Ángel Luis González, natural de Torrijos (Toledo), gracias a su extraordinaria capacidad para motivar y transformar la vida de sus alumnos fue el único español seleccionado entre los 50 finalistas para alzarse con el prestigioso Global Teacher Prize 2025, considerado el «Premio Nobel de la Educación». Más allá del reconocimiento internacional, para Ángel Luis la verdadera recompensa está en ver cómo los estudiantes vuelven a creer en sus capacidades.
Ingeniero informático de formación, Ángel Luis imparte clases en el Centro Integrado de Formación Profesional Virgen de Gracia de Puertollano (Ciudad Real), donde su compromiso con los estudiantes es clave para que encuentren una razón para seguir luchando por su futuro.
Además de su labor docente, ha cultivado también su faceta literaria con la publicación de tres obras en las que aborda temáticas que conectan con la imaginación, la inclusión y la reflexión: La Gitanilla (Independently Published, 2020), La silenciosa historia de Unamusa (Libros Indie, 2022) y Capitabeja (Intell i Gent Edition, 2024), esta última en colaboración con su hijo. Esta incursión en la literatura refleja su sensibilidad, su compromiso con la creatividad y su deseo de conectar con diferentes públicos más allá del aula.
Ser nominado al prestigioso Global Teacher Prize, que otorga la Fundación Varkey, no es algo que ocurra todos los días. ¿Cómo fue el proceso hasta llegar a esa nominación y hasta qué punto le ha cambiado la vida desde entonces?
El proceso fue, cuanto menos, curioso. Un día, sin previo aviso, recibí por correo electrónico una nominación para un premio educativo internacional. Recuerdo perfectamente ese momento y, aunque hay una parte del colectivo docente que no cree en estos reconocimientos e incluso los critica, a veces de forma abierta, siempre he visto los premios como una oportunidad para conocer a otros docentes y colaborar en proyectos interesantes, que de otra manera, resultan inalcanzables.
Por eso intento presentarme a todo. No por ego, ese monstruo lo maté hace tiempo, sino por las ganas de aprender y de descubrir cosas nuevas. En este caso, la plataforma de inscripción era bastante completa: requería subir mucha información, algunos vídeos, y después vinieron una serie de entrevistas por videollamada que, sinceramente, fueron como entrevistas de trabajo.
Las hice con toda la ilusión del mundo. Y un par de semanas después, sobre el 15 o 20 de enero, recibí el correo: había sido seleccionado entre los 50 mejores profesores del mundo. En ese momento, sinceramente, no me lo creía.
Pero el verdadero impacto llegó cuando el diario El Mundo decidió cubrir la noticia. Recuerdo aquel día como uno de los más especiales. La periodista y el fotógrafo estuvieron conmigo toda la jornada, hablando con los alumnos y conociendo mi forma de enseñar. Lo mejor de todo ha sido el efecto que este reconocimiento ha tenido en mi alumnado. Este año han estado «a tope», más motivados que nunca. Ver a los medios en clase, a las cámaras, les hizo sentir que lo que estudian en FP tiene valor. Fue precioso. Se implicaron, se ilusionaron… algo que no siempre ocurre, especialmente en algunos ciclos formativos donde cuesta más ver el impacto de lo que se aprende.
Y en lo personal, todo esto coincidió con el nacimiento de mi hija, que ahora tiene casi cuatro meses. Ya de por sí, mi vida estaba destinada a cambiar, así que probablemente no he notado tanto el impacto de la nominación. Eso sí, me quedó una espinita clavada: la final era en Dubái, pero coincidió justo con el parto y no pude viajar y tener la oportunidad de seguir conociendo a gente apasionada por la educación y compartir experiencias transformadoras.
¿Ha tenido ocasión de conocer alguno de los docentes españoles nominados en ediciones anteriores al Global Teacher Prize?

En esa etapa de mi vida en la que recorría centros educativos por toda Extremadura, viví experiencias que me marcaron profundamente como docente. No solo era una fase de observación y trabajo técnico, sino también de promoción educativa. Y en ese contexto, surgió una de las iniciativas que recuerdo con más cariño: un podcast.
Siempre me ha gustado la radio. De hecho, durante muchos años llevé un podcast musical y crear uno vinculado al proyecto educativo que liderábamos, llamado Proyecto Escolarium, me resultó natural. Era una manera de contar lo que hacíamos, de compartir aprendizajes. Y en ese espacio entrevistamos, curiosamente, a César Bona y a David Calle.
