El ateísmo, entendido no como simple negación de la existencia de un dios sino como crítica radical a todo sistema ideológico que sirva de legitimación a la dominación, ocupa un lugar central en la tradición marxista. No es casual que Marx situara la religión como el “opio del pueblo”, no en un sentido meramente peyorativo, sino reconociendo su doble carácter: como expresión de un mundo desgarrado y como instrumento que perpetúa la enajenación. Desde esa perspectiva, el ateísmo no debe plantearse como una posición individualista, fruto de la mera especulación filosófica, sino como un proceso histórico ligado a la lucha de clases y a la transformación material de la sociedad. La negación de Dios no es, por sí misma, revolucionaria; lo que la dota de sentido emancipador es su articulación con la praxis que busca abolir las condiciones sociales que generan la necesidad de consuelo religioso.
El marxismo reconoce que la religión surge de la miseria real, de la impotencia del hombre frente a la naturaleza y frente a unas relaciones sociales que le son ajenas y hostiles. La fe no se impone solamente como dogma externo, sino que encuentra terreno fértil en las angustias de la vida cotidiana. El campesino explotado, el obrero sin seguridad, el migrante abandonado: todos ellos pueden hallar en la religión una explicación y un consuelo allí donde la realidad solo ofrece incertidumbre. De ahí que la crítica marxista a la religión no se limite a ridiculizar creencias ni a proclamar un ateísmo abstracto, sino que exige transformar las condiciones materiales que la hacen necesaria. Para Marx, la tarea no era arrancar ilusiones de las cabezas de los oprimidos, sino suprimir las situaciones que hacen imprescindibles esas ilusiones.
En este sentido, el ateísmo marxista se diferencia tanto del racionalismo burgués como del nihilismo estéril. El racionalismo burgués denuncia la superstición en nombre del progreso, pero permanece indiferente a las causas sociales de la miseria espiritual; confía en la educación y en la ciencia como herramientas suficientes, sin cuestionar las relaciones de explotación que reproducen la necesidad de un más allá. El nihilismo, por su parte, se limita a negar sin ofrecer horizonte, quedando atrapado en la desesperanza que pretende superar. El marxismo, en cambio, concibe el ateísmo como parte inseparable de la lucha por la emancipación, como negación dialéctica que abre paso a la construcción de una nueva humanidad reconciliada consigo misma.
La historia del movimiento obrero ofrece múltiples ejemplos de cómo la crítica de la religión se articuló con la acción revolucionaria. En la Comuna de París, los comuneros expropiaron bienes eclesiásticos y proclamaron la separación de la Iglesia y el Estado, no como un gesto anticlerical meramente simbólico, sino como afirmación de que la soberanía pertenece al pueblo trabajador. En la Revolución Rusa, la lucha contra el poder de la Iglesia ortodoxa estuvo unida a la necesidad de liberar a las masas campesinas de una institución que legitimaba el zarismo y la sumisión. No se trataba solo de cerrar templos, sino de abrir escuelas, de garantizar salud y cultura, de sustituir la esperanza en la salvación celestial por la confianza en la construcción colectiva del socialismo. En ambos casos, el ateísmo no se expresó como hostilidad gratuita contra la fe popular, sino como despliegue de nuevas formas de comunidad en las que la religión se volvía superflua.
Conviene insistir en que el marxismo no exige al militante proletario que renuncie de inmediato a sus creencias religiosas como condición para participar en la lucha. Lenin, en su polémica contra ciertos sectarismos, fue claro: la organización revolucionaria no podía convertirse en una sociedad atea de propaganda exclusiva, porque la tarea principal era unir a los trabajadores frente al capital. La fe religiosa de un obrero no lo descalifica como compañero de lucha, y sería un error táctico convertir el ateísmo en dogma obligatorio. Sin embargo, la experiencia de la lucha y la ampliación de la conciencia de clase tienden, con el tiempo, a erosionar las bases de la fe. La superación de la religión no es una imposición externa, sino un proceso histórico que avanza al compás de la transformación social.
En las sociedades capitalistas contemporáneas, el papel de la religión ha mutado, pero no ha desaparecido. El capitalismo tardío ha aprendido a instrumentalizar la fe de maneras más sofisticadas. Allí donde el clero jugaba un rol directo en la legitimación de la monarquía o el imperio, hoy vemos megasectas evangélicas que predican el evangelio de la prosperidad, iglesias que bendicen guerras imperialistas y jerarquías católicas que promueven la obediencia bajo el disfraz de caridad. La religión, lejos de ser simple residuo de épocas pasadas, se ha convertido en un negocio multimillonario y en un aparato de control cultural, especialmente en regiones donde la precariedad y la desigualdad alimentan la necesidad de consuelo. El marxismo no puede ignorar este fenómeno: la crítica del ateísmo debe actualizarse para comprender cómo el capital se apropia de lo religioso y lo adapta a sus necesidades de dominación.
