martes, 28 octubre 2025

El manifiesto comunista en el siglo XXI: la persistencia del fantasma rojo

Comparte

Han pasado ciento setenta y siete años desde que Marx y Engels escribieron El Manifiesto Comunista, en 1848, y sin embargo su voz resuena como si no hubiera envejecido. No porque las palabras sean intocables, sino porque la realidad que denunciaban no ha desaparecido: ha mutado, se ha perfeccionado en sus mecanismos de dominio, se ha expandido hasta cubrir todo el planeta. El capitalismo del siglo XXI, globalizado, digital, financiero, no ha refutado a Marx: lo ha confirmado. Donde antes había fábricas, hoy hay redes logísticas; donde había burgueses industriales, hoy hay fondos de inversión y corporaciones tecnológicas; donde había obreros de overol, hoy hay trabajadores de plataformas, migrantes precarizados y mentes agotadas por el rendimiento constante. Pero el antagonismo sigue siendo el mismo: una minoría que concentra los medios de producción y una mayoría que vive de vender su fuerza de trabajo. Por eso el Manifiesto no pertenece al museo de las ideas; pertenece al presente, a la lucha que continúa bajo formas nuevas, aunque las viejas cadenas aún pesen.

Marx y Engels escribieron su texto en un tiempo de tormenta. Las revoluciones de 1848 estaban a punto de estallar; el viejo orden feudal se derrumbaba bajo el empuje de la burguesía industrial. Aquella clase, joven y triunfante, aparecía como portadora del progreso: derribaba monarquías, fundaba repúblicas, multiplicaba la producción y proclamaba la libertad individual. Pero bajo esa apariencia emancipadora se escondía una nueva forma de esclavitud. El capitalismo liberó a los hombres de la servidumbre feudal solo para someterlos a la dictadura del salario. Marx vio con claridad que la burguesía no podía existir sin revolucionar incesantemente las condiciones de la producción, sin expandirse, sin convertir todo valor humano en mercancía. Aquella observación, escrita cuando el ferrocarril era símbolo de modernidad, describe hoy con precisión el mundo de la inteligencia artificial y la economía digital. El capital ha hecho del planeta entero su taller; ha convertido la información, el deseo, el tiempo y hasta la atención humana en fuentes de plusvalía.

El Manifiesto comienza con una metáfora: un fantasma recorre Europa. Ese fantasma era, entonces, la conciencia naciente de la clase obrera. Hoy recorre el mundo entero, más necesario que nunca, aunque disfrazado bajo mil nombres: anticapitalismo, ecologismo radical, feminismo socialista, comunalismo indígena.

El enemigo común —el capital— se ha globalizado, y la resistencia, para ser efectiva, debe globalizarse también. El Manifiesto ya lo advertía: “Los trabajadores no tienen patria”. En un mundo donde las fronteras sirven para dividir a los explotados mientras el dinero circula libre, esa consigna recupera toda su potencia. La clase obrera del siglo XXI no está concentrada en Manchester ni en la Ruhr, sino dispersa en millones de cuerpos que ensamblan, transportan, programan o cuidan bajo la misma lógica de la ganancia. Es una clase fragmentada, invisibilizada, pero más numerosa que nunca.

Vinícola de Tomelloso

El capitalismo contemporáneo, como anticiparon Marx y Engels, se ha vuelto universal. Su poder es tan abrumador que pretende presentarse como natural, como si no hubiera alternativa posible. Nos dice: no hay más historia, no hay más horizonte que el consumo. Pero esa pretendida eternidad del capital es la forma moderna de su crisis. Su expansión ha alcanzado los límites del planeta: la tierra agotada, los océanos envenenados, el aire irrespirable. En este contexto, la crítica comunista adquiere un nuevo sentido: no se trata solo de liberar al trabajador del salario, sino de liberar a la vida entera de la lógica del beneficio. Marx no conoció el cambio climático, pero comprendió la raíz del problema: el capital, en su afán de acumulación, trata a la naturaleza como un simple medio, como una cantera infinita. Hoy, cuando el colapso ecológico amenaza la supervivencia humana, el Manifiesto se revela como el primer texto verdaderamente ecológico, pues denuncia la contradicción fundamental entre el desarrollo capitalista y la conservación de la vida.

Desde la perspectiva comunista, la vigencia del Manifiesto no se mide por su exactitud literal, sino por su capacidad para orientarnos en la lucha. No se trata de citar a Marx como a un profeta, sino de usar su método —el materialismo histórico— para leer nuestro tiempo. Si en 1848 la clase obrera emergía de las fábricas, hoy lo hace de los algoritmos y de los barrios periféricos; si entonces la burguesía controlaba la industria, hoy controla los datos y la deuda. Pero el principio de explotación sigue intacto: unos pocos se apropian del trabajo de la mayoría. El comunismo, por tanto, no es una utopía pasada, sino una necesidad histórica que renace cada vez que el capitalismo muestra su rostro más violento.

