lunes, 20 octubre 2025

¿Es el plan de paz la continuación del colonialismo?

Por Julio Casas

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Ante el nuevo y mal llamado plan de paz, los aliados del sionismo y sus voceros occidentales —especialmente los del mundo anglosajón— proclaman con solemnidad que ha llegado el momento de bajar la guardia y abandonar las calles. Nos invitan a creer que la “diplomacia” ha prevalecido, que el conflicto puede resolverse en los despachos, sin movilización, sin lucha y sin resistencia.

Esa invitación no es inocente: es una trampa cuidadosamente construida. Cada vez que el imperialismo habla de paz, lo hace para consolidar su dominio. Cada vez que el poder sionista promete estabilidad, lo hace sobre la sangre y las ruinas del pueblo palestino.

La historia del conflicto palestino-israelí está plagada de planes, acuerdos y resoluciones que, lejos de buscar una solución justa, han servido para legitimar la ocupación y perpetuar la subordinación colonial de Palestina. Desde Oslo hasta Camp David, pasando por la farsa de Annapolis, el resultado ha sido siempre el mismo: más colonias, más muros, más represión.

El denominado Acuerdo del Siglo, impulsado por Donald Trump en alianza con el gobierno israelí, no constituye una excepción, sino la culminación lógica. Bajo una retórica de “progreso” y “oportunidad”, el plan representa la forma contemporánea del viejo proyecto colonial: dividir, someter y reconfigurar el territorio palestino según los intereses del capital y la geopolítica imperialista.

No se trata de un intento de mediación, sino de una imposición diseñada en los centros del poder occidental. Fue redactado en Washington, a puerta cerrada, bajo la tutela directa del lobby sionista y con la complicidad de regímenes árabes subordinados al bloque atlántico. En lugar de promover la autodeterminación, el plan niega la condición misma de sujeto político al pueblo palestino. No reconoce su soberanía, ni su derecho al retorno, ni siquiera su identidad colectiva. Palestina aparece en él como un espacio a gestionar, un territorio despojado de historia, cultura y voluntad.

La composición del plan revela con claridad su naturaleza colonial. En su elaboración participaron Estados Unidos, Israel, las monarquías del Golfo y, de forma significativa, Turquía. Este último actor, pese a su retórica pro-palestina, ha actuado como aliado funcional de la OTAN y cómplice de las maniobras que marginan a los legítimos representantes palestinos. El discurso de Erdogan, plagado de gestos simbólicos, sirve de coartada para mantener su inserción en el bloque occidental. Así, lo que se presenta como un acuerdo regional es en realidad un directorio imperial que decide el futuro de un pueblo sin siquiera consultarlo.

La exclusión de la Autoridad Nacional Palestina —con todas sus limitaciones— y la demonización de Hamas y la Yihad Islámica confirman que el objetivo del plan no es la paz, sino la rendición. No hay negociación posible cuando se excluye a quienes encarnan la resistencia real, política y militar. La fórmula es simple: al enemigo que no pueden destruir militarmente, intentan desarmarlo políticamente, imponiéndole una “paz” que equivale a su desaparición.

El contenido del plan es una radiografía de esa lógica. Israel obtiene la anexión de facto de los asentamientos ilegales en Cisjordania y del valle del Jordán, consolidando un dominio territorial irreversible. Jerusalén —histórico corazón espiritual y político de Palestina— es reconocida como capital “indivisa” del Estado israelí. A cambio, se ofrece a los palestinos un territorio fragmentado, desmilitarizado y sin control sobre fronteras, espacio aéreo o recursos naturales. Ese pseudo-Estado no es más que una reserva colonial, un bantustán revestido de terminología diplomática. No se trata de independencia, sino de administración subordinada: una prisión con bandera propia.

Bajo la apariencia de un acuerdo, el plan institucionaliza la desigualdad y la segregación. Normaliza la violencia cotidiana de los colonos y del ejército israelí, legitima el robo sistemático de tierras y criminaliza cualquier forma de resistencia. La supuesta “paz económica” que propone no es más que un pacto de sumisión. La lógica imperialista reduce la justicia a inversión, la soberanía a mercado y la liberación a estabilidad financiera.

Trump, lejos de actuar como mediador, se comportó como gestor de intereses económicos y geopolíticos. Su “plan de paz” responde al mismo esquema que condujo su política exterior: trasladar la embajada a Jerusalén, reconocer los Altos del Golán como territorio israelí, recortar fondos a la UNRWA y estrangular financieramente a la Autoridad Palestina.

A ello se suma la promesa de grandes negocios en la reconstrucción de Gaza, convertida en laboratorio de privatización y especulación. Las corporaciones estadounidenses e israelíes verían así multiplicadas sus oportunidades de beneficio bajo el pretexto de la “estabilidad”. La devastación se transforma en mercancía, y el sufrimiento de un pueblo en terreno fértil para el capital.

