El Gobierno de Estados Unidos revisa, con un celo que roza la paranoia, más de 55 millones de solicitudes de visa para entrar en su territorio. No basta con rellenar formularios, presentar documentos o cumplir requisitos burocráticos: los aparatos de inteligencia norteamericanos cruzan datos, rastrean redes sociales, buscan opiniones “sospechosas” y persiguen la participación de solicitantes en cualquier actividad que consideren “antiamericana, terrorista o antisemita”. En apenas seis meses, han revocado seis mil visas de estudiantes extranjeros; una cifra escandalosa que no obedece a delitos ni a conductas criminales, sino a algo mucho más grave: la solidaridad con Palestina. ¿No estamos, acaso, frente a un sistema de persecución ideológica institucionalizada?. ¿O es que la “tiranía” solo puede aplicarse a otros, nunca al imperio?
La propaganda occidental insiste en presentar a EE. UU. y a la Unión Europea como cumbres de civilización democrática, faros de derechos humanos y modelos de justicia social. Sin embargo, la realidad golpea con crudeza cada una de esas máscaras. Tomemos como ejemplo la equidad de género, tema recurrente en los discursos moralizantes del Norte Global hacia países del Sur. En la Cámara de Representantes de EE. UU., apenas el 29 % de los escaños son ocupados por mujeres; en el Parlamento europeo y en el Bundestag alemán, la cifra asciende a un discreto 34 %. Cuba, esa isla vilipendiada y sancionada durante más de seis décadas, exhibe en cambio un 55 % de representación femenina en su Asamblea Nacional. La diferencia es tan contundente que solo la manipulación informativa permite sostener el relato de superioridad occidental. Son datos, no consignas. Realidades, no propaganda.
Mientras tanto, en el interior de Estados Unidos, millones de personas migrantes viven en un clima de persecución constante. No se trata de excepciones aisladas, sino de una política estructural que criminaliza a quienes buscan sobrevivir. Hace unos días, Tatiana Martínez, tiktoker colombiana que se había hecho conocida por denunciar redadas migratorias en directo, fue arrestada en plena transmisión y posteriormente deportada. El mensaje del aparato represivo fue claro: quien se atreva a mostrar la violencia del sistema correrá la misma suerte. La Gestapo contemporánea no admite testigos incómodos.
La política hacia la migración cubana también es reveladora. Durante décadas, la narrativa oficial estadounidense la presentaba como “ejemplo de huida del comunismo” y, en consecuencia, otorgaba privilegios a los que abandonaban la isla.
Pero la administración Trump dio un giro brutal: la emigración cubana, antes victimizada, pasó a ser criminalizada. Los grandes medios de Miami se adaptaron rápidamente a esta nueva línea: hoy inundan sus portadas con titulares sobre delitos cometidos por cubanos en EE. UU., construyendo un relato de peligrosidad que nunca antes se había fabricado con tal intensidad. La manipulación mediática, en este caso, sirve para legitimar la represión y las deportaciones masivas.
Pero incluso quienes residen legalmente en EE. UU., e incluso quienes ostentan la nacionalidad estadounidense, no están libres de la persecución. Tras visitar Cuba, numerosos ciudadanos han denunciado hostigamientos en los aeropuertos de Miami. Una mujer relató cómo fue interrogada durante horas, se le confiscó el teléfono, le exigieron la contraseña y revisaron sus fotos, cuentas bancarias y conversaciones privadas. El ultimátum fue claro: ni ella ni su esposo podrían regresar a Cuba. El control policial sobre la vida privada alcanza aquí un grado que ni siquiera los críticos más feroces atribuyen al sistema cubano. Pero nadie osa llamar a EE. UU. un “régimen totalitario”.
La doble moral se hace aún más evidente al hablar de la pena de muerte. Se repite machaconamente que en Cuba existe en su legislación, obviando que no se aplica desde hace más de dos décadas. En cambio, en la democracia ejemplar estadounidense, solo en lo que va de 2025, ya han sido ejecutadas 29 personas. Florida, epicentro de las campañas anticubanas sobre “derechos humanos”, encabeza el ranking de ejecuciones. La ironía roza lo grotesco: quienes pretenden dar lecciones de moralidad son verdugos que aplican la pena capital con regularidad.
Pero la maquinaria represiva estadounidense no se limita a la aplicación formal de sus leyes. El asesinato extrajudicial también forma parte de su repertorio. Hace unas semanas, Donald Trump se ufanó de haber ordenado la muerte de once personas en el Mar Caribe, supuestos narcotraficantes. Algunos sostienen que el video presentado era falso, generado con inteligencia artificial, como parte de la estrategia de amedrentamiento militar contra Venezuela. Sea montaje o hecho real, el fondo es el mismo: un crimen de Estado. Si es falso, es propaganda bélica. Si es cierto, es asesinato masivo sin juicio previo. En ambos casos, un acto criminal que jamás recibirá condena de la gran prensa occidental. Aquí, la expresión “régimen asesino” no es metáfora: es literal.
