miércoles, 29 octubre 2025

Inundados y abandonados

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La DANA que azotó, hace exactamente un año, la Comunidad Valenciana dejó tras de sí, un paisaje desolador: calles convertidas en cauces improvisados, viviendas anegadas, cultivos perdidos y, sobre todo, una ciudadanía que, con una cuantía total de 229 muertos a sus espaldas, volvió a sentirse sola frente a la catástrofe. El agua se retira, pero el barro social permanece. Lo que en cualquier sociedad organizada debería haber sido un despliegue inmediato de recursos públicos, coordinación institucional y solidaridad colectiva, se convirtió en un lamentable ejemplo de improvisación, desidia y cálculo político. La inacción del gobierno autonómico de Carlos Mazón y de su socio preferente, Vox, no solo fue un error técnico: fue la expresión más clara de un proyecto de poder que desprecia lo público y se aferra a la gestión neoliberal incluso cuando la realidad exige intervención y humanidad.

Mientras los barrios populares de Valencia y las comarcas más afectadas esperaban la llegada de ayuda, el Consell se limitaba a difundir comunicados genéricos y fotografías de reuniones vacías. Las medidas concretas —refuerzos de emergencias, coordinación con los ayuntamientos, apertura de alojamientos temporales, transporte gratuito para afectados— se retrasaron o no llegaron. No hubo previsión, ni dotación suficiente de personal de limpieza y mantenimiento, ni atención prioritaria a quienes más lo necesitaban. Lo que hubo, en cambio, fue un discurso complaciente: “la situación está controlada”, “no ha sido para tanto”, “se ha actuado con eficacia”. Pero el agua no entiende de propaganda.

Desde la izquierda transformadora, la crítica no puede limitarse al error administrativo. Lo ocurrido en la DANA de Valencia revela un modelo de gestión profundamente clasista, que prioriza la apariencia sobre la vida, el ahorro presupuestario sobre la seguridad humana, y el relato de normalidad sobre la prevención del desastre. Los barrios obreros fueron los primeros en inundarse y los últimos en recibir asistencia; los agricultores pequeños, los más castigados por la pérdida de sus cosechas; los servicios públicos, otra vez al límite. En este contexto, la derecha valenciana demuestra que su concepto de “libertad” es, en realidad, la libertad de los poderosos para no rendir cuentas.

Carlos Mazón, fiel a su estilo de político de despacho, trató la emergencia como un inconveniente pasajero, no como una crisis social. Su gobierno se vio superado por un fenómeno que, aunque meteorológicamente excepcional, era perfectamente previsible. No es la primera vez que el País Valenciano sufre episodios de lluvias torrenciales; la diferencia es que antes existía una red de protección pública más robusta y una voluntad institucional de respuesta inmediata. Ahora, con Vox controlando áreas sensibles como Agricultura o Medio Ambiente, se ha optado por la negación climática y la desinversión en prevención.

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Resulta paradójico —aunque no sorprendente— que quienes niegan el cambio climático sean los primeros responsables cuando sus consecuencias se vuelven innegables. Vox ha hecho de la crisis ecológica un campo de batalla ideológico, donde la ciencia se sustituye por la consigna y la responsabilidad por el insulto. Durante los días más críticos de la DANA, sus portavoces insistían en culpar a “la falta de limpieza de las ramblas” o a “la burocracia europea”, como si los torrentes se rebelaran por ideología. Esa huida hacia adelante refleja una estrategia calculada: despolitizar la catástrofe para evitar que se les exija responsabilidad política.

Pero la izquierda transformadora no puede aceptar ese marco. Las catástrofes naturales no son solo fenómenos meteorológicos; son también hechos sociales y políticos. Cuando la lluvia cae sobre un territorio mal planificado, con servicios públicos debilitados, infraestructuras desatendidas y un gobierno que prioriza la imagen sobre la acción, la catástrofe no es “natural”: es estructural. La DANA no solo inundó calles, sino que desbordó las costuras de un modelo de gestión que considera al pueblo como espectador y no como protagonista de su propia seguridad.

