Hace unos días viendo La 2 por Internet, me sumergí en la serie Los mil días de Allende. No era un simple viaje al pasado: era un espejo que devolvía reflejos incómodos de nuestro presente. El Chile de Salvador Allende, fragmentado por tensiones políticas, económicas y sociales, se desplegaba ante mis ojos como un recordatorio de lo que puede ocurrir cuando la democracia se descuida y las fuerzas del poder económico y mediático se imponen sobre la voluntad popular. La historia no es un relato cerrado; es un flujo que persiste, enseñando, advirtiendo, despertando conciencia.
La serie retrata con claridad la presión constante que sufrió el gobierno de Allende. Desde conspiraciones soterradas hasta el asedio mediático, cada episodio mostraba cómo la manipulación de la información puede erosionar el tejido democrático. En aquel Chile, la democracia no se defendió solo con votos: se construyó con la conciencia crítica y la movilización de trabajadores, estudiantes y movimientos sociales. Allí se evidencia una verdad esencial: la democracia no es un pacto sólido e inmutable; es un tejido delicado, frágil, que requiere cuidado, vigilancia y acción constante.
Los sectores que se oponían a Allende nunca aceptaron la legitimidad de su gobierno. La erosión fue gradual: primero se cuestionaron las instituciones, luego se trivializó la palabra, después se normalizó la agresión simbólica, hasta que finalmente la violencia política se instaló como solución aparente. Las grandes empresas, nacionales y extranjeras, intervinieron activamente, saboteando la economía, boicoteando reformas y financiando campañas de desinformación. Desde un análisis marxista, esto no sorprende: la política está siempre atravesada por las relaciones de clase. Los proyectos que buscan redistribuir riqueza y fortalecer derechos sociales chocan inevitablemente con intereses concentrados, dispuestos a usar todos los medios a su alcance para preservar su poder.
Al mirar a España desde esta perspectiva, los ecos son claros aunque las circunstancias históricas sean distintas. La derecha y la ultraderecha contemporáneas recurren a estrategias semejantes: deslegitimar al adversario, sembrar dudas sobre el sistema democrático, presentar la voluntad parlamentaria como ilegítima. La política se convierte en un campo de minas simbólico: palabras que se retuercen hasta perder su sentido original, transformándose en instrumentos de ataque, garrotes o cuchillos destinados a dividir y polarizar.
La desinformación, la manipulación mediática y la polarización actúan como herramientas de control, erosionando la confianza pública y debilitando la cohesión social.
El aprendizaje más duro de la experiencia chilena es que las democracias no mueren por golpes espectaculares, sino por erosión prolongada. Primero se cuestionan las reglas compartidas, luego se banalizan los agravios, después se normaliza el odio, y finalmente la violencia se naturaliza en el lenguaje y en la acción política. Cuando la ciudadanía se acostumbra al ruido constante, cuando la crispación se convierte en paisaje cotidiano y la polarización domina el debate, la convivencia social naufraga. Es entonces cuando el autoritarismo reclama su espacio, muchas veces con aceptación tácita o justificación simbólica.
La resistencia chilena muestra, al mismo tiempo, el poder de la acción colectiva. Trabajadores, sindicatos, estudiantes y organizaciones sociales sostuvieron la lucha por la democracia frente a la presión económica y mediática. Esa experiencia subraya que la democracia depende del pueblo: no basta con votar; es necesario participar activamente, cuestionar los discursos hegemónicos, exigir transparencia, construir espacios de diálogo y solidaridad.
La democracia, entendida desde un enfoque marxista, no es un estado fijo; refleja las tensiones entre las fuerzas sociales y los intereses económicos que disputan la dirección del país.
En España, la memoria histórica cumple un rol similar. Las dictaduras, los exilios y las luchas populares han dejado cicatrices profundas, pero también enseñanzas. La memoria colectiva actúa como un instrumento de defensa: recordar los sacrificios, las derrotas y las victorias permite reconocer las tácticas de manipulación y fortalecer la cohesión social.
Aprender del pasado es fundamental para proteger la democracia del desgaste silencioso y de quienes intentan socavarla desde dentro.
Otro aprendizaje es el papel central de la educación y la cultura. La formación de conciencia política y social permite que la ciudadanía no sea manipulada por discursos de odio, polarización o desinformación. En Chile, movimientos sindicales, estudiantiles y culturales fueron pilares de resistencia frente al desmantelamiento democrático. En España, la educación crítica y el acceso a información plural cumplen funciones similares: fortalecen la capacidad de la sociedad para reconocer amenazas, comprender las dinámicas de poder y actuar en defensa de la democracia.
Los medios de comunicación también son decisivos. En Chile, la prensa controlada por intereses económicos contribuyó al boicot mediático y a la deslegitimación de Allende. Hoy, en España, los medios pueden informar, pero también polarizar, manipular o presionar políticamente. Reconocer esta realidad permite cuestionar, analizar críticamente y evitar aceptar pasivamente narrativas que buscan dividir, confundir o desmovilizar a la ciudadanía.
La historia de Allende nos recuerda que la democracia no es un logro definitivo, sino un proceso vivo que requiere vigilancia constante. La igualdad, la libertad y la fraternidad no se mantienen por decreto, sino mediante acción colectiva consciente. La defensa de la democracia implica comprender sus fragilidades, reconocer las dinámicas de poder y actuar para garantizar que los derechos conquistados no sean erosionados por intereses concentrados, discursos de odio o manipulación mediática.
Mirar Chile en los años de Allende funciona como un espejo que devuelve nuestra propia realidad. Nos recuerda que la democracia es frágil, que su supervivencia depende de la capacidad del pueblo para sostenerla, ampliarla y profundizarla. La memoria histórica, la participación activa, la educación crítica y la solidaridad social son los pilares que permiten resistir la erosión lenta de la democracia y construir una sociedad más justa, igualitaria y libre. La lección es clara: la democracia no se defiende con palabras vacías, sino con acción consciente, colectiva y constante.
En definitiva, la mirada hacia Chile en los años de Allende funciona como advertencia y guía. Nos enseña que la democracia no es un regalo ni un hecho garantizado: es una conquista diaria. Que la libertad, la igualdad y la fraternidad no se consolidan por decreto, sino mediante participación, vigilancia y conciencia crítica. Que la memoria histórica no es nostalgia, sino aprendizaje activo. Y que solo un pueblo organizado, informado y solidario puede sostener y profundizar un sistema democrático frente a las fuerzas que buscan socavarlo desde dentro y desde fuera.
Mirar el pasado es, en última instancia, mirarnos a nosotros mismos. Es asumir que la democracia exige compromiso constante, que los derechos no se mantienen por inercia y que la libertad solo se sostiene cuando la defendemos colectivamente. El Chile de Allende y la España contemporánea nos enseñan que la política es un campo de batalla donde la conciencia, la organización y la solidaridad son las armas más poderosas. Y es precisamente esta capacidad de actuar juntos, de pensar críticamente y de resistir la manipulación, lo que determina si la justicia, la igualdad y la libertad pueden prevalecer.