Este régimen asesino no actúa en soledad. Es el mismo que financia, arma y protege diplomáticamente al Estado de Israel en su genocidio contra el pueblo palestino. Más de 64.000 muertes se acumulan en Gaza, entre ellas casi 250 periodistas asesinados. Los crímenes son tan flagrantes que han llevado a profesionales como la fotorreportera canadiense Valerie Zink a renunciar a Reuters, denunciando que la agencia “blanquea los crímenes de guerra” e incluso justifica el asesinato de sus propios trabajadores. Pero, ¿dónde vimos esta denuncia? ¿En el New York Times? ¿En Le Monde? ¿En El País? ¿En Associated Press? En ninguno. El silencio mediático se impone como parte de la complicidad estructural del imperialismo.
La connivencia no se limita a los medios. Gobiernos europeos, siempre tan prestos a condenar a Cuba, se arrodillan ante los designios de Washington y Tel Aviv. El Reino Unido ilegalizó la organización Palestine Action, provocando en pocos meses más de 850 detenciones. En Alemania, la policía apalea a manifestantes pacíficos y se prohíben conciertos o eventos en solidaridad con Palestina. La Europa “democrática” censura, persigue y reprime, mientras cada año, con descaro, su Parlamento emite resoluciones contra la supuesta falta de libertades en Cuba. El chiste, en efecto, se cuenta solo.
La pregunta entonces no es si Cuba es un régimen totalitario, como repiten los voceros del imperio. La verdadera cuestión es cómo se ha conseguido invertir los términos, cómo se ha logrado que el verdugo aparezca como juez y la víctima como criminal. Estados Unidos controla el relato mundial a través de un aparato mediático y cultural colosal, capaz de convertir en dogma lo que no resiste el más mínimo análisis empírico. Quien mata a miles en ejecuciones legales y extrajudiciales, quien reprime a migrantes, censura conciencias, persigue opiniones y sostiene genocidios, aparece como “democracia ejemplar”. Quien, a pesar del bloqueo más brutal, mantiene índices de equidad de género superiores, garantiza salud y educación gratuitas, y no aplica la pena de muerte desde hace décadas, es catalogado como “dictadura”.
El marxismo nos enseña que no basta con mirar la superficie de los fenómenos. La esencia del Estado es siempre de clase, y el de EE. UU. es, en su núcleo, un instrumento de dominación imperialista. Su supuesta democracia es un disfraz que esconde la dictadura del capital financiero y militar. Cada visa denegada por solidaridad con Palestina, cada deportación, cada ejecución en Florida o bombardeo en el Caribe, no son anomalías: son expresiones de un régimen cuyo fin último es perpetuar la hegemonía del capital. Y para ello necesita fabricar enemigos externos —Cuba, Venezuela, Palestina— y justificar su represión interna bajo la máscara de la “seguridad”.
Cuba, con todas sus contradicciones, no posee un imperio militar ni un complejo industrial que se lucra de la guerra. Su “pecado” ha sido demostrar que existe otro camino: uno donde el acceso a la salud y a la educación es un derecho, donde la representación política de las mujeres supera a la de Europa y Estados Unidos, donde la solidaridad internacionalista es práctica y no discurso. Por eso la isla es blanco permanente de la propaganda: porque su mera existencia desmiente la inevitabilidad del capitalismo.
Si de “regímenes totalitarios y asesinos” hablamos, la evidencia no deja lugar a dudas. Es en Washington y en Bruselas donde se cuece la represión global, donde se legitiman los genocidios y se diseñan las campañas de manipulación. Cuba es acusada de lo que ellos practican a gran escala. La verdad incómoda es esta: el imperio proyecta sobre otros sus propios crímenes, para seguir ejerciendo sin trabas la dominación.
El reto es romper ese cerco mediático, desenmascarar la mentira sistemática y mostrar la realidad tal como es. Solo así será posible desmontar la narrativa imperial y abrir paso a una conciencia crítica capaz de señalar al verdadero régimen totalitario y asesino: Estados Unidos y sus aliados. Mientras tanto, seguirán repitiendo su farsa anual contra Cuba. Pero, como decía un viejo refrán revolucionario, las mentiras tienen las piernas cortas, y la historia —esa jueza implacable— pondrá cada cosa en su sitio.