La idea de haber mantenido a un Borbón pacificado durante dos décadas me parecía, sinceramente, mérito más que suficiente para optar a un Nobel. ¿El de la Paz?. ¿El de Física?. Cualquiera habría valido. Porque, a fin de cuentas, conseguir que un miembro de la dinastía borbónica no monte un escándalo internacional en veinte años tiene algo de hazaña científica y de prodigio pacificador.
Sin embargo, el Comité Noruego ha preferido mirar más lejos y otorgar el Premio Nobel de la Paz de 2025 a una figura que, según parece, encarna la lucha por la libertad y la democracia en América Latina: María Corina Machado.
Al leer el nombre, confieso que dudé. Pensé, ingenuamente, que se trataba de otra “Corina”, la célebre amiga del emérito, a quien podría haberse reconocido por servicios prestados a la estabilidad sentimental del reino. Pero no: era la dirigente opositora venezolana, convertida por el relato mediático occidental en heroína democrática y mártir del socialismo bolivariano. Y entonces comprendí, con el desconcierto que produce lo previsible, que el Nobel de la Paz vuelve a ser lo que tantas veces ha sido: un espejo ideológico de las potencias, un mecanismo de legitimación del orden capitalista mundial.
No hay ironía en ello, sino coherencia. Desde su creación, el Nobel de la Paz ha funcionado como una herramienta política de la hegemonía occidental. Su propósito aparente —reconocer a quienes contribuyen a la fraternidad entre los pueblos— ha servido, en realidad, para premiar a quienes mejor se adaptan a la lógica del poder. En un mundo estructurado por la dominación imperialista, la paz no se entiende como justicia social o soberanía de los pueblos, sino como estabilidad del mercado y continuidad de las inversiones.
Así, cuando se galardona a María Corina Machado, no se premia la paz en Venezuela, sino la restauración de un proyecto neoliberal derrotado por la historia. Se premia la posibilidad de volver a colocar los recursos naturales del país —especialmente el petróleo— bajo control de las multinacionales. Se premia asímismo, la obediencia, el alineamiento con los intereses de Estados Unidos, la disciplina de un pueblo que, con todas sus contradicciones, se atrevió a desafiar la arquitectura global del capital y a ser prostíbulo del imperialismo.
No hay que olvidar que Machado no representa la democracia popular, sino una forma refinada de la oligarquía criolla. Su discurso no habla de justicia social, sino de “libertad económica”. No defiende la emancipación de los pueblos, sino su sometimiento a los designios del mercado. Su paz no es la de los trabajadores, sino la de los propietarios. La paz de los cementerios en los que, el pueblo guarda silencio, y las élites vuelven a reinar con sonrisa civilizada.
En este sentido, el Nobel de la Paz actúa como un termómetro ideológico: mide el grado de alineamiento de los países con el modelo neoliberal y recompensa a quienes contribuyen a mantenerlo. Es el premio que convierte la obediencia en virtud y la resistencia en crimen.
Lo mismo ocurrió con Barack Obama en 2009, cuando recibió el Nobel antes incluso de ordenar sus primeras guerras. El mundo aplaudió al presidente que hablaba de esperanza mientras multiplicaba los drones y los bombardeos. La paz, una vez más, se confundía con el derecho del imperio a administrar la violencia.
El caso de Machado no es distinto. Es la reedición de un patrón viejo: premiar a los disidentes útiles, a los que desde la derecha liberal denuncian a los gobiernos que intentan salirse del guion. Se canoniza a quienes atacan el socialismo, aunque sea a costa de la verdad, y se demoniza a quienes intentan construir alternativas, aunque lo hagan con errores o torpezas. Así, el Nobel deja de ser un reconocimiento moral para convertirse en una operación simbólica de guerra fría permanente.
El gesto de Machado, dedicando su premio a Donald Trump, cierra el círculo de la farsa. El mismo líder que amenazó con invadir Venezuela, que saboteó procesos de paz en Oriente Medio y que alentó golpes blandos en América Latina, se convierte ahora en el referente espiritual de la nueva “pacificadora”. El Comité Noruego, lejos de escandalizarse, lo celebra. Porque lo que se premia no es la paz, sino la sumisión al poder imperial.
Si se tratara realmente de reconocer la paz, ¿por qué Gandhi nunca recibió el Nobel? ¿Por qué no se honró a Martin Luther King sino póstumamente? ¿Por qué nunca se distinguió a los pueblos palestinos, kurdos o saharauis, que llevan décadas resistiendo una violencia estructural sin nombre?.
La respuesta es evidente: porque la paz que ellos encarnan no es la paz del orden, sino la de la justicia. Y la justicia, para el poder, siempre ha sido subversiva.
Recordemos que el propio Alfred Nobel fue un fabricante de dinamita y cañones. Su conciencia culpable lo llevó a crear premios que, paradójicamente, terminaron perpetuando aquello que pretendía expiar. El Nobel de la Paz es, en cierto modo, la joya más cruel de esa herencia: un galardón fundado sobre la violencia y administrado por quienes gestionan la violencia global. En sus manos, la paz se convierte en un bien de consumo, en un relato más de la industria cultural.
El galardón de Machado no solo degrada el sentido del Nobel, sino también el de la palabra “paz”. Porque en el vocabulario del capitalismo global, la paz ya no significa el fin de la explotación o de las guerras, sino la normalización de la injusticia.
Paz es el nombre amable del silencio impuesto a los pueblos. Paz es el eufemismo con que se designa la derrota de los proyectos emancipadores.
Por eso, la ironía de la historia no puede pasar desapercibida: mientras se otorga el Nobel a quienes defienden los intereses de las élites, se criminaliza a quienes luchan por la igualdad. Los campesinos que ocupan tierras, los obreros que hacen huelga, los pueblos que se rebelan contra el extractivismo, son tratados como amenazas al orden. Ellos son, sin embargo, los verdaderos constructores de paz, porque su lucha apunta a eliminar las causas materiales de la violencia.
El Comité Noruego nunca premiará a un pueblo en resistencia, porque eso equivaldría a reconocer que la paz, no depende de los diplomáticos ni de los filántropos, sino de las clases trabajadoras organizadas. La paz verdadera —la que soñaron Marx, Rosa Luxemburgo o el Che— no puede coexistir con la dominación de unos pueblos sobre otros ni con la explotación de unos seres humanos por otros. La paz solo puede nacer de la justicia social, de la soberanía popular y de la emancipación colectiva.
Por eso, cuando escuché el nombre de “Corina”, comprendí que no era un error del Comité, sino una declaración de principios. El Nobel de la Paz, en manos del poder, no premia a quienes buscan transformar el mundo, sino a quienes ayudan a mantenerlo igual. Es un premio contra la historia, contra los pueblos y contra la esperanza.
Y, sin embargo, fuera de los auditorios de Oslo, en los barrios, en las montañas, en los campos y en las fábricas, la paz sigue siendo una palabra viva. No la paz de los vencedores, sino la de quienes no se resignan. La paz que no consiste en callar, sino en construir. La paz que nace del pan compartido, del derecho conquistado, del trabajo liberado de la servidumbre.
Esa paz no se premia: se defiende. No lleva medallas ni discursos, pero se reconoce en cada gesto de dignidad.
Quizás, algún día, el Comité Noruego entienda que la fraternidad entre los pueblos no se decreta desde un palacio, sino que se conquista desde abajo. Y que mientras los poderosos sigan administrando el significado de la paz, la dinamita de Nobel seguirá estallando, una y otra vez, sobre los pueblos del mundo.