A la lectura se podrá llegar desde la oralidad, cuando a los niños y niñas se les cantan nanas, retahílas, se les cuentan historias; en la actualidad, se les introduce en el uso de los artefactos lectores mediante la manipulación de libros de imágenes (ahora ya digitales) que se acompañan de una voz narradora. Se puede incurrir así en la imagen estereotipada e impostada de los niños, niñas, prematuramente lectores que, sin embargo, ven angostada la realidad si los forzamos a sustituir la lectura por las actividades en las que más que lectores deben ser protagonistas de sus ensoñaciones, de sus juegos; artistas de imaginación más libre y menos sesgada que la de los interesados adultos que escriben y deciden para ellos y ellas.
Además, desde este punto de vista, podemos considerar que el acceso a la lectura es una cuestión que corre el riesgo de estar amenazada por un sesgo elitista, ya que no todo el mundo tiene una familia con recursos, con tiempo y con preparación emocional para acompañar a un niño o niña en esos primeros encuentros, que le preparen convenientemente para la entrada en el mundo de las personas letradas en el marco de la educación formal, de la escuela. Si bien es cierto que, con la democratización de la educación que se ha producido a partir del último cuarto del siglo pasado, ese elitismo es menos piramidal y su vértice superior es más romo, sigue habiendo factores de corte socioeconómico y cultural de las familias que condicionan resultados del alumnado como se demuestra en evaluaciones internacionales. Tanto es así que en las pruebas PISA, 2018, al considerar el Índice socio económico y cultural del alumnado, se daban 74 puntos de diferencia entre alumnado de familias favorecidas y desfavorecidas en el rendimiento de las pruebas de lectura y, asimismo, está confirmada la curiosa correlación entre el número de libros que hay en casa de un alumno o alumna y su rendimiento; significando que este dato se configura como un predictor de fracaso o bajo rendimiento; sin duda, puesto de manifiesto, también, en edades más tempranas. Será en la escuela y en la red de lectura (véase bibliotecas públicas) donde se podrá corregir el sesgo y ayudar a comprender los riesgos de una sociedad sin lectores o de una sociedad que haya profundizado en la brecha lectora.
No obstante, es en la escuela donde el empeño se centra, al menos en los primeros años, en dotar al alumnado de las herramientas necesarias para la decodificación de los textos para pasar después al nivel de la comprensión literal. Aquí, el esfuerzo es titánico por parte del profesorado, por parte de niños y niñas y de sus familias que esperan con ansiedad las evidencias de un logro que consideran fundamental y trascendental para el devenir escolar del neófito.
En la práctica, en las aulas, se percibe la tensión que genera el anhelo de encontrar el método ideal, la receta para cualquier situación, cualquier grupo de destinatarios, cualquier maestro o maestra. Una práctica centrada en la enseñanza y menos en los aprendices y, por consiguiente, improductiva y desafortunada.
Poco a poco, se tiene la impresión de que esa búsqueda se va desvaneciendo y que el docente ha ido configurando su propio estilo, sus propios recursos, encontrando que al final todos los alumnos y alumnas “aprenden” a leer; unos de forma más precoz, otros con más esfuerzo; tal vez esto menos en conexión con factores internos o imputables a características y aptitudes de los aprendices y más con relación a factores ajenos o externos a estos, como ya hemos indicado; dicho esto sin pretender ser prejuicioso, pero volviendo a la idea del “elitismo”. En cualquier caso, como nos explican Bettelheim y Zelan, (1983:50), la lectura resulta tarea ardua y por ello hay que hacerla atractiva, de manera que:
“para tener muchas ganas de leer, el niño no necesita saber que la lectura le será útil más tarde; debe estar convencido de que ésta le abrirá un mundo de experiencias maravillosas, disipará su ignorancia, lo ayudará a comprender el mundo y a dominar su destino”