Hay políticos que inspiran respeto, aunque uno no comparta una sola de sus ideas; personajes que, por presencia, inteligencia o incluso astucia, se ganan un lugar en la historia, aunque sea en la lista de villanos. Luego están los otros, los que apenas alcanzan a ser comparsa, caricatura de lo que debería ser un representante público. Y en ese escalón, a medio camino entre el bufón y el macarra del patio de colegio, podríamos situar a Miguel Tellado, elevado por Feijóo a la condición de portavoz del Partido Popular en el Congreso. Un ascenso que, visto lo visto, parece más un castigo que un premio.
La política española lleva tiempo degradándose, pero Tellado es un caso de manual. Donde debería haber un orador con recursos, hay un repetidor de consignas. Donde haría falta un constructor de argumentos, hay un lanzador de improperios. Su método es tan simple como rudimentario: cuanto menos contenido, más volumen; cuanto menos razonamiento, más aspaviento; cuanta menos alternativa, más insulto.
Una fórmula que puede entretener un rato a las bases más enardecidas, pero que, en el conjunto de la ciudadanía, transmite la imagen de un país gobernado por adolescentes enrabietados.
Tellado encarna, sin tapujos, la política como espectáculo de bronca. Su registro es el del niño que se gana collejas cada recreo por su manía de interrumpir, burlarse y tratar de epatar sin aportar nada. Es el que levanta la voz para tapar al de al lado, el que confunde ruido con autoridad, el que piensa que una burla es un argumento.
Y lo preocupante no es él, que al fin y al cabo es un personaje menor, sino el partido que lo sostiene y le entrega el micrófono. Porque si Tellado es la voz del PP, entonces el PP ha renunciado a ser alternativa seria, para convertirse en caricatura de sí mismo.
Hay que reconocer que la táctica tiene su lógica: Feijóo lo colocó ahí para hacer el trabajo sucio, para decir lo que otros no quieren mancharse diciendo. El problema es que Tellado, en lugar de ser eficaz, se ha convertido en un lastre. No convence, espanta. No suma apoyos, los resta. Es incapaz de conquistar a los votantes moderados, esos a los que el PP tanto dice aspirar, porque su estilo de matón de tertulia solo entusiasma a los ya convencidos. Su intervención típica se parece más a un monólogo de bar que a una intervención parlamentaria: frases cortas, tono crispado, mucho énfasis en lo anecdótico, cero propuestas de fondo.
Lo cómico —si no fuera trágico— es que la derecha lo vende como un azote de la izquierda, un gladiador de la palabra. En realidad, lo suyo son más bien manotazos de patio, collejas verbales que apenas duran lo que dura el eco del micrófono. Es decir, lo que ayer parecía un “zasca” hoy ya está olvidado, porque carece de sustancia.
Como todo ruido, molesta un instante y se disipa. Y ahí radica la cuestión: la política, cuando se reduce a este nivel, no convence ni transforma, solo erosiona la confianza de la gente en el propio sistema.
Aún así, debemos engañarnos: Tellado no es un accidente, es un síntoma. Representa la deriva de una derecha que, incapaz de formular un proyecto sólido de país, se refugia en la caricatura y en el exabrupto.
Donde deberían estar hablando de vivienda, de empleo precario o de servicios públicos, nos ofrecen un catálogo de chascarrillos. Donde deberían plantear alternativas, nos regalan insultos envueltos en grandilocuencia. Y cuando se tiene tan poco que decir, se necesita un portavoz como Tellado: alguien que convierta la política en ruido, para que no se note el vacío.
La comparación con el niño de las collejas no es gratuita. En todo patio de colegio hay uno: el que cree que ser impertinente es ser valiente, que hacerse notar es lo mismo que tener personalidad. Un personaje que irrita más que asusta, que se convierte en chiste antes que en líder. La diferencia es que, en la vida real, ese niño suele recibir la lección antes de llegar a adulto.
En cambio, Tellado ha conseguido escalar hasta la primera fila política sin que nadie lo haya parado en seco, quizá porque el PP necesita justo eso: un altavoz molesto para tapar sus propias mierdas.
Mientras tanto, el país observa el espectáculo con una mezcla de cansancio y desdén. Porque cada minuto de discurso hueco es un minuto perdido para abordar los problemas reales. Y en esa pérdida, la democracia se desgasta. Se normaliza que el parlamento sea un circo, que los portavoces sean bufones, que el debate sea una sucesión de collejas retóricas sin ninguna intención de convencer ni dialogar. Es una forma de banalización que, al final, solo beneficia a quienes desean que la política se desprestigie para que nada cambie.
Tellado cree que está protagonizando una cruzada contra el Gobierno. En realidad, es un figurante en una comedia menor, esa en la que, el ruido, sustituye al contenido y la crispación es la única estrategia.
No es el azote que se imagina, sino el niño pesado del patio, condenado a la irrelevancia en cuanto alguien decida dejar de reírle las gracias. Y ese día, cuando el eco de sus collejas se apague, quedará escrito su epitafio político: “Aquí yace Miguel Tellado, portavoz por accidente, gladiador de pega, tambor vacío de la oposición. Hizo mucho ruido, pero nunca dijo nada”.



