viernes, 17 octubre 2025

Después del virus: la pandemia que no terminó

Por Julio Casas Delgado

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Cinco años después de los confinamientos globales, la COVID-19 parece un episodio cerrado, una catástrofe ya archivada en la memoria mediática. Sin embargo, su huella persiste en los cuerpos, en los sistemas sanitarios, en las relaciones humanas y, sobre todo, en la estructura del poder. Desde la izquierda transformadora, comprender qué fue realmente de la pandemia exige ir más allá de los números, más allá de los titulares triunfalistas y los balances de gestión. La pandemia no fue solo un fenómeno biológico, sino un acontecimiento histórico que aceleró la reorganización capitalista a escala global y que redefinió el papel del Estado, de la ciencia y del propio cuerpo humano en el engranaje del poder.

En el plano científico, la crisis del coronavirus marcó un antes y un después en la relación entre ciencia, capital y política. La rapidez con que se secuenció el genoma del SARS-CoV-2 y se desarrollaron las primeras vacunas fue una proeza técnica indiscutible. Sin embargo, esa velocidad se logró gracias a un sistema científico mundial que ya había sido privatizado y subordinado a las corporaciones farmacéuticas. La investigación básica, financiada en gran parte con fondos públicos, terminó bajo el control de un puñado de multinacionales que impusieron patentes, precios y contratos secretos. El conocimiento, que debería haber sido un bien común al servicio de la humanidad, se convirtió en mercancía y en arma diplomática.

Así, las potencias occidentales monopolizaron el acceso a las vacunas, mientras los países del Sur Global quedaron relegados a los márgenes, dependiendo de donaciones tardías o de fórmulas genéricas. La supuesta “solidaridad global” se reveló como lo que realmente fue: un espectáculo humanitario para encubrir un saqueo tecnocientífico.

En términos de salud pública, la pandemia expuso la debilidad estructural de los sistemas sanitarios tras décadas de políticas neoliberales. Hospitales colapsados, escasez de personal, privatización encubierta de servicios y desmantelamiento de la atención primaria no fueron anomalías, sino consecuencias previsibles de un modelo que considera la salud como gasto y no como inversión social. La respuesta institucional, basada en la lógica del mercado, priorizó la gestión estadística sobre el cuidado real de las personas. Se invirtió más en aplicaciones de rastreo y contratos de emergencia que en fortalecer la red de salud pública. Los profesionales sanitarios, exaltados durante los aplausos del confinamiento, fueron luego abandonados en la precariedad y el agotamiento. Y mientras tanto, la pandemia derivó en una nueva enfermedad crónica: el COVID persistente, una dolencia multisistémica que afecta a millones de personas, que sigue sin recibir atención adecuada. Esta “segunda pandemia”, silenciosa y prolongada, es el símbolo más claro del abandono de lo público: la salud poscovid quedó en manos de la suerte individual y de la capacidad económica de cada uno.

El impacto de la pandemia también transformó la antropología del cuerpo y de las relaciones humanas. El miedo al contagio disolvió la confianza en la cercanía física. El otro —vecino, compañero, amigo— se convirtió en potencial amenaza.

El cuerpo fue reducido a vector biológico, objeto de control, superficie de riesgo. La higiene se elevó a moral, y la vigilancia sanitaria, a virtud cívica. Las interacciones se digitalizaron y las pantallas sustituyeron al espacio común. Este aislamiento impuesto reconfiguró la subjetividad: aprendimos a obedecer por miedo, a controlar por responsabilidad, a vivir bajo la sospecha del contacto.

La pandemia generó una nueva forma de individuo, más disciplinado, más vigilado, más solitario, perfecto para el capitalismo de la era digital. Porque lo que realmente se consolidó en esos años fue el capitalismo del control biopolítico. El estado de excepción sanitaria se convirtió en laboratorio de nuevas formas de gobernanza. En nombre de la salud pública se desplegaron dispositivos de vigilancia masiva: aplicaciones de rastreo, pasaportes sanitarios, cámaras térmicas, controles de movilidad. Se legitimó la idea de que el poder tiene derecho a vigilar nuestros cuerpos en tiempo real “por nuestro bien”.

