viernes, 7 noviembre 2025

¿Qué fue la Operación Galaxia?

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Mientras Tejero se muere, resucita, merienda, cena, presenta querellas y vuelve a morirse, vale la pena rescatar una de sus farsas más silenciadas: la llamada Operación Galaxia. Ese intento de golpe de Estado, perpetrado en noviembre de 1978, ha sido reducido por la historiografía oficial a una anécdota grotesca, a un episodio de folclore cuartelero. Pero fue mucho más que eso. Fue el primer aviso —abierto, descarado— de que la llamada “Transición democrática” no fue sino una transacción: el trueque de libertades limitadas a cambio de la continuidad del poder franquista.

Apenas se había redactado la nueva Constitución y el país ya hervía: huelgas, luchas obreras, movimientos vecinales, reivindicaciones nacionales. El pueblo empujaba por una ruptura real con el pasado, y las élites temblaban. En ese contexto, un grupo de guardias civiles y militares nostálgicos de la dictadura, encabezados por Antonio Tejero Molina y Ricardo Sáenz de Ynestrillas, conspiró para asaltar La Moncloa, detener al presidente Suárez y devolver al ejército el papel de tutor político de la nación. Su cuartel general: una cafetería madrileña llamada “Galaxia”.

Nada de improvisación: la conspiración fue una advertencia lanzada por un poder militar que jamás fue depurado, un poder que se sabía necesario para el nuevo régimen. Porque el ejército español, formado en la represión colonial y la guerra civil, adoctrinado durante cuarenta años en el odio al marxismo y al pueblo trabajador, no desapareció con Franco: se limitó a cambiar de uniforme. La farsa de la monarquía recién restaurada, por Obra y Gracia de Franco, necesitaba un garante armado para custodiar el nuevo pacto oligárquico, y el ejército se ofreció gustoso.

El juicio que siguió al fracaso del golpe fue un insulto a la inteligencia colectiva. Tejero y compañía fueron juzgados por un tribunal militar —los mismos jueces que les servían el café en los cuarteles— y condenados a penas ridículas: apenas unos meses de prisión.

Mientras tanto, sindicalistas, comunistas y militantes antifranquistas seguían pudriéndose en las cárceles por “alteración del orden público”. Esa doble vara de medir reveló lo esencial: la justicia del nuevo Estado no era neutral, era de clase. Blandura con los guardianes del viejo orden; mano dura con los que lo desafiaban desde abajo.

La Operación Galaxia dejó al desnudo la naturaleza del llamado “consenso de la Transición”: un pacto de continuidad entre la vieja oligarquía franquista y la nueva clase política reformista. Los militares conservaron sus privilegios y su impunidad; los jueces franquistas siguieron dictando sentencias; la banca y los monopolios industriales mantuvieron intacto su dominio económico. A cambio, al pueblo se le ofreció una democracia vigilada, cuidadosamente diseñada para no poner en cuestión la estructura de poder ni la propiedad del país.

Desde la izquierda transformadora, Galaxia debe leerse como lo que realmente fue: un ensayo general del poder intacto. No fue una amenaza externa al sistema del 78, sino su propia prueba de resistencia. El bloque dominante —ejército, monarquía, capital financiero, Iglesia y aparato judicial—, necesitaba testar hasta dónde podía llegar la “democracia” sin poner en riesgo su hegemonía.

Y cuando la presión popular amenazó con desbordar los límites, ahí estaban los uniformes, recordando quién tenía las armas y a quién debían obedecer.

Tres años después, el 23-F culminó aquella línea de continuidad. El mismo Tejero, la misma impunidad, el mismo ejército. El golpe fracasó en apariencia, pero cumplió su función: reforzar la figura del rey como salvador de la patria y consolidar la autoridad del ejército como garante del orden. El régimen del 78 salió de aquel episodio más fuerte que nunca, blindado frente a cualquier intento de democratización real.

Cuarenta años después, el Estado español sigue regido por esa lógica. No ha habido justicia para las víctimas del franquismo; las fuerzas armadas continúan siendo un bastión de reaccionarismo; y cada vez que una crisis social o territorial amenaza al sistema, reaparece la retórica de la “unidad de España” como justificación para aplastar la disidencia. La cultura política de los cuarteles sigue filtrándose en la judicatura, en la policía, en los medios, en el propio aparato del Estado.

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Por eso, la Operación Galaxia no es un recuerdo lejano. Es el origen de una advertencia que sigue vigente: en el Estado español, el poder real nunca ha estado en las urnas, sino en los despachos blindados del capital y en los cuarteles donde el fascismo aprendió a respirar con corbata. La Transición no desmontó el franquismo, lo maquilló. Y mientras no se rompa con ese poder estructural —económico, militar, judicial—, la sombra de Galaxia seguirá flotando sobre la historia reciente.

Porque lo que entonces se ensayó en una cafetería fue mucho más que un golpe frustrado: fue la garantía de que, si el pueblo intentaba ir demasiado lejos, la “democracia” sabría dónde poner el límite. Y ese límite, cuarenta años después, sigue siendo el mismo: donde empieza el poder de los de arriba, acaba la soberanía del pueblo.

Lokinn

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