viernes, 26 septiembre 2025

Al alba

Por Julio Casas Delgado

Comparte

(A mi amigo, Justo García Soriano,
que, a buen seguro, vivió aquellas tétricas jornadas
con la rabia e indignación de los buenos antifascistas).

No sucedió exactamente al alba, pero sí a primeras horas de la mañana del 27 de septiembre de 1975, cuando el sol apenas despuntaba sobre un país encadenado. Dos meses antes de la muerte del dictador Franco y en medio del clamor de la solidaridad internacional, cinco jóvenes fueron fusilados por el Estado fascista español. Dos de ellos pertenecían a ETA (Euskadi Ta Askatasuna) y tres al FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriota). Fueron condenados a morir en la “noche más larga” por tribunales militares sin garantías, en juicios sumarísimos que la comunidad internacional denunció como farsas judiciales. No hubo clemencia, ni justicia: hubo venganza de clase y represión política.

El hecho de que fueran fusilados y no ejecutados con garrote vil fue casi anecdótico: el régimen no disponía de suficientes verdugos, y Franco quería acelerar las condenas antes de que su propia muerte, le arrebatara del poder. Aquella mañana no se trataba de impartir justicia, sino de lanzar un mensaje al pueblo: el franquismo, aunque agónico, aún tenía balas y pelotones para sembrar el terror.

Mucha gente, escuchó aquella noticia por la radio la tarde de ese mismo día, ya esperado y temido. El franquismo se despedía con crímenes “legales” que eran en realidad, asesinatos de Estado.

Lokinn

Medio siglo después, sigo convencido de que recordar estos hechos, no es un gesto de nostalgia, sino de resistencia. Hoy que las extremas derechas vuelven a engatusar a sectores de la juventud, conviene recordar qué significa vivir bajo una dictadura, qué significa un régimen fascista: hambre de justicia social, represión feroz, cárceles llenas de obreros, estudiante y disidentes de toda índole; torturadores elevados a la categoría de héroes nacionales y, en los últimos estertores, fusilamientos al amanecer.

Los últimos años del franquismo no fueron un tiempo de suave declive. Fueron de una agonía rabiosa y sangrienta; un recrudecimiento del terror. El aparato del Estado se atrincheró y disparó contra huelguistas, declaró estados de excepción, persiguió sin descanso a militantes comunistas y obreros. El franquismo no cedía: moría matando. En aquel contexto, enfrentarse al régimen significaba mirar de frente a la muerte, sabiendo que ningún derecho, ninguna garantía, ningún tribunal imparcial te iba a proteger.

El régimen llamaba “terroristas” a quienes se levantaban contra él. Pero el verdadero terrorismo fue engendrado por el propio Estado franquista, que durante casi cuarenta años mantuvo una maquinaria de represión sistemática contra cualquier atisbo de libertad. ETA y el FRAP, con sus diferencias, surgieron como respuesta a esa realidad. Mientras ETA representaba una resistencia de raíz nacionalista vasca, el FRAP era fruto de la lucha antifascista y popular de corte marxista-leninista.

Ambos grupos, con aciertos y errores, pusieron en jaque a las estructuras represivas de un régimen que se sabía agotado, pero que se negaba a morir sin arrastrar consigo a sus enemigos. Para el franquismo, la represión no era un error ni un exceso: era su esencia. Los últimos fusilamientos fueron precisamente eso: un gesto de fuerza en un momento de debilidad. Franco necesitaba dejar claro que, aunque enfermo y cercano a la tumba, aún mandaba. Necesitaba demostrar que el Estado burgués-fascista no vacilaba ante las súplicas del pueblo ni ante la presión internacional.

Vinícola de Tomelloso

El clima internacional era delicado. Franco había sido durante décadas el peón útil de las potencias occidentales; un muro contra el comunismo en la península ibérica, un socio incómodo pero necesario en la Guerra Fría. Pero en 1975 la situación era insostenible. La comunidad internacional contemplaba los juicios sumarísimos y las condenas de muerte con indignación. Incluso el papa Pablo VI intercedió tres veces en favor de los condenados. Franco, sin embargo, se blindó en su soberbia y dejó órdenes de no ser molestado, “llamase quien llamase”.

La respuesta fue una oleada de protestas que recorrió Europa y América Latina. En Lisboa se incendió la embajada española, en Viena fue atacada, y en Bruselas, Londres, Roma y París miles de antifascistas ocuparon las calles. En Suecia, el propio primer ministro, el socialdemócrata, Olof Palme, encabezó la protesta, pidiendo dinero para la oposición española. En México, el presidente exigió sanciones y la expulsión de España de la ONU. Diecisiete países retiraron a sus embajadores. El franquismo parecía retroceder a 1945, cuando había sido condenado al aislamiento.

