El término “postverdad” se ha convertido en una de las expresiones más repetidas en la última década, para explicar el funcionamiento del debate público en las sociedades capitalistas avanzadas. Se dice que vivimos en una era, en la que los hechos objetivos cuentan menos que las emociones o las creencias personales, en la que la manipulación mediática moldea la percepción social por encima de la realidad material.
Aún así, concebir la postverdad como una mera deformación cultural o como una consecuencia accidental de la tecnología digital es una forma de superficialidad analítica. La postverdad no es un fenómeno pasajero ni una anécdota de la política contemporánea: es un dispositivo ideológico funcional al capitalismo tardío, un mecanismo de dominación y control en un escenario de crisis estructural del sistema.
Desde una perspectiva marxista, la verdad no puede entenderse como una abstracción; tampoco como un principio neutral al margen de la lucha de clases. La verdad está mediada por la relación entre los sujetos sociales y las condiciones materiales de existencia. En las sociedades divididas en clases, la clase dominante, controla no solo los medios de producción económicos, sino también los medios de producción ideológica: prensa, televisión, escuelas, universidades, plataformas digitales.
La hegemonía no se ejerce únicamente por la coerción directa, sino por la construcción de consensos culturales, que convierten los intereses particulares del capital en intereses supuestamente universales. La postverdad, en este sentido, no es ausencia de verdad, sino la imposición de una verdad parcial, recortada y subordinada a los intereses de quienes poseen el poder económico.
Un ejemplo significativo se encuentra en la gestión discursiva de la crisis financiera de 2008. Los efectos devastadores de esa crisis sobre las clases trabajadoras fueron reinterpretados en clave moral, cultural o nacionalista. En lugar de señalar al capital financiero como responsable de la especulación y el colapso, se construyeron narrativas de culpa hacia “los derrochadores”, “los inmigrantes” o “los países del sur de Europa”. Esa distorsión deliberada permitió aplicar políticas de austeridad sin resistencia masiva, normalizando recortes sociales y privatizaciones. La postverdad, aquí, no consistió en una mentira grosera, sino en un desplazamiento de la atención: en la creación de un marco interpretativo que legitimó decisiones políticas al servicio del capital, presentándolas como inevitables y hasta como expresión de racionalidad económica.
El papel de las redes sociales ha multiplicado y profundizado este fenómeno. Plataformas como Facebook, Instagram o X funcionan como instrumentos de segmentación ideológica, en los que, los algoritmos premian la indignación, la simplificación y el discurso emocional. Cada usuario recibe información diseñada para reforzar sus prejuicios, aislándolo en burbujas de opinión que imposibilitan la construcción de un horizonte común.
El exceso de información, lejos de generar mayor libertad, se convierte en una forma de control: en un ruido permanente que bloquea la capacidad crítica y fragmenta la conciencia de clase. No se trata de un efecto secundario, sino de un diseño consciente: la economía digital capitaliza la atención y, al mismo tiempo, neutraliza la posibilidad de que esa atención se convierta en acción colectiva organizada.
La postverdad no es, pues, un error involuntario, sino un proyecto político. El capitalismo neoliberal, en su fase actual, necesita generar percepciones distorsionadas de la realidad para sostenerse. Las evidencias sobre desigualdad, precariedad o destrucción ambiental son tan contundentes que, si se asumieran sin mediación, pondrían en cuestión la legitimidad del sistema. Por eso, se construyen discursos que relativizan los hechos, que desplazan la culpa hacia las víctimas, que reducen problemas estructurales a cuestiones de consumo individual. El calentamiento global es presentado como una consecuencia del comportamiento cotidiano de los ciudadanos —del uso de pajitas de plástico o del reciclaje doméstico— y no como el efecto estructural de la lógica de acumulación del capital fósil. De la misma manera, la pobreza es atribuida a la falta de esfuerzo personal y no a la explotación sistémica. Igualmente, la postverdad blinda al capital de toda crítica radical, manteniendo intacto su dominio.
En España, la política mediática de la postverdad se ha materializado en múltiples campos. El mercado de la vivienda ofrece un ejemplo elocuente. La narrativa dominante insiste en que el aumento de los alquileres responde a la ley de la oferta y la demanda, o a la llegada de turistas y estudiantes extranjeros, ocultando el papel central de los fondos de inversión, las sociedades patrimonialistas y la especulación urbanística.