El plan Trump revela con crudeza la fusión entre imperialismo y capitalismo neoliberal. En su lógica, la paz no es un derecho, sino un producto financiero. El territorio palestino se convierte en zona de inversión, los refugiados en fuerza laboral barata y la ayuda humanitaria en un mecanismo de control político.

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La aparente “reconstrucción” económica no busca restaurar la vida palestina, sino disciplinarla. Se trata de construir un orden colonial más eficiente, donde la explotación sustituya a la resistencia.

Sin embargo, la realidad demuestra los límites de ese proyecto. La existencia misma de la Resistencia Palestina es la negación práctica del plan y de toda su arquitectura ideológica. Ningún dispositivo militar, diplomático o mediático ha conseguido doblegar la voluntad de un pueblo que se niega a desaparecer.

A lo largo de décadas, el sionismo ha recurrido a todos los métodos de la dominación: ocupación militar, bloqueo económico, asesinatos selectivos, guerras relámpago y genocidio a cámara lenta. Pero cada ofensiva refuerza la convicción de que la única salida es la lucha.

La Resistencia no es solo una respuesta militar; es una forma de existencia colectiva. En Gaza, en Cisjordania, en los campos de refugiados y en la diáspora, el pueblo palestino ha mantenido viva su identidad nacional a través de la resistencia popular, cultural y política. Frente al intento de borrarlo del mapa, ha levantado una memoria de dignidad. Por eso, cada “plan de paz” redactado desde las metrópolis del imperialismo fracasa: porque ignora que Palestina no es un problema que se resuelve, sino un pueblo que se libera.

El fracaso del plan Trump también expone la crisis del bloque árabe oficial. Las monarquías del Golfo, que firmaron acuerdos de normalización con Israel bajo el eufemismo de los “Acuerdos de Abraham”, han perdido toda legitimidad entre sus propios pueblos.

En su servilismo ante Washington, esos regímenes han renunciado a la causa palestina y se han alineado con el proyecto sionista, esperando asegurar su supervivencia política a cambio de contratos y protección militar. Pese a todo, la historia demuestra que los pueblos árabes no olvidan, y que la complicidad con la ocupación será tarde o temprano juzgada por la propia calle árabe.

El llamado “plan de paz” de Trump es, en definitiva, una hoja de ruta para la anexión definitiva de Palestina. Un documento que pretende cerrar el conflicto mediante la capitulación del pueblo ocupado. Su propio diseño lo condena al fracaso: no puede construirse una paz sobre el despojo ni una estabilidad sobre la injusticia. Su destino, como el de otros intentos fallidos, es el basurero de la historia.

Ante esta farsa, la responsabilidad internacional es clara. Es necesario intensificar la solidaridad con la causa palestina, fortalecer la campaña de Boicot, Desinversiones y Sanciones (BDS) y denunciar la complicidad de los gobiernos occidentales que siguen financiando al ocupante. Europa y Estados Unidos hablan de derechos humanos mientras suministran armas y tecnología al ejército israelí. Esa hipocresía debe ser desenmascarada en cada espacio político, académico y mediático.

La solidaridad no puede reducirse a la denuncia moral; debe transformarse en acción política. Implica romper los lazos económicos con las empresas que se benefician de la ocupación, exigir sanciones reales contra Israel y rechazar toda normalización diplomática con el régimen sionista.

Solo una presión internacional sostenida puede alterar la correlación de fuerzas y abrir el camino hacia la justicia.

Aunque la verdadera fuerza está en el pueblo palestino. La Resistencia, en todas sus formas, es la expresión más alta de su soberanía. Mientras exista un solo palestino dispuesto a luchar por su tierra, ningún muro ni ejército podrá borrar el derecho histórico de Palestina a existir.

Esa voluntad de resistencia —que sobrevive entre ruinas, bloqueos y exilios— es la mayor derrota moral del colonialismo moderno.

El imperialismo y el sionismo pueden imponer fronteras, destruir ciudades y manipular narrativas, pero no pueden destruir la conciencia. Cada niño palestino que crece bajo ocupación comprende, más temprano que tarde, que su vida es parte de una lucha colectiva. Esa conciencia, transmitida de generación en generación, es la garantía de que ninguna “paz” impuesta tendrá futuro.

En última instancia, el plan Trump no es un hecho aislado, sino un síntoma de época: el intento desesperado del capitalismo global de reordenar Oriente Medio según sus intereses. Pero toda imposición genera su contraataque. Cada intento de dominación alimenta nuevas formas de resistencia, y cada mentira diplomática acelera el desgaste moral del sistema imperialista.

No hay paz sin justicia, no hay justicia sin soberanía y no hay soberanía sin liberación total de la Palestina histórica. Esa es la verdad que ningún plan colonial puede borrar. Mientras exista la Resistencia, existirá la esperanza. Y mientras esa esperanza viva, los planes del imperialismo y del sionismo estarán condenados a fracasar.

La última palabra no la tendrán los amos del mundo, sino el pueblo palestino, que, incluso en medio de las ruinas, sigue escribiendo la historia de su liberación.

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