martes, agosto 19, 2025

El turismo es un gran invento del ocio capitalista

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El turismo no es un simple pasatiempo ni una suma de deseos individuales. Es una maquinaria histórica donde se cruzan acumulación capitalista, imaginarios culturales y relaciones de poder a escala mundial.

Desde los ferrocarriles del siglo XIX hasta las aerolíneas de bajo coste, el viaje pasó de privilegio aristocrático a derecho de consumo masivo. Pero lejos de democratizarse, se convirtió en una vía privilegiada de valorización para grandes consorcios. Hoy moviliza a 1.300 millones de personas al año y representa cerca del 10 % del PIB global. La paradoja es que la riqueza se concentra en unos pocos intermediarios, mientras los costos recaen sobre trabajadores y comunidades.

El turismo moderno se gestó en el Grand Tour aristocrático del siglo XVIII, luego apropiado por la burguesía industrial. En 1841, Thomas Cook organizó el primer viaje colectivo, inaugurando la comercialización del ocio. Desde entonces, viajar dejó de ser privilegio y se transformó en mercancía.

En las colonias, esta lógica fue brutal: la creación en 1898 de la Sabi Game Reserve (hoy Parque Kruger) expulsó comunidades enteras para ofrecer al turista europeo una “naturaleza virgen” sin campesinos ni ganado. Allí nació el mito de la “África salvaje”, aún explotado en safaris de lujo, mientras nuevas iniciativas de “conservación” amenazan con desplazar pueblos como los masái. El turismo fue, y sigue siendo, un dispositivo colonial.

Tras la Primera Guerra Mundial y la conquista obrera de las vacaciones pagadas en Francia (1936), la burguesía encontró un nuevo campo de acumulación: las costas mediterráneas. Resorts, vuelos chárter y paquetes “todo incluido” replicaron la lógica fordista: ocio estandarizado para masas asalariadas. Desde los años setenta, el turismo global se expandió con los vuelos intercontinentales baratos, incorporando al Sur como destino de renta plus.

Las cifras son elocuentes: de 25 millones de turistas internacionales en 1950 se pasó a 1.500 millones en 2019. Un torrente de valor que engorda las metrópolis mientras impone precariedad laboral y encarece la vivienda en los territorios receptores.

Hoy, el grueso de la renta turística se concentra en plataformas digitales: Booking y Expedia controlan casi el 60 % de las reservas hoteleras en el mundo. La “democratización” del viaje no es más que vacaciones producidas en serie para multiplicar ganancias en serie.

Mientras tanto, el trabajo turístico es de los más frágiles. En la UE, 11,2 millones de personas empleadas en hostelería reciben los salarios más bajos del continente. A escala global, 270 millones de trabajadores sostienen el sector en condiciones de temporalidad, informalidad y escasa protección social.

El otro precio se paga en ladrillo. Barcelona, con más de 32 millones de visitantes al año, ha visto dispararse los alquileres un 68 % en una década, expulsando a miles de vecinos. En Palma, Granada o Venecia, las recientes protestas denunciaron: “Tu Airbnb era mi casa”. Los beneficios vuelan a fondos inmobiliarios y plataformas digitales, mientras las clases populares son desplazadas de sus propios barrios.

No solo se mercantiliza la vivienda: también la cultura. Flamenco exprés en Sevilla, ritual masái cronometrado o yoga matinal en Bali: prácticas vivas reducidas a espectáculo para turistas. La UNESCO advierte que estas “experiencias” convierten la cultura en simples tokens de consumo. Unos miran, otros actúan: la herencia colonial persiste.

Torre de Gazate Airén

La pulsión de conocer y reconocerse en el otro solo florece plenamente fuera de la lógica mercantil. Bajo el capitalismo, viajar significa adelantar dinero, consumir un paquete y devolver plusvalor a monopolios. Lo que debería ser intercambio se reduce a fetichismo de imágenes, y lo que debería fortalecer vínculos humanos se convierte en mercancía efímera.

Frente a ello, es imprescindible disputar el sentido del turismo. Eso implica:

  • Convenios colectivos que garanticen salarios dignos todo el año.
  • Control público de las rentas urbanas para garantizar vivienda asequible.
  • Planificación democrática de los flujos turísticos, donde comunidades y trabajadores fijen límites y reinviertan excedentes en servicios sociales.

Solo arrebatando la renta extraordinaria a los oligopolios y socializando sus beneficios el viaje podrá recuperar su dimensión emancipadora: aprendizaje mutuo, solidaridad internacionalista y reconocimiento entre pueblos desde la misma altura.

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