martes, 7 octubre 2025

¿Qué sociedad estamos construyendo?

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Vivimos un tiempo en que las palabras pierden su peso y su sentido. La barbarie se maquilla con eufemismos, como si rebajar la crudeza del lenguaje rebajara la magnitud del crimen. El genocidio se convierte en “masacre”, y la masacre se trivializa como un daño colateral de la guerra.

Hemos llegado a aceptar que cientos de miles de personas, hombres, mujeres y niños, sean asesinados sistemáticamente por la maquinaria militar israelí, con el apoyo político, económico y logístico de las grandes potencias occidentales, sin que se hable con todas las letras de lo que es: un genocidio planificado, un crimen de lesa l humanidad. El silencio cómplice de los gobiernos europeos y de los organismos internacionales no solo legitima esta matanza, sino que allana el camino para que el genocidio se normalice como una política legítima de “defensa” o “seguridad nacional”.

Y aquí debemos detenernos: cuando un genocidio deja de escandalizar, cuando los pueblos aceptan que, el exterminio de otros, se convierta en un hecho rutinario, el fascismo avanza dentro de nuestras propias fronteras. El espejo de Gaza no es lejano: es un laboratorio de impunidad que mañana puede aplicarse contra cualquiera que se rebele contra el orden dominante.

La desproporción es insultante: veinte buques de guerra de la armada israelí contra una flotilla civil. ¿Qué sentido tiene plantear siquiera la posibilidad de abrir fuego? Solo uno: perpetuar la lógica de la fuerza bruta, de la ley del más fuerte. En esta lógica, la vida humana se mide en términos de utilidad y descartabilidad.

Mientras tanto, los medios presentan estas escenas como un conflicto simétrico, ocultando la realidad de un colonialismo armado que somete a un pueblo entero. Lo que se juega ahí no es solo la vida de los palestinos o de quienes intentan solidarizarse con ellos, sino el valor mismo de la solidaridad internacionalista: si resistir al genocidio es un crimen, entonces el crimen se convierte en virtud de Estado.

En paralelo, dentro de nuestras propias sociedades se extiende una ofensiva reaccionaria que opera con la misma lógica de negación de derechos. Se le dice a las mujeres que abortar las condenará al alcoholismo, como si fueran seres incapaces de decidir sobre su cuerpo. Y como siempre, la curia bendice la mentira y la culpa, porque para ellos, el sufrimiento es parte de un orden natural que no debe alterarse. El ataque a los derechos reproductivos de las mujeres forma parte del mismo proyecto ideológico que permite alzar muros contra los migrantes y justificar genocidios: se trata de controlar la vida, de someterla a una moral autoritaria y jerárquica.

La ofensiva judicial tampoco es inocente. La persecución contra Begoña Gómez no busca justicia, busca venganza y cálculo político. Se pretende sentarla ante un jurado popular para provocar un linchamiento mediático que desgaste al Gobierno de Coalición. No importa la solidez de las pruebas, importa sembrar la duda y el descrédito. Es la misma táctica que la derecha y la ultraderecha han perfeccionado: usar el aparato judicial como prolongación del combate político. Y si caen personas inocentes en el camino, tanto mejor: su sacrificio se convierte en munición contra todo intento de transformación social.

A la vez, se lanza una propuesta sin pudor: los migrantes serán aceptables solo si son católicos, blancos y renuncian a su identidad. La derecha española no oculta ya su proyecto racista y excluyente, que pretende convertir la ciudadanía en un privilegio reservado a quienes se ajusten a un canon cultural estrecho y reaccionario.

Lo que se discute, no es una política migratoria más o menos restrictiva, sino el núcleo mismo del proyecto político: la nación como fortaleza blanca y cristiana frente a un mundo mestizo.

Y en este contexto, aparece la figura del fascista hispano que quiere irrumpir en RTVE con motosierra o lanzallamas, calcando la pose de Milei en Argentina. No es casual: el espectáculo del odio vende, moviliza, genera identidad reaccionaria. El objetivo es arrasar con lo público, destruir la pluralidad informativa y transformar los medios de comunicación en trincheras de guerra cultural. El mensaje es claro: o se impone la voz del amo, o se dinamita todo el edificio democrático.

Mientras tanto, nos habituamos al veneno. Aceptamos como normal el bulo, el insulto desmedido, el grito de “hijo de puta” contra el presidente del Gobierno en sede parlamentaria. Se ha perdido toda línea de respeto institucional, y con ello, toda posibilidad de debate político sereno.

Porque en la estrategia de la derecha, no se trata de confrontar ideas, sino de deshumanizar al adversario hasta convertirlo en enemigo absoluto, alguien que merece ser destruido. La persecución judicial, las imputaciones sin fundamento, los banquillos convertidos en tribunales mediáticos, forman parte de la misma maquinaria de demolición.

Y cuando se acepta sin resistencia la máxima del “que pueda hacer, que haga”, lo que se legitima es la ley del más fuerte. Es la traducción política del darwinismo social: sálvese quien pueda, y que los débiles caigan.

Se trata de desmantelar la idea misma de comunidad y de derechos colectivos.

Todo esto no es una simple alternancia en el gobierno. No se trata de cambiar de gestor o de volver a la vieja política de turnos entre Cánovas y Sagasta. Lo que se está preparando es un salto cualitativo: el reemplazo de la democracia liberal —con todas sus limitaciones— por una dictadura reaccionaria en forma de fascismo.

Y el fascismo no aparece de golpe, con uniformes y marchas militares, sino a través de la naturalización del odio, del genocidio, de la mentira y del desprecio a la dignidad humana.

Lokinn

Por eso, la sociedad no puede dormirse. Cada vez que aceptamos un bulo, cada vez que relativizamos una masacre, cada vez que justificamos una imputación sin pruebas, estamos dando un paso hacia la barbarie.

Lo que ocurre en Palestina no es ajeno: es la avanzada del mismo sistema que aquí pretende recortar derechos, disciplinar cuerpos, criminalizar a migrantes, y perseguir a quienes se atreven a pensar distinto.

Gaza es un espejo que refleja hacia dónde nos quieren llevar: a un mundo donde la vida vale solo si sirve a los intereses del poder.

Frente a este panorama, no hay neutralidad posible. O se está con la vida, la dignidad y la justicia, o se está del lado de quienes promueven la muerte, la humillación y el saqueo.

La izquierda transformadora, tiene la responsabilidad de decirlo con claridad: lo que se avecina no es un debate técnico, sino una lucha de civilización contra barbarie. Y en esa lucha, el internacionalismo no es un adorno: es la única forma de evitar que el genocidio se convierta en norma y que el fascismo se instale en nuestras calles.

Los pueblos solo pueden salvarse a sí mismos si, se reconocen en la lucha de los demás. Así como ayer, Las Brigadas Internacionales vinieron a defender Madrid frente al fascismo, hoy la solidaridad con Palestina es también una defensa de nuestras propias libertades.

No se trata solo de detener un genocidio lejano, sino de impedir que la impunidad se convierta en el modelo global de gobernanza.

Porque cuando el genocidio deja de ser escándalo y se vuelve costumbre, la democracia ya está perdida. ¡Luchemos por no perderla!.

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