Hablar de Vox es, inevitablemente, hablar de la podredumbre estructural que atraviesa la política española desde los orígenes mismos de la llamada Transición democrática; un proceso que lejos de significar una ruptura con el franquismo supuso la continuidad de sus élites, de su cultura política y de su aparato de Estado. Eso sí, bajo la cobertura de un nuevo marco constitucional que no depuró responsabilidades, no abrió las ventanas a la justicia y la verdad, lo que, en última instancia, consolidó un régimen en el que las oligarquías financieras, militares y eclesiásticas conservaron intacto su poder. Vox es la lacra, no como exabrupto vulgar, sino como expresión política de esa herencia no resuelta, como excrecencia natural de un sistema que nunca quiso limpiarse de las cloacas del pasado.
Lo que representa Vox no puede entenderse, sin atender a esa genealogía. La extrema derecha no surge de la nada ni responde a fenómenos importados de otras latitudes; nace de las entrañas del franquismo sociológico, de las familias enriquecidas al calor de la dictadura, de los jueces y mandos militares nunca depurados, de los empresarios que cimentaron sus fortunas en la explotación obrera sin límites y que han sabido adaptarse a la democracia formal sin abandonar jamás sus privilegios. En Vox se articulan todos esos elementos: la nostalgia por un orden autoritario que garantizaba la impunidad de los poderosos, el odio hacia cualquier movimiento emancipador de mujeres, trabajadores o pueblos, y el desprecio visceral hacia toda idea de igualdad que cuestione la jerarquía social heredada.
El Partido Popular ha sido, durante décadas, el garante de la continuidad de esa tradición reaccionaria. Su discurso, siempre envuelto en un supuesto liberalismo, ha servido para normalizar símbolos, lenguajes y políticas de claro aroma franquista: desde la resistencia a retirar calles y monumentos dedicados a los verdugos de la dictadura, hasta la negativa sistemática a asumir políticas de memoria que dignificasen a las víctimas del terror fascista. El PP ha ejercido el papel de puente: el franquismo vergonzante, disfrazado de modernidad, capaz de gobernar Europa, mientras en casa alimentaba el resentimiento de sus bases más ultras. Vox no es más que el paso siguiente en esa cadena de continuidades: la escisión que se presenta como ruptura, la derecha que ya no necesita ocultar su autoritarismo, el franquismo orgulloso frente al franquismo avergonzado.
No debe sorprender, por tanto, que allí donde gobiernan en coalición —ayuntamientos, comunidades autónomas— no existan contradicciones profundas, sino una división de tareas. El PP administra la fachada institucional, Vox moviliza el ruido y la furia; uno viste la corbata, el otro blande el megáfono. Ambos, sin embargo, convergen en lo esencial: en la defensa de los intereses de la gran patronal, en la privatización del bien común, en la represión de la disidencia, en el desprecio hacia los pueblos que reivindican su identidad nacional y su derecho a decidir.
El programa económico de Vox no introduce novedad alguna: es el catecismo neoliberal que ya aplicó el PP con entusiasmo en las últimas décadas. Reducción de impuestos a las rentas más altas, debilitamiento sistemático de los servicios públicos, abaratamiento del despido, recentralización del Estado para mayor comodidad de las élites empresariales. Lo específico de Vox no está ahí, sino en la manera en que recubre ese proyecto de clase con una política del odio que actúa como cemento ideológico. Su estrategia es clara: dividir a la sociedad, inocular miedo y señalar enemigos internos. La inmigración es presentada como una amenaza cultural y económica; el feminismo, como una supuesta ideología destructora de la familia; el sindicalismo, como un lastre para el “trabajador honrado” que confunde su precariedad con virtud; los catalanes y vascos, como traidores que ponen en riesgo la unidad de la patria. Se trata de una operación política precisa: impedir que el malestar social acumulado por la crisis se dirija contra los verdaderos responsables —banqueros, multinacionales, élites políticas— y redirigirlo contra los más débiles, los más vulnerables, aquellos que carecen de poder real.
La complicidad de los grandes medios de comunicación ha sido determinante en esta operación. Amparándose en la falsa equidistancia de “dar voz a todas las opciones”, se ha ofrecido a Vox una plataforma permanente, transformando cada exabrupto xenófobo o misógino en espectáculo mediático. La provocación es rentable: genera audiencia, clics, trending topics. En esa dinámica, lo importante se difumina: la precariedad laboral, la crisis de la vivienda, la degradación de los servicios públicos, la corrupción estructural, pasan a segundo plano, mientras la extrema derecha monopoliza el debate público. El resultado es perverso: los medios de la derecha los blanquean, los medios progresistas los usan como espantajo, y en ambos casos Vox gana visibilidad, legitimidad y espacio político.
Incidir en que Vox es una lacra y un fallo no es un recurso de estilo; es una definición precisa de su naturaleza política. Son el desecho de un sistema que nunca quiso resolver sus deudas con el pasado, que mantiene intactos los pilares del franquismo en la judicatura, en el ejército, en las grandes empresas y en los medios de comunicación. Son la consecuencia lógica de una socialdemocracia que, en lugar de representar a los trabajadores, se ha rendido a las exigencias del capital financiero y a la disciplina de Bruselas. Son también el producto inevitable de un bipartidismo que convirtió la política en un juego de alternancia sin transformación real, dejando huérfanas de esperanza a millones de personas, abonando el terreno para el cinismo, el resentimiento y la reacción.
Ante este panorama, la respuesta no puede reducirse a la aritmética electoral ni a los pactos parlamentarios. Los llamados “cordones sanitarios” son papel mojado si quienes los proclaman continúan aplicando políticas de recortes, privatizaciones y obediencia a los mercados. La experiencia demuestra que la extrema derecha se fortalece allí donde la izquierda institucional abandona a las clases populares y se acomoda en la gestión del sistema. No se combate a Vox con retórica, ni con campañas publicitarias sobre tolerancia; ni con gestos cosméticos de condena moral: se les combate arrebatándoles la base material de su discurso, construyendo una alternativa real para quienes hoy caen en sus trampas.
Esa alternativa pasa necesariamente por la reconstrucción de la organización obrera, por el tejido de solidaridades populares, por la recuperación de la conciencia de clase. No bastará con ganar elecciones si en la vida cotidiana los trabajadores continúan atrapados en la precariedad, si la juventud no puede emanciparse, si las mujeres siguen sufriendo violencia estructural y si los pueblos continúan siendo negados en sus derechos.
Es en la fábrica, en el barrio, en la escuela, en la universidad, donde debe levantarse el dique que contenga a la reacción, y no solo en el hemiciclo. Frente al odio, organización; frente al fascismo reciclado, memoria histórica y lucha; frente a la bandera hueca de Vox, la dignidad de un pueblo que no se resigna a vivir arrodillado.
Vox es la coprofilia, porque condensa en su existencia toda la podredumbre de la historia reciente de España: la impunidad del franquismo, la complicidad del PP, la cobardía de la socialdemocracia, la voracidad de las élites económicas. Y como todo lo que tiene olor hediento, hay que limpiarlo de raíz, extirpar las causas que lo producen, arrancar las estructuras que lo alimentan. Esa tarea solo puede ser llevada a cabo por un pueblo consciente, organizado y decidido a conquistar una vida digna, libre de explotación y de miedo.
En definitiva, es así, porque la historia demuestra que la reacción, cuando avanza, solo se detiene con lucha popular, con firmeza ideológica y con la convicción de que otro mundo más justo, más libre y verdaderamente democrático, no solo es posible, sino necesario.