lunes, 1 septiembre 2025

Gaza: genocidio imperialista

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En Gaza no se muere únicamente bajo las bombas, tampoco basta con señalar la falta de hospitales, medicamentos o infraestructuras destruidas: en Gaza se muere, de manera sistemática, de hambre. El hambre no es un accidente ni un efecto colateral, sino un arma consciente, calculada, organizada. Y ese arma es doblemente eficaz: mata lentamente al cuerpo debilitado y, al mismo tiempo, empuja a los desesperados hacia las trampas de los francotiradores apostados cerca de los centros de distribución de alimentos, centros que no son neutrales ni humanitarios, ni gestionados por organismos internacionales imparciales, sino que en Gaza la ayuda alimentaria se reparte bajo la tutela de fundaciones norteamericanas, controladas por soldados israelíes y mercenarios privados al servicio del capital estadounidense.

La guerra moderna que se libra en Palestina demuestra con brutal claridad la esencia del imperialismo en el siglo XXI, porque aquí no solo se destruye a un pueblo sino también cualquier vestigio del derecho internacional humanitario.

La llamada “comunidad internacional”, tantas veces presentada como garante de los valores universales, se limita a aplaudir o a mirar hacia otro lado, y su silencio cómplice equivale a una rendición moral, a la aceptación de que los principios que decían fundar el orden mundial eran en realidad un espejismo. La catástrofe no se limita a Gaza, porque en Cisjordania los colonos israelíes, parapetados tras el uniforme del ejército y amparados por el capital norteamericano, han sobrepasado incluso los límites de su propia brutalidad: atacan al ganado, arrancan olivos centenarios, envenenan pozos, destruyen viviendas y asesinan impunemente a quienes resisten, todo ello dentro de un esquema de ocupación planificada que responde a un proyecto colonial de sustitución de un pueblo por otro, de expulsión sistemática de la población originaria.

Pero estas atrocidades reciben poca cobertura mediática porque la magnitud de la barbarie en Gaza eclipsa cualquier otro crimen, y la violencia colonial opera con un doble efecto: mata físicamente a los palestinos y borra de la conciencia colectiva internacional la existencia misma de Cisjordania como territorio en resistencia. Netanyahu no actúa solo, y su impunidad se explica en buena medida por el complejo de culpa de Alemania y otras potencias europeas respecto al Holocausto: en nombre de la memoria del genocidio judío se concede hoy al Estado de Israel una licencia para ejercer un genocidio sobre otro pueblo.

No se trata de reinventar la guerra sino de reescribir la historia, otorgando a la víctima el derecho de convertirse en verdugo, y Europa, antaño convencida de ser depositaria de una supuesta superioridad moral, queda desarmada frente a su propio pasado. La memoria se convierte en obstáculo y coartada, lo que pudo ser un aprendizaje histórico se transforma en justificación de la barbarie.

En este contexto, las resoluciones del Tribunal Internacional de Justicia, la Convención de Ginebra o cualquier otro instrumento legal pierden toda fuerza, porque Netanyahu gobierna bajo la sombra protectora del silencio de Alemania, Austria, Eslovaquia y de la mayoría de potencias europeas que prefieren mirar hacia otro lado, mientras Rusia y China, enfrascadas en su propia disputa con Occidente, hacen lo justo para no comprometer sus intereses estratégicos, y los países árabes vecinos, fragmentados, débiles y sometidos a la lógica del mercado mundial, guardan silencio.

El resultado es claro: Netanyahu actúa con las manos libres, apoyado por el imperialismo norteamericano y acompañado por Donald Trump, cuyo entorno empresarial ya diseña la “nueva Gaza”, no como espacio de vida palestina, sino como balcón mediterráneo para futuros proyectos inmobiliarios. No basta con hablar de repulsión o indignación, porque lo que está en juego es más profundo: la desaparición de la conciencia moral de las sociedades occidentales.

Quizá nunca existió realmente esa conciencia universal que se proclamaba, y hoy el genocidio palestino sirve para demostrarlo. Un par de dirigentes reaccionarios, con la complicidad de sus élites, bastan para exhibir la desnudez de un mundo que mira, comenta, condena de palabra, pero no actúa. El decir se multiplica; el hacer se evapora.