Los movimientos sociales, las asociaciones vecinales y la izquierda sindical lo entendieron desde el primer momento. Mientras Mazón convocaba ruedas de prensa, cientos de voluntarios organizaban redes de apoyo, distribuían comida, ayudaban a limpiar, habilitaban espacios comunes para los desplazados. La respuesta popular fue más rápida, más humana y más eficaz que la del propio gobierno autonómico. Esa diferencia no es casual: donde la derecha ve gasto, el pueblo ve solidaridad; donde Vox ve debilidad, la comunidad ve fuerza colectiva.

El discurso oficial, sin embargo, insiste en presentar la DANA como una prueba superada. Se habla de “normalidad recuperada” y de “aprendizaje institucional”, pero no se asume ninguna responsabilidad política. Nadie ha dimitido, ningún plan de emergencia se ha revisado, ningún presupuesto se ha reforzado. La derecha se permite el lujo de declarar victoria en medio del barro. Y lo hace porque confía en que la memoria colectiva sea breve, que la gente olvide que la ayuda tardó, que los seguros no cubrieron a todos, que los municipios rurales fueron abandonados.

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Ante eso, la izquierda transformadora debe levantar un discurso distinto, que no se limite a denunciar sino que proponga una alternativa de fondo: reconstruir el Estado social en su escala autonómica, revalorizar lo público y asumir la gestión de riesgos como una cuestión política central. La crisis climática exige un nuevo paradigma de planificación territorial, inversión pública y democratización de la gestión ambiental. No se trata solo de poner más bombas de achique, sino de poner al pueblo en el centro de las decisiones.

Un gobierno que depende de Vox no puede hacerlo, porque su prioridad no es el bienestar, sino el negocio. Lo vemos en la política de agua, donde se defienden los trasvases sin criterio ecológico; en la vivienda, donde se blinda a los fondos buitre; y en la protección civil, donde se recortan plantillas y medios. La DANA, más que una catástrofe puntual, ha sido un espejo de la política valenciana actual: un modelo que combina el autoritarismo ideológico con la dejadez administrativa.

La izquierda debe aprovechar este momento para evidenciar esa contradicción. No basta con criticar la incompetencia; hay que disputar el sentido común. Cuando un gobierno de derechas abandona a su pueblo en plena crisis climática, la izquierda tiene la obligación de recordar que el Estado no es una empresa, que la gestión pública no puede regirse por el beneficio privado, y que la solidaridad no es un lujo, sino una necesidad histórica.

Las imágenes de la DANA —familias desalojadas, carreteras cortadas, colegios cerrados, ancianos atrapados— no son meras anécdotas meteorológicas: son el retrato de una sociedad que paga las consecuencias de haber entregado el poder a quienes no creen en lo público. Frente a ellos, la respuesta popular fue ejemplar: vecinos que se organizan, jóvenes que ayudan, colectivos que no preguntan por el carnet de partido antes de tender la mano. Esa es la verdadera lección de la DANA: la fuerza del pueblo cuando el poder falla.

Carlos Mazón podrá seguir posando ante las cámaras, y Vox podrá seguir agitando su negacionismo desde las instituciones. Pero la lluvia no entiende de propaganda, y el barro siempre termina por mostrar lo que la foto oculta. La izquierda transformadora tiene la tarea de convertir esa evidencia en conciencia, esa indignación en programa, y esa solidaridad en poder político. Porque, al final, no se trata solo de resistir el próximo temporal, sino de construir un país donde el agua deje de ser amenaza y vuelva a ser vida y por supuesto, donde Mazón y los canallas que, desde Génova lo sostienen, queden sepultados en lodo de la ¡DIMISIÓN Y LA IRRELEVANCIA POLÍTICA!.

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