Especialmente aquella conversación telefónica con César fue tremendamente cercana e inspiradora. Siendo el primer español reconocido en esos galardones internacionales, se mostró con una humildad y una humanidad desbordantes que acabaron contagiándome el amor por la educación.
Con David Calle también fue una experiencia muy enriquecedora. Quizá él conectaba más con lo que yo ya era entonces: alguien con experiencia en la empresa, más acostumbrado a los datos, al enfoque cuantitativo. Aprendí mucho con él, claro que sí. Pero con César la conexión fue más emocional, más de vocación.
Antes de dedicarse a la docencia, participó activamente como ingeniero informático en la digitalización de numerosos centros educativos extremeños. ¿Cree que esa experiencia fue clave para construir el enfoque pedagógico que aplica ahora en el aula?
Antes de convertirme en profesor tuve la suerte de que mi trabajo en la empresa privada fue precisamente en el sector educativo. Eso me permitió visitar cerca de 900 centros, conocer a los docentes, entrar en sus aulas y ver cómo trabajaban. En su momento, no era consciente de que aquello era un privilegio enorme. Y todo eso me nutrió enormemente para ser el profesor que soy hoy.
Para mí, es fundamental que un profesor de Formación Profesional haya trabajado previamente —o incluso que siga vinculado— al mundo empresarial. De hecho, en mis primeros años como docente pedí compatibilidades para seguir en la empresa privada.
Por ejemplo, me inspira mucho la forma de trabajar en equipo que viví en la empresa, que considero mucho más efectiva que la que se practica en el ámbito académico. Aquí se habla de trabajo en grupo, pero al final siempre hay un examen. En la empresa el trabajo en grupo es el todo, no un complemento. Esa diferencia intento transmitirla siempre.
Emplea una innovadora metodología de enseñanza a la que llama cariñosamente “The Sonic Onion”. ¿Podría explicarnos en qué consiste y cómo impacta en sus estudiantes?
No sé si llamarlo innovador, pero sí creo que es poco habitual. Lo que trabajo en el aula son los aprendizajes esenciales. A menudo, apoyándonos en eso de “el saber no ocupa lugar”, estamos acostumbrados a enfocar el aprendizaje como si fuera un cubo enorme que hay que llenar, pero yo creo más en un modelo donde unos conocimientos bien asentados te van llevando a otros.
Lo de “cebolla sónica” viene con guiño musical incluido. Es un homenaje a Surfin’ Bichos, una banda de Albacete de los años 80 que me marcó mucho y me encantó poder traer ese trocito de mi historia al aula. Me pareció muy chulo unir mis pasiones: la música, la educación y la forma en que quiero enseñar.
Con mis temarios lo que hago es sacar el esqueleto. Me gusta decirlo así, porque literalmente le quito todo lo superficial. Lo que tengo muy claro es que mi misión es dejarles clarísimo ese esqueleto, esa estructura interna del conocimiento. A esa base la llamo “la cebolla sónica”. Es una metáfora que utilizo para explicar cómo construyo el aprendizaje: una capa nuclear muy sólida, que todo el alumnado debe comprender. Sobre esa capa, cada estudiante va añadiendo niveles en función de su ritmo, de su profundidad. Algunos llegarán a manejar mucho más detalle, otros menos, pero lo esencial debe estar siempre muy claro. Lo que no quiero es que el exceso de detalles les haga olvidar lo importante, porque al final, si lo esencial está claro, todo lo demás acaba llegando solo.
En una realidad educativa marcada por la transformación digital y la diversidad en el aula, ¿qué valores y competencias considera esenciales en un buen docente?
La adaptación al cambio no es solo importante, es esencial. Y si ya lo es en cualquier ámbito, en informática se vuelve casi urgente. En esta disciplina, todo evoluciona a una velocidad vertiginosa. Y si a eso le sumamos que cada estudiante es un universo distinto. En mi aula, si tengo 25 alumnos, tengo también 25 formas distintas de aprender.
Recuerdo una experiencia que me marcó mucho en este sentido. En una escuela rural, lancé una actividad que funcionó de maravilla: cree cartas de Magic con los componentes de un ordenador. Los alumnos se implicaron, disfrutaron, aprendieron. Fue tan potente la propuesta que me dieron un premio del Ministerio.
Pero al año siguiente, probé la misma tarea con otro grupo muy similar en edad y perfil sociocultural… y fue un desastre absoluto. Si algo me quedó claro fue que cada grupo es único y que no hay métodos universales. Hay estrategias que pueden ir bien o mal, y cuando se trata de algo complejo como enseñar necesitas conocer a fondo a tu alumnado y adaptar lo que haces a sus necesidades reales.
