Cargar la responsabilidad sobre el migrante es, en realidad, un ejercicio de hipocresía de manual: se golpea al último eslabón de la cadena productiva y social, preservando intacto al patrón que paga jornales de hambre y al Estado que garantiza la perpetuidad de ese sistema.
La oleada de pogromos racistas que sacudió Torre Pacheco convirtió sus calles en un territorio bajo asedio. Los vecinos se atrincheraban tras persianas cerradas mientras cuadrillas improvisadas, armadas con palos y machetes, patrullaban con impunidad.
La noche del 13 de julio, un grupo de ultras —uniformados de negro— irrumpió en un restaurante de kebabs, destrozando mobiliario a golpes de bate y rociando gas pimienta, obligando a los trabajadores a huir por la puerta trasera. Veinticuatro horas después, Antonio, un joven de quince años hijo de madre vasca y padre marroquí, fue linchado por la turba, señalado como objetivo por el simple hecho de portar un color de piel distinto al «aceptado». El terror no llegó en patera: lo importaron bandas organizadas mediante canales de Telegram y legitimadas por Vox, que envolvía la barbarie en el falso ropaje de la «autodefensa». Mientras tanto, los grandes medios reproducían titulares inflamados, sin verificar la más mínima información, alimentando el delirio colectivo.
La secuencia es conocida: una noticia inicial relativamente clara —un jubilado agredido, con sospechosos detenidos o buscados— se transmuta en epopeya supremacista. Canales neonazis como Deport Them Now UE inundaron las redes con vídeos de peleas grabadas en lugares tan dispares como Torrevieja o México, vendiéndolas como «últimas imágenes de Torre Pacheco». El supuesto «abuelo» víctima de la agresión cambiaba de rostro y heridas según el clip, pero eso no impidió que las tertulias televisivas y la prensa conservadora reciclaran el material como si fuera prueba irrefutable. Cuando los hechos reales llegaron a portada, el relato ya estaba blindado: miles de perfiles clamaban por una «cacería» contra cualquiera que pareciera magrebí.
Los datos son elocuentes: el Ministerio del Interior registró en 2023 un total de 2 268 delitos de odio, un 21 % más que el año anterior. Esa tendencia ascendente no es espontánea; responde a una maquinaria de agitación que en redes sociales ha inoculado un veneno muy específico en la franja que Marx denominó lumpenproletariado: sectores desclasados, sin horizonte político propio, manipulados por la reacción como tropa de choque contra otros trabajadores.
La historia ofrece ejemplos escalofriantes: en Odesa, 2014, bandas neonazis cercaron la Casa de los Sindicatos y quemaron vivas a 43 personas que se manifestaban contra el golpe de Estado. En Venezuela, las guarimbas —barricadas armadas impulsadas por la oposición— dejaron decenas de muertos, castigando a quienes eran «chavistas» o simplemente parecían serlo. Y mucho antes, en 1871, Marx ya advertía de cómo el lumpen se alquilaba al mejor postor para sofocar la Comuna de París. En todos los casos, la estrategia es idéntica: canalizar la frustración popular contra los de abajo, blindando a los verdaderos responsables de la miseria.
Torre Pacheco es el espejo roto de un modelo de urbanismo desindustrializado y sin planificación social. El 83 % de los contratos corresponden al campo, y casi el 60 % ya recaen en migrantes; un tercio de la población es extranjera. Los barrios se caen a pedazos, sin alcantarillado ni transporte nocturno, mientras los planes de rehabilitación yacen olvidados en cajones institucionales. No fueron los migrantes quienes degradaron la zona: fueron sus salarios reducidos a la mínima expresión y la ausencia de derechos laborales lo que los confinó a alquileres de 250 euros en naves ruinosas.
Culpar al migrante es absolver al patrón que exprime, al consistorio que protege al terrateniente y al Estado que ampara el saqueo. Es omitir el papel del imperialismo que, mediante guerras y expolio económico, forzó su desplazamiento.
Algunos sostienen que su mera presencia “deprime los salarios”, como si el remedio a la voracidad patronal fuera dividir a la clase trabajadora en líneas de origen. Pero ningún conflicto salarial se resuelve enfrentando penúltimos contra últimos: la única solución es la unidad obrera, independientemente del pasaporte, para imponer igualdad de salario y de derechos.
La experiencia histórica es clara. Igual que el movimiento obrero del siglo XX exigió la igualdad salarial entre hombres y mujeres para evitar que las patronales usaran mano de obra femenina como herramienta de depreciación salarial, hoy la prioridad es colocar la igualdad de los migrantes en el centro de la agenda sindical. Solo así se neutraliza el chantaje patronal.
El Ministerio de Inclusión confirma que la brecha salarial bruta entre asalariados españoles y extranjeros alcanza el 23 % —unos 500 euros mensuales—, y que los trabajadores foráneos se concentran en los nichos más precarios, con contratos temporales encadenados y jornadas a destajo. La Ley de Extranjería agudiza su vulnerabilidad: faltas menores pueden derivar en expulsiones exprés, como ocurrió en 1 221 casos en 2023. El mensaje es inequívoco: si eres migrante, reclamar derechos laborales puede costarte la residencia.
A esta base material se suma una ofensiva simbólica. El uso del acrónimo «mena» como sinónimo de delincuente en medios y discursos políticos ha sedimentado un prejuicio útil para la reacción. Mientras Vox promete deportaciones masivas —un plan que en EE. UU. Trump tuvo que moderar porque la agroindustria le recordó quién recoge la cosecha—, el racismo cumple una función económica precisa: garantizar mano de obra barata y dócil.
Porque, si vamos al núcleo del problema, los grandes saqueadores no vienen en patera. Fondos buitre como Blackstone, con más de 30 000 viviendas en España, han recibido el aval del Tribunal Supremo para inflar alquileres y forzar desahucios. La agroexportación murciana factura casi 3 000 millones de euros al año pagando salarios de subsistencia.
El neofascismo actual combina hooligans de barrio con campañas virales de intoxicación masiva. Su derrota no es un asunto meramente «humanitario», sino de lucha obrera organizada. Ante un pogromo, la respuesta no puede ser un comunicado tibio, sino una huelga general en el sector afectado. En El Ejido, en el año 2000, los temporeros marroquíes respondieron al pogromo con una huelga indefinida que paralizó la cosecha; sin embargo, el acuerdo firmado nunca se cumplió por la connivencia entre patronal y sindicatos mayoritarios.
Prevenir que el brote se extienda exige organización popular: asambleas vecinales, sindicatos de inquilinos contra la especulación, comités de base en los centros de trabajo y brigadas de información para neutralizar la propaganda racista.
Defender a la fracción más precarizada de la clase trabajadora no es un acto de caridad, sino una obligación estratégica. Brecht lo resumió bien: «¡Malos tiempos aquellos en los que hay que defender lo evidente!». Si dejamos que el capital siembre miedo, cosecharemos fascismo; si sembramos unidad desde abajo contra los de arriba, podrá germinar una alternativa capaz de señalar al verdadero enemigo: el capital y su Estado.