El niño sueña con la «mayorÃa» sin que pueda hacer nada por evitarlo. Se acostó con ello, rumiando entre cucharada y cucharada, con la mirada perdida en el santo de la tÃa Manuela. Lo trajo hace años, dice madre, cuando aún era pequeño. Y ahà ha estado siempre, en la estanterÃa de los retratos.
La «mayorÃa» ha decidido que el niño debe morir para que el resto alcance el bienestar, asà que cada uno de sus compañeros de pupitre se gira para decÃrselo. Sabe que es una pesadilla, pues esta mañana, cuando explicaban el utilitarismo, esos que ahora votan para que muera, andaban haciendo otras cosas. Ricardo pintaba su enésima motocicleta en la mesa y Luis miraba el vuelo de las moscas mientras Rosa gastaba la cinta del corrector e intentaba, con la otra mano, a escondidas, «guasapear» con el móvil.
Sólo el niño escuchaba el contenido de la lección. Y no le ha gustado Bentham (mucho menos verlo momificado en la imagen proyectada). El niño siempre fue minorÃa. Ocurrió desde que iba a los primeros cursos de colegio, siendo varios los motivos: por no saber correr ni querer reÃrse del feo, por hacer los deberes y prestar atención a sus maestras o por no gustarle el fútbol. El niño creció siendo el «target» de la «mayorÃa» de cada uno de los cursos escolares. Y ahora quieren acabar con él, aunque sea en sueños.
Despierta sobresaltado. Una «mayorÃa» ha estado a punto de colgarlo del pescuezo en un par de ocasiones. La pesadilla, casi moribunda, alargó la agonÃa catapultando al niño por un tubo oscuro que iba a parar a la estanterÃa del santo de la tÃa Manuela. La figurilla, armada con una lanza, estaba dispuesta a ensartarlo a su llegada.
Ya en clase, alguien de la «mayorÃa», pregunta:
—¿Lo del utilitarismo entra?
—No —responde el docente sin levantar la vista de las fotocopias que repartirá hoy.
Se escuchan los bolÃgrafos tachar el tÃtulo del epÃgrafe hasta hacerlo ilegible. Sobre la amalgama de tinta, colocan uno de los letreros más deseados:
—No entra.
El niño sonrÃe. La mayorÃa acaba de devorarse a sà misma.