Al mismo tiempo, la secularización progresiva de amplias capas de la población, sobre todo en Europa, plantea nuevos retos. Allí donde la religión pierde peso institucional, surgen formas de espiritualidad difusa, de consumo individualizado de lo sagrado: terapias alternativas, cultos New Age, supersticiones recicladas. Lejos de ser signos de emancipación, estas manifestaciones revelan que la alienación sigue operando bajo nuevas máscaras. El individuo aislado, enfrentado a un mundo fragmentado y carente de sentido, busca en lo esotérico una seguridad que el sistema capitalista no puede ofrecerle. El ateísmo marxista debe ser capaz de ir más allá de la simple denuncia y mostrar cómo solo la reconstrucción de vínculos comunitarios y solidarios puede suplir ese vacío.
La cuestión del ateísmo, por tanto, se sitúa en el terreno de la praxis y no en el de la especulación. No basta con demostrar que Dios no existe; lo fundamental es crear un mundo en el que no haga falta creer en él. En este punto, la filosofía se entrelaza con la política. Feuerbach ya había señalado que la religión es proyección de las necesidades y deseos humanos, pero fue Marx quien dio el paso decisivo al afirmar que no bastaba con invertir la relación conceptual, sino que había que transformar las condiciones materiales que la engendran. El ateísmo marxista no es una filosofía de gabinete, sino una tarea revolucionaria.
En este marco, cabe preguntarse cuál es el papel del militante ateo en las luchas actuales. No se trata de predicar desde una superioridad moral, ni de imponer una visión a quienes todavía se aferran a la fe. El militante ateo debe comprender la religión como síntoma de un mal social más profundo y, en consecuencia, orientar su esfuerzo a combatir las raíces de ese mal. Allí donde el Estado recorta servicios públicos y las iglesias se presentan como refugio para los pobres, el ateísmo se expresa en la defensa incondicional de la educación, la sanidad y la vivienda. Allí donde las religiones legitiman la opresión de género o la homofobia, el ateísmo se convierte en lucha por la emancipación sexual y la igualdad real. La crítica religiosa adquiere cuerpo y sentido en la acción concreta contra la injusticia.
No obstante, no se puede soslayar que la religión también ha servido en ocasiones como vehículo de resistencia popular, particularmente en contextos coloniales. La teología de la liberación en América Latina mostró cómo sectores de base católicos podían articular una lectura emancipadora del Evangelio frente a las dictaduras y el imperialismo. El marxismo no debe confundir este fenómeno con una conciliación posible entre religión y emancipación socialista; más bien lo interpreta como un momento transitorio en el que las masas, partiendo de su propia tradición cultural, encuentran caminos hacia la lucha. La tarea del ateísmo marxista consiste en acompañar ese proceso, potenciando lo emancipador y mostrando los límites de la fe, hasta que la propia dinámica de la lucha haga evidente la necesidad de superar las mediaciones religiosas.
La relación entre ateísmo y arte revolucionario también merece ser destacada. La cultura socialista no se limita a negar lo religioso, sino que propone nuevas formas simbólicas de comprender la existencia. Poetas, pintores y cineastas han explorado la idea de un mundo sin dioses no como un vacío, sino como un espacio abierto a la creatividad humana colectiva. El ateísmo marxista no es una estética de la desolación, sino de la plenitud: afirma que la verdadera trascendencia se encuentra en la humanidad misma, en su capacidad de transformar el mundo y de darse a sí misma sentido. En este terreno, la crítica a la religión se convierte en afirmación de un humanismo revolucionario.
El horizonte del ateísmo marxista, en definitiva, es el comunismo. Solo en una sociedad sin explotación ni alienación podrá el hombre reconciliarse consigo mismo y dejar de proyectar en un ser supremo sus anhelos de justicia y fraternidad. La abolición de la religión no se decreta, sino que se conquista a través de la abolición de las condiciones sociales que la sostienen. El comunismo no promete un cielo en la tierra, sino que hace innecesario todo cielo, porque devuelve a los hombres la conciencia de ser dueños de su destino. En ese horizonte, el ateísmo deja de ser negación y se convierte en afirmación de la vida plena, de la comunidad solidaria, de la libertad conquistada colectivamente.
El ateísmo marxista no es, pues, un ejercicio intelectual aislado ni una cruzada contra la fe individual, sino un componente fundamental de la lucha por la emancipación humana. Su profundidad radica en entender la religión como expresión de la alienación y en combatirla no solo en las ideas, sino en la realidad social que la engendra. La crítica de la religión es, al mismo tiempo, crítica de un mundo invertido; la construcción del socialismo es la verdadera superación del misticismo. En la medida en que la humanidad conquiste su libertad y su dignidad en la tierra, la necesidad de consuelos celestiales se desvanecerá. El ateísmo no se impondrá como mandato, sino que nacerá de la experiencia vivida de una humanidad reconciliada. Esa es la promesa profunda que encierra la perspectiva marxista: no un mundo sin dioses como vacío, sino un mundo de hombres y mujeres plenos, conscientes y libres, que ya no necesitan inventar más allá porque han conquistado, finalmente, el aquí y ahora.