abrir boca. Un inicio ante el que el que come nunca quiere escribir el final.
Empecemos, pues, por el prólogo. Ese prólogo que solo puede dar un manchego empecinado en ser manchego. Un manchego que te recibe en su casa, y a partir de ahí se adueña de ti, porque ya no eres tuyo, eres de Rubén, y si no, no haber venido.
Tiene Rubén la mala o buena suerte de remar a cuatro manos con Ramón. El que más sabe de vinos de toda Castilla-La Mancha, y, a lo peor, su hermano. Comparten iniciales, RS, las mismas que Realmente Sabroso, las mismas que Repetirás, Seguro.
Rubén abrió la zona noble de Epílogo en 2019, y aún no sabía que venía una pandemia. Desde que encendió la primera de las cerillas, llegó a inventarse más de 400 platos, todos ellos con un mismo hilo conductor: que está absolutamente loco.

EL SUEÑO DE LOS CANGREJOS
Nadie, digo nadie, ni usted que me lee ni yo que le escribo, es más noble que en cada uno de sus sueños. Lo onírico de cada cual es sin duda la mejor de las radiografías que uno puede hacerse a sí mismo. Porque todos sus sueños, vívidos o de pesadilla, le retratan ante usted, solo ante usted.
Y me pasó que después de pasarle revista, por fin, a un menú de Estrella pergeñado por Rubén, pude charlar con él, café en mano, mientras empezaba mi deliciosa digestión. Reté a mis compañeros de mesa a casi no hablar en la conversación de comida, ni de materia prima, y casi lo consigo.
Y lo primero que le pregunté es si, cuando apaga la luz, baja la persiana y se arropa en su colchón, sueña con que cocina. «Sí, todos los días», admite. Quise profundizar en ello. «¿Has soñado alguna receta?». «Sí, los raviolis de cangrejo que te acabas de comer». Casualmente, el único de los platos fuera de menú que ha querido imponer porque sí y sin avisar. Casualmente, el plato por el que más se interesó su jefe de cocina al ahora de preguntarnos si nos había gustado todo. Quién fuera cangrejo para acabar en ese ravioli.
En esta entrevista de café, copa y puro, me siguió interesando lo que le pasa por la cabeza cuando cierra los ojos y entra en fase REM. Y confiesa, la puntita nada más, que aún le queda un reto culinario y hostelero que cumplir, «más en el corto plazo que en el medio», pero no desvela cuál.
Le queda poco por hacer, y él lo sabe. No sé si hacer palomitas en el cine o enlatar melones de Tomelloso. Pero, por si usted esperaba una crítica gastronómica, vamos a ella. Tenga en cuenta, en todo caso, que no soy quién. Pero, si le sirviera, decirle que tiene un menú de Estrella por poco más de un billete amarillo y otro azul, más la propina si lo considera.
EL MENÚ
Empezamos. Abren juego el habitual trío de aceites de oliva. Dos de ellos de la tierra, solo faltaba. Ensancharemos boca con mantequilla de chuletón y anchoa, junto a una pasa de asadillo manchego más un royal de mejillones. Son sólo los aperitivos. Nada tiene sentido sobre la mesa, todo lo cobra en el paladar. En Tomelloso no hay anchoas, ni se atisban mejillones en el Guadiana. Pero Rubén es capaz de hacer que todo sepa a hogar.

La croqueta, insuperable interludio, tan necesaria que ha tenido que rescatarla en la carta, de donde desapareció por sabe Dios qué razón que nadie entiende. Dos bocados que abren paso al pescado, de momento. Lo que viene es trucha con jamón, en dos mordiscos, antes de una sopa de ajo. Y aunque parezca absurdo, aquí es donde se marca la diferencia. Que sopas hace cualquiera, pero ninguna saben a que te la haga tu abuela. Y, entre medias, el ravioli de cangrejo. Que alguien te sirva en un plato uno de sus sueños no es habitual, será por eso que coge forma del mejor de los bocados.
Escabeche de mandarina y níscalo, el mejor escabeche en Madrid Fusión de 2024, como si eso importara. A estas alturas, es imposible saber cuál es el mejor de los patos que se han posado en el mantel. Sin tiempo para respirar, llega la perdiz en tres pasos. Dicen que fue el mejor plato de perdiz a nivel nacional, y no lo dudo. Si yo fuera perdiz, pediría al señor que me llevara pronto, pero que me llevara a este plato en cualquiera de sus tres formatos.

A estas alturas del menú y con Ramón como fiel escudero acompañando a golpe de copa con los mejores de los vinos posibles, llegan los principales, canónicos, rigurosos* Rodaballo primero, solomillo de ternera después. Uno de Ayamonte, otro de Puebla de Don Rodrigo. Y qué más da.
El postre, indiscutible: risotto de piñones, el plato que se lleva la única de las críticas negativas de todo el pase. La razón: lo escaso del plato. No tendrá premio, pero él sabe perfectamente que no es lo suficientemente abundante como para saciar a quien quiere ponerse la guinda al menú.

Es difícil escribir desde lo subjetivo haciéndolo pasar por objetivo, y les pido disculpas. Sobre todo, porque no seré capaz de transmitirles en unas líneas lo que transmite Epílogo en un pase, da igual si es martes como si es domingo. Presumo, con orgullo, de dar voz a las historias bonitas que ocurren en esta región que da nombre al periódico que acoge las líneas que aquí se caen.
Les desvelo, por si sirve de algo, que como cada cual, el chef merecedor de estas líneas es, al fin y al cabo, un manchego más, de La Mancha de toda la vida. Y aunque no lo sueñe a párpado cerrado, me quedé con el titular a medias de su inminente apuesta por una aventura hostelera a la que aún no se ha enfrentado.
Si llega a sus manos esta reseña, torpe por lo inexperta e inválida por lo subjetivo, y si llega a este párrafo final, les contaré un secreto al terminar estas líneas. Pero antes, otra falta de cortesía hacia la persona del chef: Tras más de medio siglo intentando saber cocinar, le pesa más lo que aprendió en casa, de su madre, de su abuela, que todo lo aprendido en cinco décadas. Y todo eso, sujeta lo demás.
Por ello, y si va de mi parte, cuando reserve en Epílogo y ocupe una mesa, regale al chef un dedal comprado en alguna parte del mundo. Dedal que engrosará la extensa colección de su madre, la primera que le enseñó a cascar un huevo. Quizá, solo quizá y si va de mi parte, así le inviten al café.



