La escena no deja lugar a dudas. El Banco Santander, principal entidad financiera española, ha fichado a Sir Patrick Sanders, exjefe del Estado Mayor del Ejército británico entre 2022 y 2024, para asesorar su negocio de banca corporativa e inversión en el sector de defensa. La noticia, publicada por El Confidencial el 6 de octubre de 2025 a partir de fuentes de Bloomberg y The Telegraph, confirmó que el general británico se incorporaba al banco con la misión de reforzar su presencia en la industria armamentística europea. La operación, respaldada por el gobierno del Reino Unido y aplaudida por la prensa económica, fue presentada como un movimiento “estratégico” ante el auge del rearme en el continente. Ana Botín lo resumió con una frase que define toda una visión: “Nuestra obligación como banco y como europeos es contribuir a la capacidad de Europa para defenderse.”
Lo que podría parecer una simple maniobra empresarial es, en realidad, un reflejo del nuevo orden económico y militar que se está consolidando bajo la hegemonía de la OTAN. La gran banca europea —con el Santander a la cabeza— se integra cada vez más en la estructura financiera que sustenta la política de guerra. No se trata solo de invertir en empresas armamentísticas, sino de participar en la construcción de un complejo industrial-financiero que convierte el conflicto, la amenaza y el miedo en oportunidades de negocio estables y rentables.
Los hechos son elocuentes. El Santander ha destinado miles de millones a financiar a gigantes como Airbus, Thales o Rolls-Royce. Ahora, con un general experto en logística y alianzas atlantistas en su cúpula, prepara nuevos instrumentos financieros para fortalecer la cadena de suministro militar europea. Todo esto coincide con la creación de un fondo europeo de 800.000 millones de euros destinado al rearme, y con un discurso político que equipara “defensa” con “progreso industrial” o “innovación tecnológica”.
Al mismo tiempo, Ucrania anuncia nuevos acuerdos de compra de armamento por valor de 90.000 millones de dólares, financiados en gran parte por los aliados europeos a través de la OTAN. Misiles, sistemas Patriot, municiones: un arsenal que requiere bancos, créditos y aseguradoras detrás. Ese dinero no surge de la nada; fluye desde los centros financieros de Londres, Fráncfort o Madrid. El soldado que combate en el frente lo hace dentro de una red de deuda y contratos que, sin que él lo sepa, le convierte en engranaje de un negocio transnacional.
No se trata de denunciar conspiraciones, sino de analizar realidades. El capital financiero no necesita promover guerras para beneficiarse de ellas; le basta con garantizar que haya una demanda continua de armamento y seguridad. Un préstamo a una empresa del sector, un fondo especializado en defensa o un contrato de suministro a largo plazo aseguran beneficios futuros y rentabilidad estable. La guerra se transforma en un activo financiero más, y las víctimas, en su coste operativo.
La llamada “puerta giratoria” entre generales y banqueros simboliza esta fusión de intereses. Sanders aporta al Santander sus contactos, su conocimiento técnico y su legitimidad institucional. Bajo el discurso de “proteger a Europa”, la banca privada se sitúa en el corazón del dispositivo económico que el atlantismo necesita para mantener su poder político y su control sobre el continente.
La paradoja es evidente: mientras la Unión Europea impone recortes y austeridad en servicios públicos, abre de par en par el grifo del crédito para financiar el rearme. Los mismos bancos que durante años negaron préstamos para vivienda o energías limpias, hoy se presentan como garantes del futuro europeo. La retórica de la “seguridad” sustituye a la de la “solidaridad”, y la precariedad social se justifica en nombre de la defensa común.
Que una entidad privada participe de esta dinámica no sorprende: el negocio financiero busca rentabilidad. Lo verdaderamente grave es la normalidad con la que gobiernos y medios de comunicación celebran esta fusión entre finanzas y guerra como signo de modernidad y liderazgo. Se consolida un modelo en el que la paz se percibe como un obstáculo para el crecimiento, y el gasto militar se presenta como inversión productiva. La OTAN, más allá de coordinar ejércitos, coordina también los flujos de capital que sostienen su maquinaria.
En el Estado español, el poder financiero forma parte de una estructura de dependencia más amplia. La gran banca privada ha sido históricamente un instrumento al servicio de intereses transnacionales, subordinando el crédito y la inversión a las prioridades del capital europeo y, hoy, a la economía de guerra impulsada desde Bruselas, Londres y Washington. Esta subordinación económica limita la capacidad de decisión política y condiciona las políticas públicas en materia social, industrial y energética.
Frente a esta realidad, la respuesta no puede ser únicamente moral o testimonial. Recuperar soberanía económica exige democratizar el sistema financiero. Es imprescindible imponer controles públicos sobre la actividad bancaria, prohibir la financiación directa o indirecta de la industria armamentística y desvincular la política crediticia de los intereses militares de la OTAN.
Avanzar hacia una banca pública, estatalizada y gestionada bajo criterios sociales, no es una opción ideológica, sino una necesidad democrática. Solo una banca orientada al bien común puede reorientar el crédito hacia la producción útil, la cooperación pacífica y el bienestar colectivo. Una banca al servicio de la sociedad, y no de los mercados financieros, es la base para reconstruir la soberanía económica y promover una política exterior basada en la paz, la solidaridad y la justicia social.
Sin independencia financiera, no hay verdadera independencia política. Y sin soberanía económica, no hay paz posible. Recuperar el control de la banca es hoy el paso más urgente para construir un proyecto nacional y europeo al servicio de los pueblos, no de la guerra ni del beneficio privado.