Y de ahí viene una de las claves de este oficio: la flexibilidad. Como docente, tienes que estar dispuesto a cambiar, a ajustar, a observar constantemente. Cada clase, cada grupo, puede exigir algo distinto de ti.
Lo contrario —esa rigidez que a veces aún se ve— me parece que no tiene sentido. Nuestro papel es generar un espíritu de grupo, adaptarnos y conectar. Esa es la única forma de que el aprendizaje tenga sentido.
En una época en la que las redes sociales son casi imprescindibles, ¿cuentan con espacios o redes profesionales donde compartir experiencias, recursos y buenas prácticas docentes?

Siempre he creído que el trabajo docente no puede ni debe quedarse encerrado entre las paredes del aula. Y aunque sabemos que la organización educativa varía según cada comunidad autónoma, tengo muy claro que hay que buscar el modo de sumar, de compartir, de estar en contacto con otros profesionales.
Para mí, una de las formas más efectivas de lograrlo ha sido a través de proyectos. Nos apoyamos mucho en el INTEF —el Instituto Nacional de Tecnologías Educativas y de Formación del Profesorado—, y es desde ahí desde donde se articulan muchos de estos espacios de conexión. Cada año surgen iniciativas nuevas, y lo único que hay que hacer es sumarse. Por ejemplo, ahora mismo formo parte de varios proyectos. Uno de ellos es de radio educativa aprovechando que tenemos una emisora en nuestro centro.
También estoy implicado en un grupo de trabajo junto con colegios y universidades de toda España, impulsado por Amazon, sobre cómo aplicar la inteligencia artificial en el aula. A través de estos proyectos mantengo contacto directo con docentes de todos los niveles, con los que comparto buenas prácticas, herramientas, enfoques. Porque si algo he aprendido en este camino, es que todo lo que merece la pena —y la educación lo es, sin duda— lleva tiempo. Requiere dedicación. Pero es justo en ese esfuerzo donde nacen las oportunidades de mejora.
En Formación Profesional también estamos dando pasos en este sentido. Ahora contamos con la figura del orientador/a en los centros, y eso ha sido un avance enorme para atender la inclusión. Trabajo codo con codo con nuestra orientadora en varios proyectos, explorando herramientas que puedan ayudar a mejorar la orientación educativa y el apoyo a alumnado con necesidades especiales.
En definitiva, ser docente hoy implica algo más que dar clase: implica estar en red, salir del aula y compartir. Porque solo cuando sumamos juntos, podemos realmente transformar.
En el CIFP Virgen de Gracia cuentan con un proyecto que impulsa la innovación educativa a través de un espacio radiofónico al que denominan un “aula sin paredes”. ¿Qué tipo de aprendizajes o competencias se desarrollan mediante este formato que quizá no se logran en una clase tradicional?
De todas las competencias que trabajamos en el aula, una que a mí me fascina especialmente es la responsabilidad. Porque asumirla cuesta. No solo a los alumnos, también a los adultos. Pero cuando ves cómo los estudiantes empiezan a conectar lo teórico con sus propias opiniones, entonces sabes que está pasando algo importante.
Porque no se trata solo de entender un tema, sino de tener una posición propia sobre él. Y para defenderla, hace falta trabajar otras muchas cosas: las competencias comunicativas, el hablar en público, el sentirse cómodos exponiéndose ante otros. Y eso tiene un valor tremendo. Especialmente si, como en mi caso, trabajas con adolescentes.
Cuando un chico o chica de esta edad expone su visión, se involucra. Y además lo hace con una honestidad que a veces no se ve en otros espacios. Porque, fuera del aula, en muchos de sus círculos, la opinión de un joven no se toma en serio. Se les suele mirar con condescendencia. Como si no tuvieran «ni puñetera idea», como se dice a menudo.
Pero lo cierto es que yo he escuchado opiniones brillantes, profundas, bien pensadas. Recuerdo debates recientes sobre aranceles tecnológicos y me asombra el nivel de argumentación. Y creo haber comprendido por qué: los adultos, por más que creamos tener ideas propias, estamos mucho más influenciados por los medios, mientras que su pensamiento está menos mediatizado que el nuestro. Ellos también se nutren de información externa, pero su opinión pura aún pesa más que la ajena. Y eso es un tesoro educativo.
Vivimos en una sociedad marcada por un mercado que nos empuja a reemplazar constantemente los dispositivos electrónicos. En este contexto, ¿qué impacto ha tenido entre sus alumnos el centro de reciclaje tecnológico que han impulsado en su instituto?