El Departamento de Estado estadounidense llega incluso a impedir la entrada de diplomáticos palestinos para la Asamblea General de la ONU, en la que Francia promueve un reconocimiento formal del Estado palestino. El mensaje es claro: Estados Unidos decide quién puede hablar y quién debe callar.

La ONU queda reducida a un escenario vacío en el que se representa una farsa. Apenas unas voces europeas, como el ministro francés, Pedro Sánchez o la jefa de la diplomacia comunitaria, se atreven a cuestionar la medida, pero su tímido gesto solo confirma lo esencial: manda quien manda, y los demás se subordinan.

Josep Borrell, en una declaración poco frecuente en su franqueza, reconocía que Europa necesita un revulsivo moral, y tenía razón, porque Europa vive aún de una imagen de sí misma que no corresponde a la realidad: se cree bastión de valores universales, mientras permite que se cometa un genocidio a la vista de todos.

En Gaza se ha disipado esa pretendida superioridad moral, los valores han sido arrasados junto con los hospitales, las escuelas y las casas, y Europa ha perdido el alma porque nunca se fundamentó en la solidaridad real de los pueblos, sino en un orden económico que antepone los beneficios del capital al derecho de los pueblos a existir. El marxismo nos enseña que no podemos analizar estos hechos en términos meramente morales o sentimentales: el genocidio palestino no es un accidente ni una anomalía, sino la expresión concreta de las contradicciones del imperialismo en la fase actual del capitalismo.

Israel no es solo un Estado nacional, es una pieza estratégica en la maquinaria imperialista, un enclave militarizado que garantiza a Estados Unidos y a sus aliados el control del Mediterráneo oriental y de Oriente Próximo. En tanto, Gaza es el laboratorio en el que se ensayan nuevas formas de guerra total: hambre, bloqueo, exterminio, control tecnológico de la población.

Lo que hoy se aplica contra los palestinos, mañana podrá aplicarse contra cualquier pueblo que se rebele contra el orden capitalista mundial. El exterminio pone de manifiesto la bancarrota del derecho internacional: las resoluciones, los tribunales, las convenciones son papel mojado frente a la correlación real de fuerzas, y en el terreno concreto quien domina es el imperialismo norteamericano y su brazo armado, reforzado por la complicidad europea. Trump y Netanyahu no son anomalías, sino la expresión descarnada de una lógica: la lógica del capital que devora pueblos enteros para garantizar su reproducción.

Llamemos a las cosas por su nombre: lo que ocurre en Gaza es un genocidio, y es, al mismo tiempo, un experimento político y militar en el que el capitalismo prueba hasta dónde puede llegar la pasividad de las masas y de los Estados. La pregunta que se abre es inquietante: si hoy se permite el exterminio de Palestina, ¿qué pueblo será mañana el sacrificado? No hay lugar para la neutralidad, porque el marxismo nos dicta que la conciencia no nace de la contemplación pasiva sino de la praxis.

Frente al genocidio palestino, la única respuesta digna es la organización internacional de la clase trabajadora y de los pueblos oprimidos contra el imperialismo. No se trata solo de recuperar una supuesta moral perdida, sino de construir una alternativa política que supere el capitalismo, única raíz de la barbarie que vivimos.

Vinícola de Tomelloso

El hambre en Gaza es el rostro más brutal de la dominación imperialista, pero también es el espejo en el que se refleja la decadencia moral de un sistema que ya no tiene nada que ofrecer a la humanidad. La historia nos enseña que los pueblos no desaparecen sin luchar, Palestina resiste y su resistencia es, en última instancia, la nuestra: la de todos los pueblos sometidos al saqueo del capital y a la violencia imperialista.

Netanyahu, Trump y sus aliados representan la barbarie, pero la barbarie no es inevitable, la respuesta está en la organización, en la solidaridad internacionalista, en la convicción de que la lucha de los pueblos oprimidos es la lucha de toda la humanidad. Y desde este convencimiento, tarde o temprano, se abrirá camino por la liberación de las gentes y los pueblos oprimidos.

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