Las víctimas de aquel 27 de septiembre no fueron simples nombres: fueron militantes, hijos, hermanos, compañeros de lucha. Jon Paredes Manot, “Txiqui”, fusilado en Barcelona, murió cantando el Eusko Gudariak. Ángel Otaegui Etxeberría, ejecutado en Burgos, fue asesinado en soledad, sin testigos. Ramón García Sanz, José Luis Sánchez Bravo y José Humberto Baena, militantes del FRAP, fueron fusilados en Hoyo de Manzanares. Sus procesos fueron pantomimas: tribunales militares juzgando a civiles, pruebas fabricadas, abogados impotentes frente a la maquinaria de la represión. Todos murieron jóvenes.

Todos murieron en manos de voluntarios de la Guardia Civil y la Policía Armada, que dispararon sabiendo que ejecutaban un acto político más que un castigo judicial. Aquellos fusiles no apuntaban solo a cinco militantes: apuntaban contra todo un pueblo que luchaba por su libertad.

Lejos de amilanarse, Franco respondió a la indignación internacional convocando un acto en la Plaza de Oriente, rodeado de falangistas con el brazo en alto, con las banderas ondeando entre las águilas y pollos imperiales de la época, junto a los tradicionales gritos de exaltación. A su lado estaba el entonces príncipe Juan Carlos, que nunca ha explicado su presencia ni ha pedido perdón por aquel gesto.

Ese silencio, esa complicidad, fueron y son una de las claves de la mal llamada “Transición”: el franquismo no desapareció, se recicló.

Muchos de sus verdugos, jueces, ministros y policías siguieron en sus puestos bajo el paragüas la nueva monarquía parlamentaria. El régimen murió formalmente, pero sus estructuras sobrevivieron. Y todavía hoy, en pleno siglo XXI, vemos cómo sus herederos políticos ocupan escaños, medios de comunicación y espacios de poder, mientras la memoria de las víctimas sigue siendo objeto de disputa.

La canción Al alba, de Luis Eduardo Aute, se convirtió en el símbolo de aquel momento, de aquella funesta mañana otoñal de 1975. Aute escribió aquellas palabras de dolor, disfrazadas de canción de amor para burlar la censura, pero Rosa León la dedicaba en sus conciertos a los fusilados, como si fueran las últimas cartas que pudieron haber escrito. Ese canto atravesó la censura y llegó al pueblo, convirtiéndose en un himno de resistencia.

Advertisement

La cultura popular se hizo trinchera y entonces, recuperó la memoria. Han pasado cincuenta años de aquellos fusilamientos, y la memoria sigue siendo un campo de batalla.

La Constitución de 1978 abolió formalmente la pena de muerte, pero no depuró responsabilidades. Los jueces que firmaron aquellas condenas, los ministros que las ratificaron, los policías que dispararon, nunca fueron juzgados.

La manida “reconciliación” de la Transición no fue más que una amnesia impuesta, diseñada para salvar a los verdugos y desarmar de discurso y conciencia las capas populares.

Hoy, cuando las narrativas reaccionarias, se presentan maquilladas de “patriotismo” o “defensa de la unidad de España”, debemos recordar que ese mismo lenguaje fue el que justificó cárceles, torturas y fusilamientos.

El franquismo no fue un paréntesis en la historia: fue la forma en que la burguesía española, con apoyo internacional, aplastó al movimiento obrero y campesino que había osado construir una república popular. Al alba del día 27 de septiembre de 1975, el franquismo disparó por última vez contra cinco militantes que soñaban con un mundo libre.

Aquellos disparos no lograron frenar el curso de la historia, pero sí dejaron una herida que sangra todavía. Recordarles y rendirles tributo no es un gesto melancólico: es un acto de combate.

Frente a quienes pretenden blanquear el pasado fascista de España, frente a quienes resurgen hoy con el mismo odio de clase disfrazado de modernidad, nuestra respuesta debe ser la memoria, la organización y la lucha.

La historia nos enseña que los pueblos que olvidan a sus mártires están condenados a repetir su tragedia. Por eso hoy, medio siglo después, seguimos diciendo con voz firme: ni olvido ni perdón. ¡ANTIFASCISMO!.

Más noticias

+ noticias