El año pasado, cuando estuve unos diez días con un Erasmus en Portugal, pude visitar muchas empresas de prácticas y me sorprendió muchísimo ver que las empresas portuguesas que acogen a alumnado de grado medio reparan muchas más cosas que las empresas en España. Como dices vivimos en una sociedad muy marcada por el consumo. En cuanto algo se rompe, lo tiramos y compramos otro nuevo. Eso, lógicamente, genera cantidades de basura descomunales.
Ahora, por suerte, tenemos un módulo específico de sostenibilidad —introducido con la nueva ley—, y además en informática ya veníamos trabajando bastante el tema del residuo electrónico en varios módulos. En mi caso, he notado que el impacto está siendo claro: el alumnado empieza a ser mucho más consciente de la basura tecnológica que generamos. Y también de que, si algo se rompe, no necesariamente hay que tirarlo.
A veces lo más valioso no es que lo reparen, sino que se pregunten si es posible repararlo. Porque el problema muchas veces es que ni siquiera se plantea la opción de arreglarlo.
Los alumnos muchas veces, aunque finalmente no pueden reparar nada, al menos abren dispositivos, conocen los componentes, investigan, se interesan por su funcionamiento, y eso ya es muchísimo.
La nueva ley de Formación Profesional busca transformar el sistema educativo para hacerlo más flexible, accesible y conectado con las demandas del mercado laboral. En su opinión, ¿qué impacto puede tener en la empleabilidad del alumnado?

Creo que el impacto de los cambios en la Formación Profesional va a ser alto porque el objetivo está muy claro: que la empresa esté mucho más presente en la práctica educativa.
Y eso, está generando muchos interrogantes. Por ejemplo, este año hemos visto cómo las propias empresas se han sentido agobiadas. Antes bastaba con poner un “apto” o “no apto”, ahora tienen que evaluar en niveles del 1 al 4. Eso les está costando, porque supone romper esquemas muy arraigados. Pero son cambios necesarios.
Ahora, como tutor de Formación en Centros de Trabajo (FCT), estoy obligado a buscar más empresas. Y estas al tener obligación de evaluar, hay que coordinarse mucho más y todo debe ser más riguroso, más reglado, más documentado.
Esto no va a cambiar de un día para otro, pero estoy convencido de que poco a poco se va a conseguir una mayor cohesión entre la empresa y el centro académico. De hecho, para el año que viene he pedido un FP intensivo para dos alumnos de segundo. Van a participar en el proceso de digitalización en una empresa de combustibles ecológicos. Eso permitirá trabajar como un equipo: la empresa, el alumnado y el profesorado. Nosotros enseñaremos herramientas digitales; ellos, cómo funciona de verdad una empresa. Y ese tipo de conexión es el futuro.
Durante años, la Formación Profesional no gozó de la misma reputación que otras vías educativas. ¿Cómo describiría la situación actual en términos de prestigio y oportunidades? ¿Cree que, hoy en día, la sociedad reconoce realmente su valor?
Creo que hay temas en los que la sociedad, al menos en el discurso, avanza más rápido que en la práctica. Hoy en día, si le preguntas a alguien sobre la FP, lo más probable es que te responda con frases llenas de buenas intenciones. Pero la realidad sigue siendo distinta. Los prejuicios, aunque más sutiles, siguen ahí.
Siempre me ha gustado ser profesor de grado medio, porque si hay algo que se repite constantemente es que la mayoría de los alumnos, que comienzan uno de estos grados, piensan que estar aquí es una derrota y que, si realmente fueran «buenos” estudiantes, estarían en bachillerato. Ese pensamiento lo arrastran muchas veces desde casa, desde el entorno. Hay una parte importante de la sociedad que sigue viendo la FP como una segunda opción. Lo curioso es que esas mismas personas luego te dicen: “Hacen falta más fontaneros, más electricistas, más técnicos”. Pero cuando llega el momento de decidir, sus hijos van, sí o sí a la universidad.
Lo digo siempre: la enseñanza tradicional, primaria y ESO, responden a un único modelo de aprendizaje. Y eso puede hacer que muchos alumnos se sientan fracasados solo porque no encajan en ese molde. Y Cuando llegan aquí, descubren que no era que no valieran. Era que no estaban en el sitio adecuado. Y cuando eso pasa, se transforman. Despuntan. Se sorprenden de sí mismos y se motivan.
