Cada 12 de octubre, España amanece vestida de patria. Las distintas cadenas de televisión abren sus emisiones con banderas ondeando, los locutores recitan letanías sobre la “unidad de todos los españoles” y los aviones del Ejército dibujan el cielo con los colores de la enseña nacional. A la vez, miles de personas en sus casas encienden el televisor con una mezcla de inercia y resignación, asistiendo a un ritual que más que conmemorar, exhuma. Porque el llamado “Día de la Fiesta Nacional” no celebra nada nuevo ni inclusivo: es la puesta en escena de un pasado imperial que se niega a morir, un recordatorio de que bajo la pompa de los uniformes y los himnos sigue latiendo una concepción fascistoide de la historia.
El origen de esta fiesta no es inocente. En su forma actual, fue decretada en 1987 durante la “democracia”, pero su espíritu hunde sus raíces en el franquismo y, más allá, en la celebración del “Día de la Raza” instaurado en 1918. Lo que se festeja no es la convivencia entre pueblos ni la diversidad cultural, sino el inicio de la colonización de América, la empresa genocida que aniquiló civilizaciones enteras en nombre de la cruz y la corona. Se celebra el saqueo, la violencia, la imposición lingüística y religiosa, la muerte como progreso.
Bajo el lenguaje edulcorado de la “hermandad hispana” se oculta la memoria de los millones de indígenas asesinados y esclavizados. Por eso, cuando cada octubre se blanquea la fecha como si fuera un símbolo de unidad y orgullo, lo que realmente se está haciendo es reafirmar un relato colonial y reaccionario.
El desfile militar, por su parte, representa la continuación estética y simbólica de esa herencia. Ver pasar los tanques, los cazas, los soldados con paso marcial y los generales uniformados no tiene nada que ver con una “celebración cívica”. Es una escenificación del poder coercitivo del Estado, una demostración pública de fuerza. En pleno siglo XXI, cuando la población sufre precariedad, desahucios, pobreza energética y salarios de miseria, el Estado destina millones a una parada de vanidad castrense que no defiende a nadie. Se trata de una liturgia para legitimar la violencia institucional, un teatro en el que los aparatos de represión se presentan como “garantes de la democracia”. Pero no hay democracia posible cuando la patria se impone con fusiles.
El desfile, en el fondo, es una misa laica del nacionalismo español, una versión moderna de los desfiles de la Plaza de Oriente o de los fastos imperiales del fascismo europeo. Su estructura, su estética, su tono, remiten a la iconografía totalitaria: el orden perfecto, el paso sincronizado, la jerarquía visible, la exaltación del mando. La patria se vuelve un cuerpo militarizado, y los ciudadanos quedan reducidos a espectadores pasivos, aplaudiendo la disciplina. Lo que se celebra no es la libertad, sino la obediencia. No se exalta la convivencia, sino la sumisión a un relato oficial que equipara unidad con uniformidad.
Y ese relato oficial está profundamente contaminado por la ideología del franquismo. No se trata de una hipérbole ni de una lectura ideológica interesada. Basta observar los símbolos, los discursos, los gestos. La presencia del rey, heredero directo del régimen que el fascismo impuso durante cuarenta años, no es anecdótica: es el corazón del acto. El monarca pasa revista a las tropas, recibe honores de ordenanza, pronuncia palabras sobre “la unidad y la fortaleza de España”. Todo ello remite a una concepción vertical del país, en la que el pueblo no decide sino acata, no construye sino obedece. Que un país que se autodenomina democrático mantenga una jefatura de Estado hereditaria y organice su “fiesta nacional” en torno al ejército y la figura real dice mucho más de su estructura de poder que mil discursos constitucionales.
El 12 de octubre, el poder se mira al espejo. El Estado, sus élites políticas, su aparato mediático y sus fuerzas armadas se reconocen en esa liturgia. Es su momento de reafirmación, su día de comunión interna. Los medios transmiten la ceremonia con tono reverencial, los comentaristas hablan de “la emoción de ver a nuestra bandera”, los gobiernos autonómicos guardan silencio o participan con gesto resignado. Quien disiente, quien señala el anacronismo o el tufo militarista, es tachado de antipatriota, de extremista, de enemigo de España. Así se mantiene el consenso: a través del miedo a disentir, de la presión simbólica del nacionalismo estatal.