De igual manera, en el terreno laboral, se difunde la idea de que los migrantes son responsables de la precariedad, cuando en realidad su sobreexplotación es utilizada por el capital, como herramienta para rebajar los salarios de toda la clase trabajadora. La verdad incómoda —que el capital financiero e inmobiliario, junto con la lógica de la acumulación, son el motor de estas contradicciones— queda invisibilizada tras una cortina de narrativas simplistas y culpabilizadoras.
El fenómeno tiene también una dimensión subjetiva, vinculada a la psicología social. La postverdad produce individuos que, por un lado, desconfían de todo y adoptan una actitud cínica frente a los discursos oficiales, pero que, por otro lado, se refugian en verdades inmediatas y emocionales que confirman sus intuiciones.
Esta paradoja debilita la posibilidad de organizar resistencias conscientes y colectivas. El relativismo posmoderno, que presenta toda verdad como una narración entre otras, prepara el terreno para la resignación política: si toda verdad es una construcción, entonces ninguna merece ser defendida con radicalidad, incluida la verdad de la explotación capitalista. De tal forma y modo, la postverdad se convierte en un mecanismo perfecto para desactivar el potencial emancipador de la crítica social.
Ahora bien, desde una perspectiva marxista, combatir la postverdad no implica un retorno ingenuo a la idea de una objetividad neutral, pues tal neutralidad nunca ha existido en las sociedades de clase. Lo que se requiere es una lucha por la hegemonía ideológica, es decir, una disputa abierta por el sentido común.
La tarea no consiste en defender “la verdad” en abstracto, sino en construir verdades desde abajo, desde la experiencia y las necesidades de las mayorías explotadas. Esto pasa por recuperar la centralidad de la clase trabajadora como sujeto histórico, por organizar medios de comunicación alternativos, por generar espacios de formación política y por fortalecer prácticas de autoorganización capaces de contrarrestar las narrativas dominantes.
En última instancia, la postverdad es inseparable de la crisis de legitimidad del capitalismo. A medida que el sistema pierde capacidad para justificar sus contradicciones materiales —la desigualdad obscena, la degradación ecológica, la precariedad laboral—, necesita recurrir a mecanismos ideológicos más sofisticados para mantener la obediencia social. La mentira organizada, el simulacro mediático, la emocionalización del discurso público y la fragmentación digital de la conciencia no son fenómenos accidentales, sino condiciones necesarias para la reproducción capitalista en el siglo XXI.
Por ello, la lucha contra la postverdad no puede limitarse a exigir un periodismo más riguroso o a mejorar la regulación de las redes sociales. Es necesario comprender que el problema no radica en los instrumentos de comunicación en sí mismos, sino en las relaciones sociales que los atraviesan. Mientras el capital controle los medios de producción material e ideológica, la verdad será siempre una verdad parcial y manipulada. La emancipación no vendrá de una ética comunicativa abstracta, sino de un cambio radical en las relaciones de producción que ponga la riqueza social y los medios de comunicación al servicio de las necesidades colectivas.
La verdad, entendida en clave marxista, es la correspondencia entre el pensamiento y la realidad social objetiva. La postverdad es el intento sistemático de romper esos vínculos, para proteger los privilegios de una minoría explotadora.
Frente a esta manipulación organizada, la acción colectiva se convierte en la única vía para restituir la verdad. No se trata de buscar una verdad absoluta, sino de construir una verdad histórica, vinculada a la praxis transformadora de los pueblos. En ese proceso, la lucha por la verdad es inseparable de la lucha de clases: contra la mentira sistémica del capital, por una sociedad que se reconozca en la materialidad de sus contradicciones y que busque superarlas en dirección al socialismo.
Solo entonces podremos superar la era de la postverdad. No porque desaparezcan las mentiras o las manipulaciones —pues siempre existirán intentos de tergiversar la realidad—, sino porque se habrá desmantelado el sistema que las convierte en una necesidad estructural.
Una sociedad emancipada, organizada sobre la base de la igualdad y la cooperación, no tendrá que ocultar sus contradicciones tras cortinas de humo ideológicas, sino que podrá enfrentarlas de manera abierta y democrática. La lucha contra la postverdad es, en última instancia, la lucha por un futuro comunista.