El próximo domingo acabará la Vuelta Ciclista a España y, mientras el ganador será agasajado entre laudas, cítaras y oropeles, la televisión nos devolverá el rostro de un niño palestino, demacrado por el hambre y el bloqueo, con los ojos desorbitados y la piel pegada al hueso. Entretanto se escuchará algún periodista indignarse porque un grupo de activistas interrumpió varias veces la Vuelta. No hablan del genocidio en Gaza, sino del “atentado” contra el espectáculo deportivo. Para ellos, lo grave no es el exterminio de un pueblo, sino que un puñado de jóvenes altere la liturgia del deporte convertido en mercancía.
Los tertulianos se reparten papeles: el directivo engreído que exige sanciones para la próxima, el comentarista que habla de “violencia” contra la carrera, el patriota que grita que “son los ex etarras de siempre”. La manipulación es obscena. Se pretende criminalizar cualquier gesto de solidaridad con Palestina y reducirlo todo a un problema de orden público. Pero entre tanto griterío, lo único cierto es que unos cuantos hombres y mujeres se han atrevido a detener la máquina del espectáculo para señalar a los asesinos de niños y a sus cómplices.
Los periódicos han explicado, que un grupo de activistas se lanzó contra los ciclistas israelíes y que parte del público aplaudió la acción. Eso basta para que los opinadores se rasgasen las vestiduras: cómo se atreven a interrumpir la fiesta, cómo mancillan el “espíritu del deporte”. Lo que a nadie parece preocuparle es que en Gaza no haya fiesta ni deporte, sino cadáveres, ruinas y hambre. Para muchos, lo intolerable no es el genocidio, sino que se haya puesto en cuestión la normalidad en una competición televisada.
Quise intervenir antes, pero creí no estar preparado para opinar sobre a esa tertulia. Por eso escribo estas líneas. Me pregunto: ¿ninguno de los ciclistas que participaron en la Vuelta se unió a la protesta? ¿Nadie tuvo la decencia de rechazar competir junto a los representantes de un Estado genocida? Se indignan cuando oyen consignas contra Israel, pero guardan silencio ante las bombas que caen sobre hospitales y escuelas.
España mantiene relaciones diplomáticas, intercambios comerciales y ventas de armas con Tel-Aviv. Ni siquiera se planteó excluir al equipo israelí de la competición. Al contrario: se los recibió con sonrisas, ofreciéndoles escaparate como si fuera un participante más. Los ciclistas pedalean junto a los enviados del exterminio sin mostrar incomodidad, sin renunciar a la gloria prefabricada. Son engranajes dóciles de una maquinaria publicitaria.
Mientras tanto, ciudadanos anónimos se plantaron en la carretera. En Bilbao, en Cantabria, en Asturias, en Galicia, irrumpieron en las etapas, bloqueando el paso, ondeando banderas palestinas, encadenando sus cuerpos al asfalto. Denunciaron que no puede haber normalidad mientras se bombardea a un pueblo entero.
Puede ser que pagaran un precio alto, pero rescatan una chispa de dignidad en medio de tanta servidumbre. Esa chispa debe extenderse, convertirse en incendio, prender en cada rincón de este país.
Porque aquí no está en juego una simple carrera ciclista: está en juego la conciencia colectiva. Los ciclistas con contratos millonarios callan. Los espectadores aplauden como autómatas. Los periodistas atacan a los que protestan. ¿No ven que así se convierten en cómplices? Gaza arde y en nuestras pantallas solo importa quién llega primero a la meta.
Nosotros, los que miramos desde casa, también cargamos con responsabilidad. ¿Por qué no estamos en las calles, en las carreteras, en los estadios, denunciando la barbarie? ¿Por qué no interrumpimos cada acto, cada fiesta, cada negocio que se desarrolle como si nada ocurriera?.
La pasividad es otra forma de complicidad. Mientras vemos caer bombas en directo y seguimos con la rutina, la maquinaria del exterminio continúa girando.
Los ciclistas han perdido el alma. Reducen su existencia a girar pedales en un espectáculo vacío, incapaces de levantar la voz contra la injusticia. Pero no son los únicos: también la sociedad española corre el riesgo de perderla. Si aceptamos con indiferencia el holocausto del pueblo palestino, si callamos cuando nuestros gobiernos pactan con asesinos, si preferimos la comodidad a la solidaridad, estamos renunciando a la dignidad.
Por eso, hay que reconocer a quienes interrumpieron la Vuelta. Incluso se puede discutir su pasado, se pueden criticar sus métodos, pero esta vez estuvieron del lado de la vida, no de la muerte. Tuvieron el valor de enfrentarse al pelotón, a la policía, a los periodistas y a los políticos serviles. Por un día se convirtieron en la voz de los sin voz, en la memoria de los niños enterrados bajo los escombros.
La pregunta es incómoda, pero necesaria: ¿hemos perdido el alma como pueblo? Si la respuesta es sí, entonces solo nos queda resignarnos a ser espectadores de la barbarie. Si aún queda algo de dignidad, habrá que multiplicar los gestos de resistencia, organizar la rabia, transformar la indignación en lucha colectiva. Porque lo que está en juego no es una medalla ni un podio: es la vida de un pueblo entero, y con ella, nuestra propia humanidad.