Creo que el verdadero cambio vendrá de la mano de la visibilidad. Que se hable más de toda esa gente que ha hecho FP y le ha ido increíblemente bien. Porque son muchos. Y porque, en muchos casos, han encontrado una vía que se adaptaba mejor a su forma de aprender, a su ritmo, a su pasión.
Yo trabajo mucho con ellos esa parte emocional, porque sé que todavía hay complejos arraigados. Pero cuando ves a un alumno que creía no ser «bueno» desmontar y montar un ordenador con una soltura que ya quisieran muchos ingenieros, te das cuenta de que el talento no se mide solo con una nota. Y eso, para mí, es lo que representa la Formación Profesional: un espacio donde muchos encuentran, por fin, su sitio.
La presencia femenina en la Formación Profesional en áreas STEM continúa siendo escasa. ¿Cómo percibe esta realidad en su propio centro? ¿Qué estrategias cree que podrían contribuir a revertir esta tendencia en unos estudios tradicionalmente masculinizados?
Este año hemos tenido solo una chica en el ciclo de grado medio que imparto. Es algo que no tiene demasiado sentido si lo piensas en profundidad. No es una cuestión de capacidades sino más bien de factores psicosociales. Y eso se nota también en otros ámbitos.
Uno de los grandes objetivos en Formación Profesional es la empleabilidad. Sin embargo, tenemos casos como el módulo de soldadura en el que hay empresas en la zona que garantizan contrato directo al terminar… ¡y aun así no se llena! Muchas veces quedan plazas vacías. ¿Por qué? Pues hay algo detrás de tipo social, de estereotipo, de percepción cultural.
Lo mismo pasa con las chicas y los estudios técnicos. No tiene lógica. De hecho, se supone que los cerebros femeninos son más analíticos, más perseverantes, más generalistas… ¡Las cualidades perfectas para una técnica informática! Pero la realidad es la que es: muy pocas chicas.
¿Qué podemos hacer? Pues visibilizar, compartir testimonios. Aquí, en el centro, cuando una chica entra en un ciclo técnico como soldadura o informática, intentamos que tenga visibilidad mediante actividades de orientación o visitas a colegios y tratamos de que nuestras alumnas sean quienes hablen. Es fundamental que las futuras alumnas vean que hay referentes, que es posible, que es algo normal.
No parece casual que las comunidades con mayor uso de tecnología en el aula —Cataluña, País Vasco y Navarra— sean también las que, en la última década, más han caído en el informe PISA. Desde su experiencia en tecnología y educación, ¿cuál cree que es el equilibrio adecuado en el uso de dispositivos digitales en clase?

La tecnología puede ser una herramienta muy poderosa para determinados alumnos, pero también puede ser destructiva para otros. He tenido estudiantes que me han confesado dormir peor los días que usan el ordenador, o que notan claramente cómo se dispersan mucho más. Así que no es solo una cuestión de “usar o no usar tecnología”, sino de quién la usa, cómo, cuándo y para qué.
La clave está en medir. Hoy existen herramientas de análisis educativo muy avanzadas, que permitirían por ejemplo generar “mapas de calor” en una clase, y detectar qué tipo de tareas digitales benefician a qué estudiantes. Incluso se podría saber en qué dosis, con qué tipo de enfoque. Conozco soluciones desarrolladas por grandes compañías del sector —como AWS— que bien aplicadas podrían ser revolucionarias. Pero no están todavía al alcance de la mayoría de los centros. Y eso nos obliga, en muchas ocasiones, a tomar decisiones basadas únicamente en la observación, en la intuición docente, sin suficientes datos.
El problema es que sin medición acabamos cayendo en posturas extremas: o prohibimos la tecnología a todos, o la imponemos a todos. Y eso sería tan absurdo como medicar a toda una clase porque algunos se han resfriado. Cada alumno es distinto y tiene una respuesta distinta ante una misma herramienta.
He visto casos de estudiantes que han “despertado” gracias a la tecnología, que han descubierto un mundo nuevo. Pero también a otros desaparecer tras una pantalla. Así que no puedo afirmar que la tecnología sea buena o mala en sí misma. Lo que sí puedo decir con claridad es que necesitamos flexibilidad, diagnóstico, y herramientas que nos permitan usar la tecnología con sentido.
Vivencias Compartidas
Bajo el seudónimo de Ángel LAmenor, ha publicado tres obras literarias. ¿Qué papel juega la escritura en su vida y cómo ha influido en su forma de enseñar o de conectar con sus estudiantes?
