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Tecnología y barbarie: occidente se hunde

Voltaire dijo hace más de dos siglos que la civilización —lo que hoy llamamos “progreso”— no elimina la barbarie, sino que la perfecciona. Es una frase que, lamentablemente, sigue siendo actual.

En 1969, Noam Chomsky escribió La responsabilidad de los intelectuales. Allí se preguntaba cómo era posible que un museo en EE. UU. mostrara una exposición en la que la gente podía disparar desde un helicóptero a maquetas de chozas vietnamitas, y se encendía una luz al dar en el blanco. “¿Qué decir de un país donde algo así puede siquiera imaginarse?”, se preguntaba Chomsky. Y concluía: “Hay que llorar por ese país”.

Hoy, más de 50 años después, aquella crítica suena casi ingenua. Desde entonces, la tecnología ha avanzado de forma impresionante, pero también ha servido para extender la alienación, la indiferencia y una brutal estupidez colectiva.

Vivimos un tiempo en que la tragedia y el absurdo van de la mano. Las muertes por selfis estólidos se multiplican por miles. Cantidades insólitas de jóvenes e influencers arriesgan la vida, para tomar una foto que resulte “espectacular” en sus redes sociales. Esto no es progreso; es un síntoma de una sociedad profundamente enferma.

En 2020, una conductora grabó con su móvil a una víctima mortal de un accidente de tráfico, mientras el personal médico intentaba reanimarla. Difundió el vídeo por WhatsApp. En otro tiempo, esto sería motivo de escándalo, pero hoy ya no sorprende. El espectáculo se ha comido la empatía junto a muchas otras cosas, que nos adjudicaban la categoría de solidarios de rostro humano.

Y si esto ya es grave, lo que ocurre en contextos de guerra es directamente criminal. Soldados israelíes graban videos burlándose de civiles asesinados o bombardeos. Estas imágenes circulan como si fueran trofeos. Este desprecio por la vida no se queda en el ejército: se extiende entre colonos, turistas y sectores acomodados de Occidente.

Torre de Gazate Airén

Lo más aterrador es que ahora se comercializa con esa barbarie. Ya no es sólo indiferencia, es negocio. Propuestas como la de Trump de convertir Gaza en un centro turístico de lujo o los tours guiados por las ruinas del genocidio palestino, son una obscenidad. Empresas y colonos israelíes organizan visitas a fin de mostrar las tierras arrasadas como futuras propiedades de magnates potentados y sin escrúpulos. Esta ya no es sólo la dialéctica inhumanidad; comporta directamente capitalismo puro y duro llevado a su forma más extrema y visceralmente bochornosa.

Estas ideas deberían estar proscritas o al menos, tratadas como patologías graves. En lugar de eso, son aplaudidas por los medios, la propaganda o, cuando no, promovidas por supuestos “emprendedores” que siempre encuentran la manera de lucrarse a costa del dolor y la muerte de otros.

El problema no es la tecnología en sí. Antes al contrario, se trata de una herramienta útil: en medicina, en la construcción, en la ciencia… La cuestión se traslada al “cómo”, es decir, cuando nos enfrentamos, en la práctica, al uso de dicha tecnología.

Hoy en día, se aplica para aumentar el control, para diseñar armas más destructivas, para tomar decisiones mortales mediante algoritmos sin rostro. Se utiliza para esconder la barbarie y la miseria de los oprimidos bajo una capa de racionalidad técnica. Igualmente, sirve de puntal con el que sostener un sistema de consumo desmedido que destruye el planeta y esclaviza a millones de seres humanos en condiciones infrahumanas.

Occidente no avanza, se hunde. Y lo hace con la sonrisa tonta de quien cree estar en la cima del progreso, mientras todo a su alrededor se desmorona.

Julio Casas Delgado