viernes, 10 octubre 2025

El corazón de la sanidad pública

Por Julio Casas Delgado

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A mi amiga, Ana García Luengo-Pensado
y a mi amigo Chema Lefler Morato, buenos médicos
y buenas personas que, en distintas generaciones,
han demostrado una preocupación común:
El bienestar de los pacientes
y una dedicación constante a la Medicina de Familia.

La Medicina Familiar y Comunitaria no es solo una especialidad médica: es una forma de entender la salud como un fenómeno social, colectivo y profundamente humano. Es el punto de encuentro entre la persona y el sistema sanitario, entre la biología y la vida cotidiana, entre el Estado y la comunidad. Sin embargo, pese a su papel central, lleva décadas siendo marginada, precarizada y subordinada a un modelo hospitalocéntrico, privatizado y tecnocrático, que convierte el derecho a la salud en una mercancía más.

Defender la Medicina Familiar y Comunitaria, desde una perspectiva transformadora, implica defender la sanidad pública en su sentido más integral: como herramienta de emancipación social y de justicia de clase.

El modelo neoliberal de salud ha ido vaciando de contenido la Atención Primaria, convirtiéndola en un mero filtro burocrático hacia el hospital. Las reformas de las últimas décadas —desde los recortes de la crisis de 2008 hasta las privatizaciones encubiertas y los conciertos con aseguradoras— han reducido los centros de salud a despachos saturados donde cada médico atiende en minutos lo que debería llevar horas. Se ha desplazado el foco desde la prevención y el acompañamiento hacia la intervención técnica, la receta y la derivación.

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En este contexto, la Medicina Familiar y Comunitaria, que nació precisamente para integrar lo biológico, lo psicológico y lo social en la atención sanitaria, se ha visto arrinconada. El resultado es una pérdida de sentido colectivo: la salud ya no se entiende como un bien común, sino como un servicio que se consume.

Desde la izquierda transformadora, es urgente recuperar la idea de que la Medicina Familiar y Comunitaria constituye el triaje esencial del sistema público. No se trata de una puerta de entrada ni de un filtro administrativo: es el primer nivel de análisis, diagnóstico y acción sobre la salud del pueblo. Es el espacio donde el profesional sanitario, enraizado en su comunidad, puede identificar patrones de enfermedad que surgen de las condiciones de vida, del trabajo, del entorno, de la precariedad, de la soledad o de la violencia estructural. El médico o médica de familia no solo cura individuos: diagnostica barrios. Y eso, en un sistema de clase, es profundamente subversivo.

La mirada comunitaria y holística es, en realidad, la antítesis del modelo capitalista de salud. Mientras la lógica del mercado busca fragmentar, especializar y convertir cada síntoma en una oportunidad de negocio, la Medicina Familiar y Comunitaria tiende puentes, vincula causas, devuelve la perspectiva de totalidad. Entiende que la hipertensión puede tener tanto que ver con la genética como con la pobreza energética; que la depresión puede nacer del aislamiento social o de la explotación laboral; que la obesidad infantil no se combate con dietas milagro, sino con comedores escolares dignos, educación pública y tiempo libre no precarizado. Este enfoque integral amenaza directamente la ideología neoliberal que separa cuerpo y entorno, individuo y estructura, enfermedad y sistema.

Por eso su debilitamiento no es casual. La marginación de la Medicina Familiar es también una forma de desactivar la dimensión política de la salud.

Cuando el médico o la médico deja de tener tiempo para escuchar, para acompañar, para conocer la historia de su paciente más allá del síntoma, se rompe el vínculo comunitario. Y cuando la comunidad deja de reconocerse en su equipo de atención primaria, pierde uno de sus pilares de cohesión y resistencia. No es solo un problema de gestión sanitaria: es un problema de hegemonía cultural. El capitalismo sanitario prefiere sujetos desconectados, consumidores de servicios médicos, antes que ciudadanos conscientes de su salud colectiva.

Frente a esto, la defensa de la Medicina Familiar y Comunitaria debe articularse como una lucha política de primer orden. No basta con reclamar más recursos o mejores condiciones laborales —aunque eso sea imprescindible—; hay que disputar el sentido mismo de la medicina.

Recuperar el protagonismo del enfoque familiar y comunitario implica reconstruir un modelo de salud centrado en la vida, no en el beneficio. Implica fortalecer los equipos multidisciplinares, impulsar la salud pública de base territorial, fomentar la participación vecinal en los centros de salud y restituir el tiempo clínico como tiempo humano. Implica, en definitiva, devolver la medicina al pueblo.

