Hablar de marxismo en el siglo XXI es, al mismo tiempo, una necesidad urgente y un ejercicio de claridad política. Durante décadas, el término ha sido envuelto en prejuicios, malentendidos e incluso caricaturas interesadas.
Se ha identificado al marxismo con regímenes burocráticos, con la imposición autoritaria o con dogmas rígidos, al tiempo que se ha invisibilizado su potencia crítica, su capacidad de analizar la sociedad capitalista y de ofrecer horizontes de transformación. Por eso, cuando preguntamos qué significa hoy hablar de marxismo, lo primero es despejar el terreno: no se trata de un fósil ideológico, ni de una doctrina cerrada, ni de un conjunto de fórmulas intocables, sino de un método vivo de interpretación del mundo y de acción para transformarlo.
El marxismo, en esencia, es una forma de comprender la historia desde las relaciones materiales. Es decir, desde las condiciones concretas en las que los seres humanos producen su existencia y organizan su vida colectiva. Frente a las explicaciones idealistas, que colocan las ideas, los héroes individuales o la voluntad divina como motores de la historia, el marxismo señala que son las relaciones de producción —cómo producimos, quién controla la producción y cómo se distribuyen sus frutos—, las que determinan la organización social.
En otras palabras: lo que somos como sociedades está íntimamente ligado a cómo trabajamos y cómo nos repartimos el resultado de ese trabajo.
Esta premisa, aparentemente sencilla, rompe con siglos de pensamiento dominante y coloca al conflicto social en el centro de la historia.
Ahora bien, en pleno siglo XXI, ¿qué significa aplicar esta mirada? El capitalismo de hoy, no es el mismo de la Inglaterra industrial que Marx y Engels observaron en el siglo XIX, ni siquiera el mismo que vivió Lenin en los albores del imperialismo. Hoy nos enfrentamos a un capitalismo globalizado, digitalizado y financierizado, en el que, la producción de bienes materiales, convive con el dominio de plataformas tecnológicas, a través de la que el capital circula a velocidades vertiginosas y donde la explotación adopta nuevas formas de precariedad, informalidad y control algorítmico.
Sin embargo, pese a estos cambios, la lógica fundamental del sistema no ha variado: unos pocos se apropian del fruto del trabajo de la mayoría, generando desigualdades cada vez más obscenas y crisis recurrentes que ponen en cuestión la sostenibilidad misma de la vida.
Hablar de marxismo en el siglo XXI es, en este sentido, hablar de actualidad. Pensemos, por ejemplo, en la creciente concentración de riqueza. Mientras millones de personas en el mundo sobreviven en condiciones de miseria, una élite cada vez más reducida acumula fortunas superiores al producto interno bruto de países enteros.
La pandemia de la COVID-19 lo mostró con crudeza: mientras la humanidad sufría, unos pocos magnates incrementaban su riqueza gracias a la especulación, la propiedad intelectual de las vacunas o la explotación laboral en cadenas logísticas globales. Nada de esto puede entenderse sin categorías marxistas como la plusvalía, la acumulación o la explotación, que nos permiten ir más allá de la superficie y reconocer las raíces estructurales de las desigualdades.
Pero el marxismo no es solo un diagnóstico. También es una guía para la acción. Y aquí conviene recordar una frase muy citada de Marx: “Los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo de diversos modos; de lo que se trata es de transformarlo”. Esa voluntad transformadora sigue siendo vigente en un mundo atravesado por crisis ecológicas, migratorias, bélicas y económicas. El marxismo del siglo XXI, se plantea cómo articular la lucha contra la explotación laboral con la defensa del planeta, cómo enfrentar la ofensiva militar de las grandes potencias con la solidaridad internacionalista, cómo responder a la precarización de la vida con formas de organización popular.
Esto nos lleva a otro punto crucial: hablar de marxismo hoy, no significa repetir mecánicamente los manuales del pasado, sino recuperar su espíritu crítico y creativo. Marx y Engels nunca pretendieron haber escrito una “biblia” del socialismo, sino un método abierto al análisis concreto de la realidad concreta.