El siglo XXI ha confirmado también la advertencia del Manifiesto: “La historia de todas las sociedades hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases”. Las guerras, las migraciones, las crisis financieras y los conflictos por los recursos no son accidentes, sino expresiones de esa lucha. La supuesta “clase media” que las democracias liberales celebraron durante décadas ha sido pulverizada por la precariedad. El neoliberalismo prometió libertad, pero entregó servidumbre: la del crédito, la del miedo al despido, la del autoemprendimiento que disfraza la explotación de independencia. En este escenario, la tarea comunista no es añorar el pasado, sino reconstruir la conciencia de clase en nuevas condiciones. La lucha de clases no ha desaparecido; lo que ha desaparecido, en gran medida, es la conciencia de estar luchando.

El Manifiesto nos recuerda que el proletariado no es solo una categoría económica, sino una fuerza política. “La emancipación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos”: no hay sustitutos, ni líderes mesiánicos, ni reformas parciales que puedan reemplazar la autoorganización popular. Hoy, cuando el capital concentra un poder mediático, financiero y tecnológico sin precedentes, la tarea comunista consiste en devolver a las masas la confianza en su propia fuerza. Las experiencias recientes —desde las revueltas latinoamericanas hasta los movimientos de masas en Asia y África— muestran que la historia no está cerrada. Las olas de rebelión, aunque dispersas, expresan un mismo malestar: la vida humana ya no puede soportar el peso del capital.

Desde una óptica comunista, el Manifiesto sigue siendo el texto más lúcido porque no se limita a denunciar la injusticia: propone una salida. Esa salida no es una reforma del sistema, sino su superación. Marx y Engels no aspiraban a humanizar el capitalismo, sino a abolirlo. Su horizonte no era el salario justo, sino la desaparición del trabajo asalariado; no era la igualdad jurídica, sino la comunidad de los productores libres. En el siglo XXI, ese horizonte vuelve a ser urgente, aunque deba pensarse con nuevas categorías: propiedad colectiva de los datos, socialización de la tecnología, planificación ecológica, control obrero de la producción, cooperación entre pueblos.

En definitiva, un comunismo adaptado a las condiciones de la modernidad, pero fiel a su principio esencial: la abolición de la explotación del hombre por el hombre.

Las derrotas del siglo XX no anulan ese horizonte. La caída de la Unión Soviética y la restauración capitalista en China demostraron los límites de los experimentos burocráticos, pero no invalidaron la idea comunista. De hecho, su desaparición abrió el camino a la barbarie neoliberal, que extendió la miseria y la guerra bajo el disfraz de la democracia de mercado.

Hoy, cuando el capitalismo muestra sus grietas —crisis financiera, crisis ecológica, crisis de legitimidad—, la bandera roja vuelve a tener sentido, aunque haya que redefinir sus formas organizativas. El comunismo no es una nostalgia, sino la única alternativa racional a la catástrofe.

El Manifiesto Comunista sigue siendo, en su núcleo, un texto de esperanza. No la esperanza vacía del reformismo, sino la que nace del análisis materialista: la convicción de que toda dominación engendra su negación, de que la humanidad no está condenada a vivir bajo el capital. Marx y Engels escribieron para encender una chispa; hoy esa chispa sigue viva en cada huelga, en cada comuna, en cada gesto de solidaridad entre los desposeídos. Frente al nihilismo del mercado, el comunismo reivindica el sentido de la historia; frente a la soledad digital, la comunidad; frente al lucro, la vida.

En el siglo XXI, el fantasma del comunismo ya no recorre solo Europa: recorre el planeta entero. Se manifiesta en los barrios obreros de las metrópolis y en las aldeas campesinas del Sur Global, en las luchas por el agua, por la tierra, por el aire limpio, por el derecho a vivir. Su fuerza no está en la nostalgia, sino en la necesidad histórica. Porque mientras el capital continúe dominando, el comunismo seguirá siendo la única respuesta racional, la única ética posible, la única promesa de futuro.

Lokinn

El Manifiesto no pertenece al pasado: pertenece al porvenir. Y su primera frase, que inauguró la modernidad política con un estremecimiento, sigue siendo verdaderamente irrefutable. Un fantasma recorre el mundo, y ese fantasma somos nosotros: los que creemos que la historia no ha terminado, los que sabemos que la emancipación humana exige destruir el reino del capital y construir, sobre sus ruinas, la sociedad de los iguales; la sociedad comunista.

Más noticias

+ noticias