Un sistema de salud verdaderamente público debe tener en su base una red de atención primaria fuerte, estable y profundamente arraigada. La Medicina Familiar y Comunitaria, en su sentido más completo, encarna esa base. No es casual que los países con mejores indicadores de salud —desde Cuba hasta los modelos nórdicos— se sostengan sobre sistemas de atención primaria robustos y con alto reconocimiento social. Allí donde el médico de familia es un referente de la comunidad, donde el centro de salud es un espacio de encuentro, de educación y de apoyo mutuo, los niveles de salud son más altos, las desigualdades más bajas y el gasto sanitario más racional. Porque la prevención y la proximidad no solo salvan vidas, sino que ahorran sufrimiento y recursos.

La transformación necesaria pasa también por revalorizar el trabajo del personal sanitario. Hoy, muchos profesionales de Medicina Familiar viven en la precariedad, con agendas imposibles, contratos temporales y falta de reconocimiento. Se enfrentan a una sobrecarga que los deshumaniza, los convierte en engranajes de una maquinaria burocrática.

Defenderlos no es solo una cuestión corporativa: es defender la calidad de la atención, la dignidad del paciente y la sostenibilidad del sistema. Sin condiciones dignas para quienes cuidan, no hay sanidad pública posible.

Además, la perspectiva comunitaria obliga a entender que la salud no se produce en los hospitales ni en los consultorios, sino en la vida cotidiana: en las viviendas, en los trabajos, en las escuelas, en los espacios públicos. Por eso, la Medicina Familiar y Comunitaria no puede limitarse a atender pacientes: debe participar activamente en la planificación urbana, en la política social, en la educación sanitaria y en la lucha contra las desigualdades estructurales. Un médico de familia comprometido con su comunidad es, en el fondo, un agente político que actúa sobre las causas de la enfermedad, no solo sobre sus consecuencias. Y eso requiere una voluntad política decidida de transformar la sanidad en un instrumento de emancipación.

El capitalismo sanitario ha intentado neutralizar esa potencia. Lo hace mediante la privatización, la fragmentación, la introducción de lógicas empresariales en la gestión y la externalización de servicios.

Lo hace también mediante la propaganda del «paciente-cliente», que convierte a las personas en consumidores de tratamientos. Frente a eso, la izquierda debe reivindicar una sanidad pública como bien común, donde la Medicina Familiar y Comunitaria sea el pilar central, garante de la equidad y de la racionalidad social. Porque la salud no es una cuestión de consumo, sino de justicia.

Repolitizar la medicina significa devolverle su capacidad crítica, su compromiso con la comunidad, su función emancipadora. Significa comprender que cada diagnóstico tiene detrás una historia social, que cada síntoma puede ser una forma de protesta silenciosa contra la violencia del sistema. El médico de familia que escucha y entiende, que conoce el entorno, que acompaña a la familia obrera golpeada por la precariedad o al anciano que sufre la soledad, está haciendo mucho más que medicina: está haciendo justicia social.

Defender la Medicina Familiar y Comunitaria, por tanto, no es solo una reivindicación sectorial, sino una apuesta por un modelo de sociedad distinto. Un modelo donde la salud no se mida por el PIB, sino por la capacidad de cuidar y ser cuidados. Donde el Estado asuma la salud pública como una función esencial y no delegable. Donde la comunidad recupere el protagonismo que le corresponde en la construcción del bienestar colectivo. Donde el cuidado no sea una mercancía, sino un derecho.

En última instancia, la Medicina Familiar y Comunitaria representa una idea de humanidad que el capitalismo trata de borrar: la idea de que nadie se salva solo. Que la salud de uno depende de la salud de todos. Que el cuerpo no es un territorio privado, sino un espacio común donde se reflejan las condiciones materiales de la sociedad.

Por eso, defender esta medicina no es una nostalgia del pasado, sino una exigencia de futuro. En ella late la posibilidad de una sanidad pública verdaderamente transformadora, al servicio del pueblo y no del mercado.

La izquierda transformadora tiene en esta causa una de sus trincheras más importantes. Porque donde se destruye la Medicina Familiar, se destruye la comunidad; y donde la comunidad se desintegra, florece el negocio de la enfermedad. Reivindicarla, fortalecerla y dotarla de medios no es solo una cuestión sanitaria: es una cuestión de democracia, de dignidad y de clase.

Solo desde esa base podrá construirse un sistema de salud que no cure cuerpos para devolverlos al trabajo, sino que cuide vidas para liberarlas.

La Medicina Familiar y Comunitaria es el corazón olvidado de la sanidad pública. Y un corazón que late desde abajo es, siempre, una amenaza para el poder.

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