lunes, 29 septiembre 2025

El síntoma Trump

Por Julio Casas Delgado

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Hablar de Donald Trump es hablar de un estilo político basado en la simplificación, la provocación y la manipulación de los miedos colectivos. Ese estilo no se limita al terreno electoral o económico: también invade el discurso sobre la ciencia, la salud y la enfermedad. Durante sus años en la Casa Blanca, Trump ha contribuyó a difundir sospechas sobre vacunas, a trivializar fenómenos médicos complejos como el autismo y a despreciar el trabajo de expertos. En ese marco, conviene detenerse en dos símbolos que ayudan a comprender cómo funciona esa retórica: el autismo, convertido en blanco de estigmatización y conspiración, y el paracetamol, que encarna la cultura de la medicalización rápida y superficial. Juntos forman una metáfora de cómo la política puede distorsionar el conocimiento científico y, al mismo tiempo, reflejar un modelo de sociedad que prefiere calmar síntomas antes que enfrentarse a las causas profundas de sus problemas.

El autismo es una condición neurobiológica compleja, definida en la actualidad como un espectro de trastornos del neurodesarrollo que afectan a la comunicación, la interacción social y, en muchos casos, a la regulación sensorial. Lejos de ser homogéneo, el espectro autista incluye perfiles muy diversos: personas con grandes dificultades para la autonomía y otras con altas capacidades en ámbitos específicos. La investigación científica ha avanzado enormemente en las últimas décadas, revelando la influencia de factores genéticos y epigenéticos. Aún así, persisten estigmas y mitos que dificultan la inclusión y generan sufrimiento innecesario. Uno de los mitos más dañinos fue la falsa relación entre vacunas y autismo, desmentida una y otra vez por la comunidad científica. Sin embargo, Trump, en varias declaraciones públicas, se hizo eco de esa narrativa, sembrando dudas en millones de ciudadanos y fortaleciendo movimientos antivacunas que ya habían demostrado un impacto negativo en la salud pública.

El problema no es solo que un líder político -por muy inepto que sea-, desinforme. El verdadero riesgo es que esa desinformación, legitima el prejuicio social y convierte a un colectivo vulnerable en objeto de sospecha.

Cuando Trump sugería que las vacunas podían “causar” autismo, no solo se equivocaba en términos científicos; también reforzaba la idea de que el autismo es algo que debe temerse o evitarse a toda costa. Esa visión, en lugar de promover la inclusión y la aceptación, alimenta la discriminación y la marginación.

El autismo no es una catástrofe, es una forma distinta de funcionamiento cerebral que exige comprensión, apoyos adecuados y políticas públicas inclusivas. Desviar la atención hacia teorías conspirativas no solo es un insulto a la evidencia científica, sino que retrasa la posibilidad de construir una sociedad más respetuosa y adaptada a la diversidad.

Frente al ruido de las declaraciones políticas, la ciencia tiene un camino claro: seguir investigando los múltiples factores que intervienen en el desarrollo del espectro autista, desde la genética hasta las condiciones perinatales, pasando por la plasticidad neuronal y otro.

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Sin embargo, cuando líderes con gran capacidad de influencia instalan dudas sobre vacunas o banalizan la neurodiversidad, la investigación se ve obligada a gastar energía en desmentir bulos en lugar de avanzar hacia nuevos descubrimientos. Ese es uno de los efectos más dañinos del estilo Trump: la erosión de la confianza pública en el conocimiento experto.

Si el autismo ha sido manipulado como arma política y cultural, el paracetamol y la supuesta relación con el TEA, representa otra cara de la misma moneda fenómeno: la medicación rutinaria de la vida cotidiana. Este fármaco, también conocido como acetaminofén, es uno de los analgésicos más utilizados en el mundo. Se receta para dolores leves, fiebre o malestar general. Es barato, seguro en dosis adecuadas en cualquier persona, sin efectos secundarios para, con las condiciones del Espectro Autista. En principio, se trata de un avance de la farmacología moderna que ha permitido aliviar millones de síntomas. Sin embargo, su omnipresencia refleja también un modo de relacionarnos con la salud: preferimos la pastilla rápida antes que cuestionar las causas de fondo del dolor o la enfermedad.

El paracetamol no resuelve las condiciones que originan el malestar, simplemente lo disimula. Una persona con dolor de cabeza recurrente puede tomarlo a diario, pero si no aborda las causas —estrés crónico, falta de sueño, exposición a contaminantes, problemas de visión—, la raíz del problema permanece intacta. Lo mismo ocurre a nivel social: preferimos invertir en fármacos de consumo masivo antes que en políticas de prevención o en mejoras estructurales de salud pública.