Para mí, la escritura siempre ha sido una parte esencial de la vida. Tal vez por eso me duele un poco haber empezado a publicar tan tarde. Es algo que intento transmitir a mis estudiantes: que no esperen a tener todo claro o perfecto, que se lancen. Uno de mis proyectos es crear una pequeña editorial escolar, donde el alumnado pueda publicar sus textos. De hecho, con un par de ellos ya tenemos el primer manuscrito en camino.
Creo de verdad que el arte es imprescindible para cualquier persona. Incluso me atrevería a decir que, para un estudiante de ciencias, lo es aún más. En mi caso, la escritura me ha ayudado a conocerme. A observar el mundo desde otro ángulo. A ordenar pensamientos y dar forma a emociones. Por eso lo defiendo con tanta convicción: sin arte no hay plenitud. Y sin escritura, nos falta una voz.
¿Ser padre de un niño con necesidades educativas especiales ha transformado, de algún modo, su manera de comunicar y acompañar a los alumnos y sus familias?
Considero que no solo soy mejor profesor gracias a mi hijo, en realidad, me ha hecho mejor persona. Me ha enseñado qué cosas realmente importan. Me ha ayudado a desactivar ese ruido social que asocia el éxito con logros externos.
Antes quizás era de esos que ponían una valla clara: “Este es el nivel que hay que saltar. A ver quién puede”. Pero ahora pienso diferente. La meta no ha cambiado, la exigencia sigue estando ahí, pero he entendido que el camino puede y debe adaptarse a cada alumno. La valla no se baja, pero tal vez podamos buscar una rampa, una cuerda, una red. El cómo importa tanto como el qué.
Si tuviera que señalar dos cosas que han cambiado radicalmente en mi forma de entender la docencia, serían estas: la flexibilidad y junto a esto, he comprendido que, sin la familia, nada de esto funciona bien. En FP, como no es educación obligatoria, muchos creen que no es necesario contar con las familias. Yo, en cambio, organizo reuniones desde el primer día. Lo hago porque necesito que empujen conmigo. Que cuando un alumno empieza a desviarse, tenga más de un adulto dispuesto a tenderle la mano.
Para mí, el aprendizaje es como un sistema de engranajes: el engranaje familiar, el escolar, y el sociocultural y si no giran en la misma dirección y a la misma velocidad, el sistema se bloquea. Por eso, la coordinación con las familias no es un extra, es parte del motor.
Escribir Capitabeja con la colaboración de su hijo debió de ser una experiencia muy especial. ¿Qué ha significado para usted escribir esta obra junto a él?
Vivíamos frente a un parque en Ciudad Real, y justo allí hay una vieja estación abandonada con un vagón en un tramo de vía que no mide más de diez metros. Pero si caminas tres o cuatro edificios más allá, te encuentras con una locomotora, completamente sola. Un día, mientras paseábamos, le pregunté a mi hijo:
—¿Por qué crees que aquí hay una estación con un vagón y allá, más lejos, una locomotora ¿No te parece raro?
Y me dio una respuesta que me dejó boquiabierto. No solo por la imaginación, sino por el trasfondo crítico y social que encerraba su argumento. Una historia que mezclaba abandono, memoria y preguntas sobre el sentido de las cosas que construimos —y las que dejamos caer.
Ahí supe que teníamos un cuento. Uno que escribimos juntos a partir de su idea, su visión, su voz.
En ese momento él estaba en un punto difícil con los estudios. Empezaba a notar que no avanzaba como sus compañeros, que sus notas no eran las esperadas. Pero este proyecto, este cuento, le sirvió para verse desde otro lugar. Para darse cuenta de que un examen no es una sentencia. Que puede medir algo, pero ni de lejos lo mide todo.
Mi hijo tiene una imaginación desbordante, una forma de expresarse y una dicción que muchos adultos ya quisiéramos tener. Y eso tan valioso no aparece en ningún boletín de notas. Así que, lo que hicimos no fue solo escribir una historia. Fue escribir una nueva forma de mirarse a sí mismo. De creer que sí, que vale, que puede crear y decir cosas que merecen ser escuchadas. Ese cuento fue un puente entre dos mundos: el suyo interior, y el que a veces lo juzga solo por el número que aparece en un papel.
Desde entonces tengo aún más claro que cada niño necesita encontrar su vía, su locomotora, su historia. Porque todos llevamos algo dentro que puede moverse… solo necesitamos los raíles adecuados.
Hoy en día, hay más conocimiento disponible fuera del aula que dentro. En este contexto, ¿cree que los docentes deben asumir que no tienen la exclusividad del saber, y cómo cree que esto transforma su papel en el aula?