Lo que el siglo XXI exige, entonces, es un marxismo capaz de dialogar con las luchas feministas, con las luchas ecologistas, con las luchas decoloniales y con las resistencias indígenas y campesinas que enfrentan al capital extractivista. No se trata de sumar “causas” de manera superficial, sino de comprender que todas ellas tienen un hilo común: la defensa de la vida frente a la lógica de acumulación sin límites.
Al mismo tiempo, no podemos olvidar que el marxismo ha sido objeto de una guerra ideológica permanente. Desde los aparatos mediáticos hasta los discursos académicos hegemónicos, se ha intentado reducirlo a un recuerdo del siglo XX, asociándolo únicamente con el fracaso del bloque soviético o con las limitaciones de ciertas experiencias históricas. Sin embargo, basta observar el auge de nuevos movimientos anticapitalistas, las relecturas marxistas en universidades y colectivos de todo el mundo, o la centralidad de conceptos como “clase trabajadora” y “explotación” en los debates contemporáneos para entender que el marxismo no está muerto. Al contrario, cada crisis del capitalismo lo devuelve a la superficie con más fuerza.
En este punto, cabe detenerse en un aspecto sensible: ¿qué significa ser marxista en sociedades donde la clase trabajadora ya no se parece al obrero de la fábrica clásica?. El siglo XXI ha ampliado la noción de clase. Hoy, las trabajadoras de plataformas, los migrantes sin papeles, las mujeres cuidadoras no remuneradas, los jóvenes precarios o los campesinos desplazados por el agronegocio forman parte de un proletariado diverso, fragmentado, pero sometido a la misma lógica de explotación.
El reto del marxismo contemporáneo es reconocer esas nuevas formas de trabajo y articulación, construir unidad en la diversidad y proponer horizontes que respondan a esas realidades.
Asimismo, hablar de marxismo en nuestro tiempo, implica reconocer que la lucha de clases no se limita a lo nacional. El capitalismo es global, y su dominación adopta la forma del imperialismo: el control económico, político y militar de unas potencias sobre vastos territorios.
Las guerras en curso, las sanciones económicas, las deudas externas impagables o las imposiciones de organismos internacionales como el FMI son expresiones de esa dominación. Frente a ello, el marxismo recupera su bandera internacionalista: la solidaridad de los pueblos por encima de las fronteras, la conciencia de que la emancipación de una clase trabajadora no puede realizarse si no se acompaña de la emancipación de todas.
Por último, hablar de marxismo en el siglo XXI es también hablar de esperanza. No una esperanza ingenua, sino una esperanza fundada en la posibilidad real de construir alternativas. El capitalismo se presenta como un horizonte inevitable, como si “no hubiera alternativa”. Pero la historia demuestra lo contrario: todo orden social ha surgido, se ha desarrollado y ha caído. El feudalismo parecía eterno, y sin embargo dio paso a otra forma de organización social. Del mismo modo, el capitalismo, aunque hoy domine el planeta, no será eterno. El marxismo nos recuerda que existen grietas, resistencias y potencialidades para superar este sistema y construir uno nuevo basado en la cooperación, la igualdad y la dignidad de todos los seres humanos.
En definitiva, cuando hablamos de marxismo en el siglo XXI hablamos de una herramienta imprescindible para comprender y transformar nuestro presente. Hablamos de un método que nos ayuda a desnudar la lógica del capital, a identificar las causas profundas de la desigualdad y a proponer alternativas colectivas.
Hablamos de una tradición crítica que, lejos de estar muerta, se renueva en cada lucha, en cada huelga, en cada resistencia contra el expolio de la tierra y del trabajo. Y hablamos, sobre todo, de la posibilidad de construir un futuro en el que la vida se sitúe por encima de la ganancia.
El desafío no es menor: requiere organización, conciencia, voluntad política y creatividad. Requiere también desprenderse de dogmas, aprender de los errores del pasado y tejer alianzas amplias que hagan frente al poder del capital. Pero si algo nos enseña el marxismo es que los pueblos, cuando se organizan y luchan, son capaces de transformar el mundo. Por eso, en pleno siglo XXI, hablar de marxismo no es mirar hacia atrás con nostalgia, sino mirar hacia adelante con determinación. Se trata de comprender el presente para cambiarlo, de no resignarnos al orden injusto que nos imponen y de afirmar que otro mundo no solo es posible, sino necesario.