El paracetamol, en este sentido, se convierte en símbolo de un sistema que tolera el malestar mientras no interfiera demasiado con la productividad.

En el discurso político, esta metáfora resulta clara. Trump se comporta como un paracetamol: promete soluciones rápidas, ofrece alivio momentáneo a las frustraciones sociales y evita abordar las causas profundas de la desigualdad, la precariedad laboral o la crisis sanitaria. Sus mensajes simplificados actúan como una pastilla que calma el enojo ciudadano por——- unas horas, pero que no aporta soluciones reales. Así como el paracetamol reduce la fiebre sin curar la infección, el populismo de Trump reduce la ansiedad política sin modificar las estructuras que la producen.

El vínculo entre ambos elementos —autismo y paracetamol— se hace evidente cuando se analiza la relación entre política, ciencia y salud pública. Por un lado, tenemos un fenómeno complejo reducido a caricatura: el autismo convertido en conspiración. Por otro, un medicamento útil convertido en fetiche de la solución fácil. Ambos ejemplos muestran cómo la sociedad contemporánea oscila entre la desinformación y la superficialidad.

En lugar de discutir seriamente qué significa incluir a las personas autistas en la escuela, en el trabajo o en la vida social, se propagan bulos sobre vacunas de ARN y el uso de un simple Gelocatil. En vez de debatir cómo prevenir enfermedades ligadas al estilo de vida, al sedentarismo o a la contaminación, se multiplican las ventas de analgésicos y/ansiolíticos.

La pregunta de fondo es por qué aceptamos esa superficialidad. Una respuesta posible es que enfrentarse a las causas profundas resulta incómodo y exige cambios estructurales.

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Es más fácil echar la culpa a una vacuna que asumir que el autismo forma parte de la diversidad humana. Es más fácil tragar un analgésico que replantearse hábitos laborales, urbanísticos o alimentarios. Y en ese terreno, líderes como Trump encuentran un campo fértil para consolidar su influencia: ofrecen explicaciones fáciles, identifican culpables imaginarios y refuerzan la cultura de la inmediatez, la idiotez y la ignorancia.

La crítica no significa demonizar el paracetamol ni convertir al autismo en bandera de lucha política. Al contrario: se trata de reconocer que la ciencia es una herramienta indispensable, pero que su efectividad depende de la manera en que se comunica y se aplica.

En este sentido, necesitamos más divulgación clara, más políticas basadas en evidencia y menos tolerancia a la desinformación interesada. El autismo debe dejar de ser un tabú o un espantajo cultural, para ser entendido como lo que es: una condición diversa que requiere apoyos personalizados y entornos inclusivos. Y el paracetamol debe seguir siendo un aliado en la gestión de síntomas, pero no el sustituto de estrategias preventivas y de cuidados integrales.

Trump, en este contexto, funciona como un recordatorio incómodo de lo fácil que resulta manipular el conocimiento científico en sociedades saturadas de información.

Sus últimas declaraciones sobre paracetamol y autismo no son simples anécdotas: forman parte de una tendencia global en la que la verdad científica se relativiza, se coloca al mismo nivel que una opinión cualquiera y se instrumentaliza con fines electorales. Combatir esa tendencia exige fortalecer la educación científica, promover el pensamiento crítico y defender la autonomía de la investigación frente a la presión política.

El futuro de la salud pública dependerá, en gran medida, de nuestra capacidad para resistir esas distorsiones. Necesitamos que la dirigencia política q respete la ciencia, ciudadanos que exijan rigor y medios de comunicación que no cedan a la tentación del titular fácil. Solo así podremos garantizar que las personas autistas reciban el apoyo que merecen y que los fármacos se utilicen de manera racional, sin convertirse en sustitutos de la prevención.

En definitiva, Trump es un síntoma de algo más grande: de una cultura política, que trivializa la complejidad de una sociedad que prefiere soluciones rápidas antes que enfrentar problemas estructurales. El autismo y el paracetamol, en este análisis, no son solo temas médicos, sino espejos que reflejan cómo entendemos la salud, la verdad y el bienestar colectivo. La cuestión es si queremos seguir tomando analgésicos sociales que encubran el dolor o si estamos dispuestos a preguntarnos qué lo causa y cómo resolverlo de raíz.

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