Siempre he creído que el camino no está en saberlo todo, sino en saber quién sabe algo que tú no sabes. Y a partir de ahí, aprender de él, colaborar y complementarse.
La mayoría de la gente, por suerte, ya no aspira a saberlo todo, sino a ser consciente de lo que se le da bien y de lo que no. Y a mí me pasa igual. Por ejemplo, yo puedo enseñar montaje de ordenadores, sí, pero hay muchas cosas que no se me dan tan bien como a mi compañero Francisco, que estuvo muchos años trabajando como técnico informático. Él ha desmontado cientos de ordenadores más que yo. Así que cuando tengo una duda concreta sobre eso, voy a él. Y cuando él tiene alguna duda metodológica, o necesita alguna idea en el ámbito tecnológico-educativo, viene a mí. ¿Eso nos hace mejores o peores? Ni una cosa ni otra. Nos hace equipo.
Eso es lo que intento enseñar también a mis alumnos: que no tienen que saberlo todo, ni ser el mejor en todo. Tienen que saber colaborar, reconocer en qué pueden contribuir y qué les puede aportar el otro. Y ahí está la clave de una sociedad que funciona, en compartir en lugar de competir.
La música, y en particular el rap, tiene la capacidad de visibilizar realidades muchas veces silenciadas. Un ejemplo es Desde mi mirada, del rapero Antonio López. ¿Qué otras herramientas considera útiles para sensibilizar y generar empatía en torno al autismo?
Recientemente, tuvimos en el centro una reunión muy interesante con un colectivo llamado Proyecto Pulpí con el que vamos a empezar a colaborar. Durante la reunión, Miguel Ángel, uno de sus miembros, dijo una frase que me tocó especialmente:
«Cuando llega el Día del Autismo, todo el mundo se conciencia a tope. Pero luego pasa el día… y todo el mundo se olvida.» Y es verdad. Ese día ves pulseras, hashtags, estados de WhatsApp… pero al día siguiente, la realidad vuelve a su sitio de siempre. Y eso no cambia las cosas.
Creo que, si queremos que la integración real suceda, tenemos que mirar hacia las escuelas, y especialmente hacia la primaria. Porque ahí es donde se forman los cimientos de cómo vemos al otro, al diferente, al que no responde igual, al que no sigue el ritmo habitual.
El autismo es una realidad compleja. Es como se dice a veces una «condición de mil caras». Pero hay algo que sí es común: el aislamiento. Muchos niños acaban socialmente apartados en el aula. Y eso acaba haciendo muchísimo daño.
Por eso, proyectos como Pulpí son tan valiosos. No solo porque publican un cuento infantil precioso, sino porque lo acompañan de actividades que enseñan a valorar la diferencia. A verla como algo positivo. Como una riqueza.
Esto no es sencillo, aunque suene bien. Todos decimos «ser diferente está bien», pero en la práctica, ser diferente cuesta. Cuesta integrarse. Cuesta encajar. Cuesta participar. A menudo te empuja a esconderte, a hacerte pequeño, a pasar desapercibido. Y eso es exactamente lo que tenemos que cambiar.
Necesitamos muchos más proyectos y espacios que trabajen esto desde edades tempranas, que no se queden solo en el mensaje simbólico de un día, sino que lo conviertan en una cultura diaria en las aulas, donde ser diferente sea algo que se celebre y no solo que se tolere.
Junto a otros dos compañeros de universidad, viviste un auténtico idilio con la música y la radiodifusión, capitaneando Salsa de Carne, un programa pionero en su formato y espíritu. ¿Qué recuerdos guardas con más cariño de aquella etapa en la que todo parecía posible gracias a la ilusión y pasión depositada en el proyecto?
Durante casi diez años, tuve una válvula de escape vital. Éramos tres amigos con la certeza de que podíamos crear algo nuestro. Algo grande.
Aunque había hecho un podcast en la universidad, aquello era otra cosa. Esta vez no había estudios, ni medios. Solo una mesa de mezclas destrozada que mi amigo Rafa rescató del cierre de un hotel antes de que la tirasen. No sabíamos usarla, sonaba muy mal, pero teníamos ambición y una voluntad indestructible. Así que nos movimos. Pedíamos acreditaciones para festivales y con grabadoras baratas, intentábamos entrevistas imposibles.