Vinícola de Tomelloso

La biopolítica descrita por Foucault dio un salto cualitativo: del control sobre la población se pasó al control molecular, a la gestión algorítmica de la vida. El capital aprendió a gobernar a través de la biología, a convertir el miedo al contagio en herramienta de disciplina. Y cuando el virus dejó de ser peligroso para el mercado, la maquinaria del miedo se reorientó hacia nuevas crisis: la inflación, la guerra, el cambio climático, todas gestionadas con la misma lógica de excepción permanente.

Sin embargo, no todo fue resignación. En medio del colapso, emergieron redes de apoyo mutuo, colectivos de barrio, cooperativas de cuidados que demostraron que la solidaridad no era un resto romántico del pasado, sino una necesidad vital. Frente al aislamiento, hubo comunidad; frente a la lógica del sálvese quien pueda, hubo cooperación. Esos brotes de resistencia fueron la muestra más clara de que el ser humano no es, como pretende el capitalismo, una suma de individuos competidores, sino un ser social que solo puede sobrevivir en común. La pandemia, en su crudeza, recordó la verdad materialista más básica: la vida es interdependencia.

Aún así, la memoria colectiva se está borrando. Las víctimas, las secuelas, el sufrimiento de los trabajadores esenciales, la precariedad de los sanitarios, todo se está diluyendo en el relato oficial de la “recuperación”. Los gobiernos y los medios prefieren celebrar la vuelta a la normalidad antes que preguntarse qué tipo de normalidad era esa. Pero lo cierto es que la COVID-19 no fue una pausa: fue una inflexión histórica. Lo que hoy vivimos —la expansión del teletrabajo, la digitalización total de la vida, la consolidación de las grandes tecnológicas como mediadoras del mundo, el reforzamiento de la vigilancia estatal— son las consecuencias directas de aquel “momento de emergencia”.

Desde una perspectiva marxista, la pandemia fue el síntoma y el catalizador de una mutación profunda del capital. No solo reforzó la concentración de la riqueza, sino que transformó la forma en que el capital se relaciona con la vida misma. Ya no se trata solo de explotar el trabajo, sino de gestionar la existencia entera: la salud, los datos, los movimientos, las emociones.

El capitalismo postpandémico es biocapitalismo, y su laboratorio de ensayo fue la COVID-19. Pero reconocer esto no debe llevarnos al fatalismo, sino a la acción. La tarea de la izquierda transformadora es reapropiarse de la ciencia, reconstruir la salud pública desde lo común y reimaginar el cuidado como práctica política. La pandemia mostró que el conocimiento científico puede servir a la humanidad cuando se libera de las cadenas del lucro. Mostró también que la salud, entendida como bienestar colectivo, solo puede garantizarse mediante un sistema público, universal y emancipador. Y demostró, finalmente, que la vida, para ser digna, debe emanciparse del capital.

Preguntarse hoy “¿qué fue de la COVID-19?” es, en realidad, preguntarse qué fue de nosotros después de haber atravesado ese espejo. El virus biológico se controló, pero el virus del capital sigue reproduciéndose, adaptándose, mutando. No habrá vacuna contra él mientras la humanidad no recupere el sentido colectivo de la existencia. La pandemia que no terminó no es la del coronavirus, sino la del capitalismo.

Y mientras no curemos esa infección estructural, cualquier nueva crisis —vírica, climática o económica— será gestionada del mismo modo: con miedo, obediencia y desigualdad. El desafío de nuestro tiempo es construir la inmunidad de clase: una conciencia política capaz de defender la vida frente al mercado. Solo entonces podremos decir, con verdad, que habremos sobrevivido.

Lokinn

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