Los incendios que devastan este verano (y todos, puesto que el fuego no entiende de actualizaciones 6.0), el territorio español son el síntoma visible de un problema estructural: un Estado incapaz de garantizar condiciones de vida dignas para la mayoría social, pero perfectamente eficaz cuando se trata de proteger los intereses de la burguesía. No es casualidad que ardan las casas de los trabajadores mientras las élites políticas y económicas permanecen intocables. Los Montoros de turno —símbolos de esa clase política que legisla en favor de los ricos— jamás pierden nada. El fuego consume a los pobres, pero jamás alcanza a los que se enriquecen con la precariedad.
Esta desigualdad no es un accidente: es la lógica del capitalismo. El Estado, lejos de ser un árbitro neutral, se organiza como aparato de clase, diseñado para mantener la propiedad privada y garantizar la reproducción del capital. Las reformas fiscales de Montoro, las privatizaciones encubiertas de la sanidad y la educación, o las políticas de vivienda que benefician a fondos buitre, son ejemplos concretos de cómo la maquinaria estatal actúa como guardián de los intereses burgueses.
En este contexto, la ultraderecha no surge de la nada: es la respuesta funcional del sistema ante la crisis de legitimidad de la socialdemocracia y del bipartidismo. Vox canaliza el descontento social hacia una dirección reaccionaria, desplazando la rabia de los trabajadores hacia los inmigrantes y otros colectivos vulnerables. Su estrategia es la misma que históricamente ha utilizado la reacción: dividir a la clase trabajadora, enfrentar al penúltimo contra el último.
La base material de este avance reaccionario está en la transformación de las condiciones de vida de amplias capas sociales. La generación nacida en los años 60 y 70 accedió a una cierta estabilidad gracias a la expansión económica y a la consolidación de un Estado del bienestar limitado. Pero esas condiciones ya no existen. Las nuevas generaciones crecen en un escenario de desempleo crónico, imposibilidad de acceder a una vivienda, salarios insuficientes y un mercado laboral basado en la temporalidad y la sobreexplotación. De ahí surge el concepto de “trabajadores pobres”: personas que, aun cumpliendo jornadas completas, no logran escapar de la precariedad.
La socialdemocracia no solo ha sido incapaz de revertir este proceso, sino que ha contribuido a consolidarlo. El PSOE, desde los años 80, asumió como propio el programa neoliberal: privatizaciones, desregulación laboral y subordinación a la Unión Europea y a la OTAN. Esa renuncia histórica a un proyecto de transformación dejó un vacío político que hoy ocupa Vox, presentándose como alternativa “anti-sistema” cuando en realidad no es más que un garante del orden capitalista.
El discurso de Vox se sostiene sobre tres pilares:
- La torpeza y agotamiento del bipartidismo, que ya no convence ni moviliza.
- El descontento de las clases trabajadoras precarizadas, que encuentran en Vox una falsa respuesta a sus problemas materiales.
- El nacionalismo identitario y xenófobo, que promete defender una “cultura hispana” amenazada, reforzando así un imaginario excluyente y reaccionario.
El éxito de esta estrategia radica en su sencillez: desplazar el conflicto de clases hacia un conflicto étnico o cultural. En lugar de señalar al empresario que precariza o al banquero que especula, se señala al inmigrante que compite por un puesto de trabajo. En lugar de denunciar al fondo buitre que encarece la vivienda, se denuncia al vecino extranjero que alquila una habitación. Es un mecanismo de distracción política que garantiza la reproducción del capital.
Este fenómeno no es exclusivo de España: lo vemos en toda Europa y en Estados Unidos. En contextos de crisis, el capital siempre se apoya en fuerzas reaccionarias para contener la posibilidad de una salida revolucionaria. El fascismo histórico cumplió ese papel en los años 30; hoy, Vox y otras fuerzas similares ocupan ese lugar.
Frente a esta situación, el reto de la clase trabajadora es recuperar la conciencia de clase y reorganizarse políticamente. No basta con indignarse ni con votar contra Vox: es necesario construir un proyecto socialista que señale con claridad al enemigo de clase y proponga alternativas concretas para transformar la realidad. La rabia debe dirigirse hacia arriba, no hacia los lados.
El enemigo no es el inmigrante, ni el joven sin futuro, ni el vecino precario. El enemigo está en los consejos de administración, en los ministerios al servicio de los empresarios, en las instituciones europeas que dictan la austeridad, en los que amasan fortunas mientras millones viven en la pobreza.
La tarea histórica que tenemos por delante no es elegir entre un neoliberalismo “amable” o una ultraderecha descarada. La única salida real es el socialismo, construido desde la organización obrera, desde la solidaridad internacionalista y desde la lucha consciente contra el capital.
Solo así podremos convertir la desesperanza en fuerza transformadora.