Queríamos llegar a Latinoamérica. Y lo conseguimos. Empezamos a aparecer como una referencia para que bandas españolas llegaran al otro lado del charco. Fue brutal. El mayor aprendizaje que guardo, más allá de las experiencias vividas con esos amigos, es que, pese a todo, “si quieres, puedes”. Una frase que hoy casi da vergüenza decir en voz alta. Porque claro que hay barreras. Las he tenido siempre. Y me sigo chocando con ellas. Pero también sé que es posible y a las pruebas me remito. Desde casa, aparecimos entre los mejores programas musicales del país. Cruzamos fronteras. Yo mismo acabé en Chile, dando conferencias, conociendo músicos increíbles, escuchando sus historias y compartiendo las nuestras.
Generación tras generación seguimos viendo a los jóvenes con cierto recelo, al considerarlos irrespetuosos y faltos de valores. En su caso, que trabaja con ellos a diario, ¿cree que esta crítica responde más bien a una visión generacional distorsionada o hay algo de verdad?
La crítica a las nuevas generaciones es absurda. Siempre lo ha sido, pero hoy parece más fuerte, más ruidosa. Tengo 42 años y a nosotros ya nos criticaban cuando éramos jóvenes, pero con menos agresividad. Me ha costado entender por qué y tras participar en proyectos, debates, análisis… La conclusión a la que llego es clara: mi generación heredó un mundo que iba bien. Algo similar al hijo que entra en la empresa familiar cuando todo funciona y no viene a cambiar nada, solo a mantener el rumbo. Pero ¿qué pasa cuando lo que heredas es un sistema que ya no da más de sí? No puedes sentarte en el sillón y seguir igual. Tienes que inventar algo nuevo. Así ha crecido esta nueva generación, en la inestabilidad, en la incertidumbre, en la necesidad de cambio.
Y por eso cuestionan. Por eso no aceptan sin más. Porque saben que lo que ya no funciona no se arregla con obediencia, sino con propuestas nuevas. Saben que tendrán que implicarse.
Esta generación tiene algo que la mía no tuvo: la capacidad de asumir responsabilidades con naturalidad, con ganas, con pasión. Lo hacen mucho mejor que nosotros, pero —y esto es clave— necesitan confianza.
Si les damos espacio, si les damos herramientas y no los atamos con nuestras inseguridades, van a llevarnos a un mundo mejor. Porque el mundo siempre ha avanzado cuando alguien asumió la responsabilidad de hacer lo que nadie se atrevía a hacer.
Nuestra Tierra en el Corazón
¿Cuál es el paisaje de Castilla La Mancha más inspirador que ha visto y qué sensaciones le evocó?
El paraje que más me inspira de Castilla-La Mancha está en Almodóvar del Campo, en la provincia de Ciudad Real. Se trata de las inmediaciones de la ermita de Santa Brígida, que corona una de las colinas del pueblo. Son unos 40 minutos de subida, y es de esos paseos que te vacían por dentro para volver a llenarte en cuanto llegas arriba. Desde allí, el paisaje se abre como un libro: ves Almodóvar a tus pies, cómo se conecta la zona con Almadén, y si el día está claro, intuyes la Siberia extremeña.
Esa transición entre tierras fronterizas me fascina. Me parecen hermosas, no solo por el paisaje, que suele estar lleno contrastes, sino por la riqueza cultural. Por eso me gusta tanto el Valle de Alcudia, los límites entre Ciudad Real con Córdoba, o entre Ciudad Real y Badajoz.
En su opinión, ¿qué características hacen que nuestra comunidad autónoma sea un destino destacado para visitantes?
Desconozco si Castilla-La Mancha es una comunidad especialmente destacada en términos turísticos. Más bien, creo que arrastra un problema de desigualdad interna: hay zonas que reciben toda la atención y se visitan muchísimo, mientras que otras caen en el olvido.
Toledo capital, por ejemplo. Es preciosa, no lo niego, pero llega un momento en que parece casi un parque temático. Cuando voy los fines de semana a ver a mis padres, lo raro es cruzarse con alguien que sea de Toledo de verdad. En cambio, otras zonas como la provincia de Ciudad Real están mucho menos visibilizadas, y eso es una pena.
¿Qué frase o eslogan inspirador compartiría con nosotros para reforzar el orgullo por nuestras raíces y los talentos que nos unen como comunidad?
Haciendo un símil musical, Castilla-La Mancha es como un disco entero, no solo un hit. Tiene “canciones” buenísimas y no solo los temas más conocidos. Y creo que nos toca hacer un esfuerzo por “escuchar” y reivindicar todo nuestro repertorio porque somos más cuando nos sentimos parte del mismo disco. Sobre todo, diría que somos Castilla y La Mancha, omitiendo ese guion que los separa.