Los Navalucillos, orgulloso pueblo toledano amo de llaves del Parque de Cabañeros, tampoco se ha librado de figurar en el mapa de los horrores de los incendios estivales. Ya no huele a humo ni se respira ceniza, pero las brigadas tuvieron que defender con mangueras, uñas y dientes hasta en once ocasiones lo que quedaba a la espalda del fuego, ni más ni menos que uno de los dieciséis parques nacionales con los que cuenta España, quizá de los más desconocidos para gloria de quienes lo solemos disfrutar por aquello de tenerlo más a mano.
El pueblo te da la bienvenida luciendo escaparate en forma de pórtico de entrada donde exhibe todo lo hallado a lo largo de su historia dentro de sus dominios. Desde una orgullosa muestra de lucillo, sepultura rupestre que bautiza al municipio; hasta su Piedra de la Culebra que relata la gesta de Juan del Cerro, padrino de una culebra de nombre Sancha que terminó por matar a su amo. ‘Donde nadie es forastero’, reza la placa que acompaña al bodegón.

Los parques de El Encinar y La Laguna, la iglesia de San Sebastián o la ermita de Nuestra Señora de Las Saleras completan el mapa de una localidad anclada en sus coordenadas al valle del Río Pusa, a los pies de los Montes de Toledo. Una postal que esconde en la trastienda el Camino de las Becerras, vía que permite al viajero desnudar al Parque Nacional de Cabañeros de un vistazo y que pone a su disposición todo un muestrario de cicatrices en forma de rutas senderistas para adentrarse en él.
Un camino que hace tan solo unos días ha podido cortar la cinta de una oportuna remodelación, que actuando con 605.000 euros en sus primeros 2,5 kilómetros permite ahora llegar al epicentro del sistema nervioso del parque nacional con garantías. A 242 euros el metro. Una inversión que ha tenido que venir de mamá Europa, por aquello de que Cabañeros es uno de los dos únicos parques nacionales cuya gestión no está asumida por la Comunidad Autónoma que le custodia. Cosas de lindes.
VEINTIÚN CAMINOS
El Parque Nacional de Cabañeros no podría guardarse ni un solo secreto porque está atravesado por un esqueleto de veintiún senderos que escudriña sus 400 kilómetros cuadrados sin dejarse una sola costura oculta. Pero la chincheta en el mapa que supone el nuevo Camino de las Becerras nos conduce a la mejor línea de salida para conocer por primera vez este enclave único.
Tan de estreno está el nuevo punto de partida tras la oportuna reforma de su firme que llegar al mismo no será fácil si te dejas guiar por las instrucciones que ofrece Google. Ese primer azulejo amarillo se hará de rogar, porque la reciente obra a la que le acaban de quitar los precintos provoca que la ruta que ofrece la aplicación de mapas esté distorsionada, así que deja el móvil y tira de pericia para esquivar la calle cortada. Baja la ventanilla y pregunta. Una vez aparcado el coche, el tiempo se para y solo resta elegir cuál de todos los senderos será el que nos guíe en una jornada única.
Entre el primer paso que demos y el Pico Rocigalgo, techo que corona a 1.500 metros los Montes de Toledo, se abren distintas opciones para disfrutar de un paisaje cincelado de encinas y jaras, donde el arroyo de La Arañosa da la bienvenida.

El decorado se alterna de sauces, fresnos y tejos a partes iguales mientras los dientes de la sierra montañosa nos vigilan dando cobijo a buitres leonados. La comparsa del camino la marcarán el baile de los helechos intercalados de enebros y abedules. Un paisaje que cuelga de un lienzo labrado a base de 300 millones de años.
DOS CHORROS
El encinar se estira hasta lo eterno arropado del silencio en una estampa única y no del todo conocida más allá de la comarca. En nuestro camino hacia el abrazo del Rocigalgo pararemos una primera vez en El Chorro, que fue refugio de cabreros y donde la paz se te agarra al pecho mientras oyes el agua caer. Casi veinte metros de caída de una cascada por puro capricho geológico que ofrece una estampa más propia de la España húmeda.

El camino se complica a partir de ahora afilando su pendiente hacia arriba para mayor gloria de quien lo consiga transitar hasta la meta. Con solo un poquito más, llegamos a Chorrera Chica, donde las vistas al valle que todo lo puede escoltado por roca pedriza vuelven a hacer más pequeño al caminante.
Aunque escondida, la Chorrera Chica presume cada vez que alguien viene a mirarla por la rivera del arroyo que marca el camino. Hasta aquí, los contrastes de vegetación entre zonas de solana o de umbría completan un paisaje que ningún otro rincón de España puede ofrecer. Es éste el punto donde habrá que decidir si ponemos el sombrero al Parque Nacional desde la cima del Rocigalgo. Un envite entre robles que nos dará la oportunidad de barrer de un vistazo Toledo y Ciudad Real y gritar todo lo fuerte que queramos, que nadie nos podrá oír.
El camino de vuelta nos ofrece la oportunidad de masticarlo mejor por aquello de la cuesta abajo y de que el hambre empieza a apretar. Y como en Castilla-La Mancha ninguna jornada se abrocha sin sentarse antes a la mesa, esta propuesta de plan de domingo termina allí donde empieza el merendero homónimo al Camino de las Becerras.
Y como no es habitual que de una cocina castellanomanchega salgan platos cargados de algo que no haya llevado cencerro o dormido en el campo, verá salir de los fogones del merendero la mejor de las propuestas gastronómicas para fundirse con el terreno, desde el jabalí al venado pasando por el cordero en todas sus modalidades.

UNA TRILOGÍA
Cuando remate el postre y esté a punto de darme la razón, tocará decidir si el primer encuentro con Cabañeros será el último. Y como la respuesta será negativa, le invito ahora a seguir descubriéndola acompañado de la prosa de Rafael Cabanillas. A través de su trilogía ‘En la raya del infinito’, el autor ofrece en tres pases –Quercus, Enjambre y Valhondo– tres oportunidades más de seguir enamorándose del territorio.
Navas de Estena, su río, la Cueva del Tío Cestero o la Tabla del Tío Fernandillo en la primera entrega; Anchuras y el Mural de Tiresias en la segunda; o el pintoresco Robledo del Buey en la tercera rematan una experiencia que será más única todavía si se completa a golpe de caminata en sus respectivas rutas senderistas.

Que Castilla-La Mancha no te la acabas es algo que me costó aprender y no lo hice hasta que no la anfitrioné como se merecía. Saltar de Cuenca a la capital siempre acompleja aunque sea solo por el tamaño de los edificios, que imponen la necesidad de hacerse de menos casi por espíritu de supervivencia.
A esta región hecha a jirones le ha hecho falta tiempo para apretar costuras, pero cuarenta años después comienza, de algún modo, a destilar cierto aroma identitario hasta ahora reservado exclusivamente a sus comarcas. Hemos tardado en aceptar que en Castilla se puede también presumir de La Mancha y al revés, que sin necesidad de ser lo mismo podemos compartir muchas cosas, como el orgullo de haber peleado por no ser menos que nadie y casi haberlo conseguido.
El orgullo de castellanomancheguidad me vino tarde, y tuvo que nacer y crecer a fuerza de enseñarla a los de fuera. Aprendí a querer a mi tierra en primera instancia a golpe de boca abierta de cada invitado al que le levantaba el telón de alguno de los 80.000 kilómetros cuadrados que custodian nuestras fronteras.