En los últimos años, mientras la democracia se devalúa y apenas se pronuncia en boca de muchos jóvenes, las banderas vuelven a flamear con estrépito en las plazas. No ondean por el viento, sino por el empuje de un nuevo fervor, el idealismo romántico de las patrias resucitadas al que también se han adherido, ya sin complejos, un buen puñado de nostálgicos. En medio de la fatiga democrática, crece una pulsión que no mira al futuro, sino al pasado; una sed de pertenencia absoluta, una necesidad de claridad en un tiempo de grises, o de tan multicolor y diverso, difícil de interpretar. Banderas, himnos, símbolos sin ambigüedad que no exigen pensar, solo sentir.
Lo advertía Walter Benjamin al escribir sobre el fascismo: “el peligro no reside solo en el autoritarismo, sino en su estética de la política”. Hoy, cuando los algoritmos premian la emoción frente al argumento ese peligro reaparece con rostro nuevo pero con fondo antiguo. Para muchos, qué hay más estético que una bandera, qué más reconfortante que una patria abstracta que promete orden, pureza, comunidad. La patria, convertida en refugio emocional, sustituye al compromiso democrático. Es un gesto más estético que ético. Frente a una democracia que pide paciencia, compromiso y negociación, estas nuevas patrias ofrecen inmediatez, soluciones simples, fe y pertenencia. Como en los viejos versos de Hölderlin, todo en ellas es absoluto y sagrado. “La patria, madre de lo justo y lo bello”, escribía el poeta, aún sin saber que ese mismo idealismo sería, más adelante y en la actualidad, utilizado para justificar el exterminio.
Pero este renacer intenso y descarado de la ultraderecha no viene del vacío o de una generación espontánea, llega tras décadas de una democracia que parece haber perdido el relato, que resulta agotada de tanto reinventarse y acomodarse a los tiempos; sin pedagogía y sin épica. Quizá el problema no está en las banderas, sino en que ondean solas, sin contenido democrático que las habite. Una bandera que no represente derechos no es un símbolo, es una amenaza. Y una patria sin ciudadanos comprometidos no es una comunidad, es una ficción peligrosa. Tal vez no necesitemos más banderas, sino más preguntas, menos himnos y más conversación; no una patria ideal, sino una ciudadanía imperfecta pero activa; que no busque redención sino responsabilidad. Solo así podremos librarnos de visionarios, salvapatrias, demagogos y especuladores que hacen de la política un arma destructiva frente al adversario, al diferente, al débil.
Este fenómeno no es exclusivo de España, pero aquí adquiere un matiz inquietante, porque nuestro país representó un ejemplo de adhesión popular a la democracia. Ahora, en medio de una crisis de representación, con instituciones erosionadas y partidos desconectados de la calle, ese consenso comienza a deshacerse. Durante años, se repitió la idea casi litúrgica de que las nuevas generaciones serían más abiertas, más progresistas, más demócratas. Y durante un tiempo fue así. En los años 80 y 90, la juventud española apoyaba con fuerza la democracia, marcada aún por el recuerdo de la dictadura. Aquella juventud creía, como escribió Octavio Paz, que “la libertad es la única tradición que no se corrompe”. Hoy, sin embargo, algo ha cambiado. La novedad no es el descontento. En 2011, el 15M expresó una crítica feroz a la política institucional, pero desde dentro del marco democrático. Hoy, la crítica es más difusa. No se exige una democracia mejor, sino que directamente se cuestiona si vale la pena. La desafección ya no es indignación, sino fatiga. Ya no se trata solo de desafección política o crítica a los partidos tradicionales. Hablamos, literalmente, de que una parte creciente de la juventud considera aceptables alternativas autoritarias. Este giro no es anecdótico, se trata de un cambio generacional que, si se consolida, puede debilitar las bases de nuestra cultura democrática a medio plazo.
En Los demonios, Dostoievski dibujaba una juventud rusa radicalizada, desilusionada, tentada por el fuego del nihilismo y las promesas de orden a cualquier precio. Algo de aquel clima, aunque en clave contemporánea, comienza a insinuarse hoy en España. No con bombas ni manifiestos, sino con el arma poderosa de las redes sociales y los mensajes fake. Si intentamos comprender cómo este proceso de transformación se desarrolla, en primer lugar, podemos encontrar el factor ideológico. La juventud se escora hacia la derecha sin ningún fundamento, ya que no dispone de formación política sólida ni de memoria histórica viva. El centro ideológico, lejos de ser un refugio moderado, se ha convertido en un espacio de apatía, donde el compromiso democrático se diluye. Como advertía Stefan Zweig en El mundo de ayer, “cuando las convicciones se enfrían, la indiferencia prepara el terreno a los totalitarismos”.
El segundo factor puede acompañar al primero o también explicar el porqué del auge de los partidos de extrema derecha. Aunque votar a VOX o apoyar nuevos grupos como Se Acabó la Fiesta no explica por sí solo la caída del apoyo a la democracia, sí forma parte del paisaje. Esos partidos critican abiertamente los pilares del sistema liberal, y normalizan discursos nostálgicos, excluyentes o autoritarios. Y lo hacen con un lenguaje eficaz, emocional, adaptado al canal favorito de los jóvenes, las redes sociales, que cautiva más a los oyentes masculinos. Es así como construyen un imaginario en el que gobiernan algoritmos sin alma y sin escrúpulos y que adoptan soluciones a golpe de clic, sin caer en la cuenta de que, en realidad, son sus primeras víctimas; que lejos de vivir en libertad, habitan en túneles cerrados en los que resuena un griterío continuo y ensordecedor; donde se castiga la duda, la complejidad se silencia y el matiz y la diferencia se ridiculizan o se persiguen con la fuerza. Pero no lo eligieron, nacieron en medio de ese ruido y si no se les ofrece otra cosa, seguirán confundiendo el eco con la verdad.
En definitiva, conviene recordar que la democracia no es una herencia automática, sino que hay que cultivarla, explicarla, defenderla; hace falta, como decía Antonio Gramsci, una “batalla cultural” para sostener los valores democráticos cuando ya no están de moda y, especialmente, cuando sus fundamentos ya no se dan por supuestos entre quienes deberían garantizar su futuro.