Pero ese consenso está resquebrajado. Cada vez más personas reconocen que esta “fiesta” no les representa. No hay nada que celebrar en un imperio que dejó muerte y saqueo a su paso. No hay nada que aplaudir en unas fuerzas armadas que aún hoy son refugio de ultraderechistas, que mantienen rituales franquistas, que toleran en sus filas símbolos y saludos fascistas. No hay orgullo en una bandera que sirve para criminalizar a los migrantes, justificar la represión policial o alimentar el odio territorial.
El antifascismo, más que una posición política, se convierte en una necesidad moral frente a esta maquinaria de nostalgia imperial.
Decir que el 12 de octubre es un anacronismo no basta. Es también una herramienta activa del poder. En cada desfile se refuerza la narrativa de una España una, grande y libre —solo que ahora maquillada de “democrática”. En cada discurso se legitima la continuidad del régimen del 78, esa transición que, nunca rompió con el franquismo sino que lo administró con traje nuevo. Y en cada homenaje militar se normaliza la idea de que la patria pertenece al ejército, no al pueblo. Esa es la verdadera obscenidad del Día de la Fiesta Nacional: la apropiación de lo común por parte de lo castrense.
Desde una perspectiva comunista, el análisis es nítido. La patria burguesa no es sino un instrumento ideológico de dominación. La clase dominante necesita símbolos que unifiquen artificialmente a la población bajo un mismo relato, para ocultar la división real que estructura la sociedad: la de clase.
Mientras los ricos y poderosos viven de la explotación, los trabajadores son llamados a identificarse con la bandera, a sentirse parte de una “comunidad nacional” que jamás les ha protegido. El nacionalismo español, como todos los nacionalismos de Estado, sirve para distraer, para canalizar el malestar hacia enemigos externos —el extranjero, el separatista, el rojo— y nunca hacia el verdadero enemigo interno: el capital.
Por eso, frente a los cañones y los uniformes, la mejor respuesta es la conciencia. Frente al ruido de los aviones, el silencio de la reflexión crítica. Frente a la fiesta nacional, la negativa activa: quedarse en la cama, no como gesto de indiferencia, sino como acto de desobediencia simbólica. Negarse a participar en el rito de la sumisión.
Porque la patria que se impone desde arriba no merece ser celebrada; y la única patria digna de amor es aquella que construyen los pueblos libres, sin ejército, sin rey y sin fronteras.
Mientras el 12 de octubre continúe siendo un día de exaltación militar, España seguirá atrapada en su propio espejismo imperial. Ningún desfile podrá ocultar que su estructura política sigue marcada por los pactos con la derecha, por la impunidad del franquismo, por la subordinación al capital y a la OTAN.
Ninguna bandera podrá tapar que sus ejércitos participan en guerras imperialistas bajo el eufemismo de “misiones de paz”. Ningún discurso podrá disimular que quienes verdaderamente sostienen este país —los trabajadores, las mujeres, los migrantes— no aparecen en el desfile, ni reciben honores, ni son objeto de reconocimiento alguno.
La verdadera fiesta nacional debería celebrarse el día en que caigan los privilegios, el día en que el poder deje de desfilar y empiece a rendir cuentas. Ese día, sí, las calles estarán llenas de banderas rojas, no de símbolos de muerte sino de esperanza. Hasta entonces, cada 12 de octubre seguirá siendo una jornada de luto por la historia mal contada y por el presente mal vivido.
Y por eso, cuando suenan los himnos, cuando las cámaras enfocan los rostros de los generales, cuando las bombas de humo dibujan la bandera en el cielo, hay quien apaga el televisor, cierra la ventana y se queda en la cama igual. No por pereza, sino por dignidad.
Porque a veces, la forma más honesta de resistir es no participar. Porque no hay patria más libre que aquella que uno decide no venerar. Porque solo desde la negación empieza la posibilidad de un nuevo comienzo.
El día que España renuncie a celebrar su pasado imperial y a venerar sus ejércitos, tal vez empiece a reconocerse en su pueblo. Hasta entonces, que desfilen solos.